Hay un detalle en el que vale la pena que nos detengamos: Jesús, al narrar la historia, da nombre al pobre (“un mendigo llamado Lázaro”), pero no al rico. La tradición ha querido corregir esta supuesta deficiencia del texto, llamando Epulón al potentado, pero se trata de una práctica tardía (parece que se origina con Pedro Crisólogo en el siglo V), ajena a la Escritura.
Varias cosas llaman aquí la atención: en primer lugar, no es nada común que el protagonista de una parábola tenga nombre. De hecho, Lázaro es ni más ni menos que el único personaje de una historia contada por Jesús que lo tiene. ¿Cómo se llamaban el padre del hijo pródigo y sus dos hijos, o la mujer que perdió la moneda, o el hombre que cayó en manos de unos bandidos camino a Jericó, o el samaritano que lo socorrió, o el sacerdote que pasó de largo, o…? No se nos dice, nunca se nos dice: al contar sus historias, Jesús presenta a sus protagonistas como prototipos representativos, ejemplos de actitudes y de formas de ser que no deberían convertirse en personajes demasiado concretos: sus héroes y villanos son “un hombre”, “una mujer”, “un padre”, “un hijo”, “un rico”, “el dueño de una viña”… de entre todos ellos, solo Lázaro tiene nombre.
En segundo lugar, sorprende el hecho de que, en la misma parábola, uno de los dos protagonistas tenga nombre y el otro no. Y, en todo caso, tal vez más de uno hubiese esperado que, si así iban a ser las cosas en esta ocasión, Jesús diese nombre al rico, a la persona importante, exitosa y conocida, y no al miserable mendigo. «A las puertas de la mansión del rico Epulón había un mendigo», hubiese podido empezar Jesús, y a todos nos hubiese parecido muy bien. Pero hace justo lo contrario: «Había un rico que banqueteaba a diario, y a las puertas de su casa solía pedir limosna un mendigo que se llamaba Lázaro».
Nada de eso es casual (como nada es casual en los evangelios), ni mucho menos una deficiencia del texto. Todo lo contrario: se trata, sin duda, de un recurso narrativo muy pensado, con su propio significado y función.
Dando nombre al pobre, Jesús realza su humanidad: y así, en vez de cosificarlo, en vez de convertirlo en una cosa (“un mendigo”), hace que los que escuchamos la historia lo veamos como a una persona, como a alguien que una vez tuvo una familia, unos padres que, cuando él nació, le dieron ese nombre. Lázaro tiene una historia, como todo el mundo.
Y, al dar nombre a Lázaro y así humanizarlo, Jesús está señalando que el problema del rico era precisamente este: que no sabía ver al mendigo que agonizaba a la puerta de su casa como al ser humano que era. Ciertamente, no lo veía como a su igual. Ni en vida (pues de haberlo hecho lo hubiese atendido, conmovido ante la abyecta pobreza del indigente), ni tampoco lo vio como a su igual después de muertos los dos, cuando lo trató, en todo caso, como a su inferior, alguien a quien no quiso dirigir la palabra ni una sola vez, y en quien descubrió, de hecho, a un esclavo: «Padre Abrahán», dirá el rico, «manda a Lázaro a que me traiga agua, envíalo a mi casa a advertir a mis hermanos»…
La parábola, así, revela en toda su crudeza una de las peores consecuencias a la que puede llevarnos la idolatría del dinero: a pensar que solo quien lo tiene (y lo tiene en abundancia) es persona; que quien no tiene nada, o tiene poco, queda privado, por sus carencias, de la humanidad.
Pero hay más: si el texto subraya la humanidad del pobre al darle un nombre, ¿qué consigue dejando sin nombre al rico? También ahí hay un mensaje. Un mensaje doble, de hecho. Por un lado, Jesús nos invita, como siempre que los personajes de sus parábolas son anónimos, a que nos identifiquemos con ellos y nos preguntemos, en este caso: ¿Seré yo el rico? ¿Seré yo de los que desprecian, ignoran y se olvidan de todo aquel que no tiene dinero?
La lección del juego narrativo de Jesús, en definitiva, nos invita a no negarle el nombre a nadie. Reconocer que todo el mundo tiene uno, y que nadie debería ser cosificado es el primer paso, básico y fundamental, para empezar a ver a todos los que se cruzan por nuestra vida (sea cual sea su condición) como a las persona que son. Es decir, para verlos tal y como Dios los ve. Y es el primer paso, también, para no perder nosotros la humanidad que nos dignifica y nos hace ser quien somos.