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Jueves 7 Septiembre 2023
 



En las eucaristías de los dos últimos fines de semana (domingos XXI y XXII del Tiempo Ordinario, en el ciclo A que estamos siguiendo este año) hemos leído el relato del diálogo de Jesús con sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo, según el Evangelio de Mateo (Mt 16,13-27). En dos momentos distintos del pasaje, Jesús se dirige a Pedro con dos frases contrapuestas, dos afirmaciones en las que la segunda parece ser exactamente el reverso de la primera. Cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías y el Hijo del Dios vivo, Jesús exclama: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo!» (16,17). Luego, cuando Pedro reprende a Jesús, diciéndole que no puede ser que él tenga que ser ejecutado, Jesús, después de hablarle con una dureza inusitada, tratándolo de Satanás, añade: «Tú piensas como los hombres, no como Dios» (16,23). Si primero ha dicho que la declaración de fe de Pedro viene de Dios, después Jesús asegura que el intento de Pedro de desviarlo de su misión es un pensamiento netamente humano. El relato, en resumen, nos deja muy claro que hay una forma de pensar propia de los hombres, que se opone a la forma de pensar de Dios.
 
¿En qué consisten estas dos formas de pensar? ¿Cómo piensan «los hombres»? ¿Cómo piensa Dios?
 
Lo podemos deducir a partir del contexto en que estas frases son pronunciadas, y también fijándonos en lo que Jesús dice a continuación: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa la encontrará» (16,25).
 
Pensar como los hombres, pensar humanamente, sin tener en cuenta el Evangelio, es anteponer nuestro bienestar y nuestra comodidad personal a cualquier otra consideración. Es vivir buscando, por encima de todo, nuestra tranquilidad. Es vivir sorteando conflictos, intentando que las angustias y los sufrimientos de los demás no nos salpiquen, evitando los problemas, los peligros y los dolores de cabeza. Es hacer de nuestra seguridad personal el bien absoluto al que aspiramos.
 
Pensar como Dios es comprender que, a veces, en la vida hay que arriesgar nuestro bienestar para conseguir que el mundo se parezca un poco más al reino de Dios. Es entender que, si bien nuestra tranquilidad es importante, hay cosas mucho más importantes: la construcción de un mundo más justo, la creación de entornos de auténtica libertad, de espacios donde quepa todo el mundo, donde no haya sitio para la explotación o el abuso de nadie sobre nadie: las razones, en definitiva, por las que Jesús (que pensaba como Dios, y no como los hombres) decidió ir a Jerusalén a enfrentar el sistema injusto que oprimía a su pueblo, a sabiendas de que allí le esperaba el fracaso.
 
Podemos profundizar un poco más: pensar como los hombres también es ver el mundo como algo ya terminado, ya hecho, que existe para colmar nuestras necesidades. Es concebir el mundo como si fuese un enorme supermercado, con los estantes llenos de productos y recursos bien dispuestos, listos para que yo me los lleve a casa… sin pensar en que, tarde o temprano, el supermercado quedará vacío.
 
Pensar como Dios es entender que el mundo es un proyecto por hacer, que entre todos debemos seguir creando. Es imaginar el mundo como un campo que debe ser cultivado con pericia, amor y dedicación, un campo inmenso que tú y yo podemos continuar sembrando, regando, podando, para que nunca deje de producir alimentos.
 
Pensar como los hombres es ver a los demás como medios para conseguir nuestros fines, y pensar: «De tal persona puedo obtener afecto; de este, en cambio, dinero, pues es rico; de aquel, consejos, pues es sabio; del de más allá recomendaciones, pues está muy bien conectado con gente importante»…
 
Y pensar como Dios es preguntarme: «¿Qué puedo hacer yo por los demás, para que él, ella, el de más allá, vivan mejor, una vida más plena?».
 
En definitiva, pensar como los hombres es tener una mentalidad depredadora; pensar que la realidad existe únicamente para que yo obtenga de ella lo que necesito para lograr mi bienestar. Pensar como Dios es actuar a partir de una mentalidad creadora: ¿qué puedo hacer para enriquecer la realidad que me rodea?
 
Cuando tomamos decisiones, ya sean triviales o, sobre todo, de cierto calado, ¿las tomamos pensado como el Pedro que aseguró que Jesús era el Hijo de Dios… o como el Pedro que se asustó ante la perspectiva de la cruz? ¿Las tomamos pensando como Dios, o como los hombres?


 

Sábado 22 Julio 2023
 


En septiembre de 2022 (¡pronto hará un año!), en la parroquia La Resurrección, de Bogotá, decidimos iniciar un nuevo proyecto, sencillo pero ilusionante, sin saber en aquel momento si tendría mucho recorrido: un club de lectura. La idea de fondo era fomentar el amor a la literatura entre jóvenes de estos barrios del sur de Bogotá y ofrecer, a quienes lo quisieran, la oportunidad de ir leyendo grandes obras de la literatura universal, comentarlas en grupo, examinarlas en profundidad y, así, poderlas disfrutar. Se trataba, nos parecía, de una idea original, pues a menudo en los planes de pastoral de nuestras parroquias no tenemos en cuenta la promoción de la cultura, como si eso no fuese, también, una tarea urgente (especialmente en contextos donde otras necesidades vitales dejan poco tiempo para la formación intelectual y el arte).
 
Desde entonces, el Club de Lectura ha ido creciendo, y también el entusiasmo de quienes lo conforman: actualmente ya es grupo consolidado de 14 personas, en su mayoría jóvenes, que aproximadamente una vez al mes nos reunimos para compartir lo que hemos descubierto en la lectura de alguna novela que hemos elegido. En este tiempo hemos leído y comentado “La perla”, de John Steinbeck, “Crónica de una muerte anunciada”, de García Márquez, “La metamorfosis”, de Kafka, “La muerte de Iván Ilich”, de Tolstói, “El viejo y el mar”, de Hemingway, “Novela del ajedrez”, de Stefan Zweig… como se puede ver, ya una pequeña colección de grandes obras que, sin duda, han enriquecido la vida de quienes participamos de nuestro Club de Lectura. ¡Y la lista de los libros para ir leyendo en el futuro ya es larga!


 

Viernes 14 Julio 2023

Varias parroquias de Racine (Wisconsin, EE. UU.), que están al cargo de sacerdotes de la Comunidad de San Pablo, realizaron en junio un campamento de verano de servicio a los más desfavorecidos de la ciudad


 


 
Después del año más duro de la pandemia (2020), en junio de 2021 decidimos crear un programa de servicio que animara a nuestros jóvenes a trabajar para el desarrollo y bienestar de su comunidad local. También quisimos buscar a personas adultas de las parroquias en las que trabajamos, que tuviesen experiencia en tareas de construcción de viviendas, para que enseñaran a las generaciones más jóvenes. La idea era combinar la energía de los jóvenes con la sabiduría de los adultos, para servir a los demás. Establecimos una alianza con una institución local (Neighborhood Watch) para remodelar y arreglar viviendas deterioradas de los barrios del centro de la ciudad de Racine. Nuestro socio local hace el trabajo preliminar: selecciona familias y asegura los permisos y los materiales para el proyecto. Nosotros, la «Comunidad Católica del Centro de Racine», coordinamos los esfuerzos de reclutar jóvenes voluntarios y adultos que puedan trabajar durante una semana en los proyectos.

Escribo con mucha alegría esta nota sobre nuestro tercer Campamento de Servicio de Verano de Belle City Catholic. Por supuesto, siempre estoy entusiasmado con la vida, pero esta vez estoy realmente conmovido. Nuestro Campamento de Servicio de Verano, que realizamos el mes pasado, fue un gran éxito. Trabajamos duro durante una semana. Registramos 1,521 horas de servicio a nuestros vecinos en Mead Street. Construimos cercas, pintamos casas, reconstruimos un cobertizo, limpiamos el parque y pasamos tiempo en oración y compañerismo. Estoy muy orgulloso de este Campamento de Servicio. Hace dos años, cuando se nos ocurrió la idea de trabajar localmente, visualicé un evento que nos uniera: católicos trabajando juntos por el mejoramiento de la ciudad. Continuamos avanzando hacia esa meta, a medida que más personas y parroquias se involucran.


 

Viernes 30 Junio 2023

Seguimos con nuestro comentario de las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo, al que dimos inicio hace unas semanas. Hoy nos detenemos en la segunda, que ahonda en el carácter paradójico del camino de Jesús hacia la felicidad.



Monumento a Fray Antonio de Montesinos, en Santo Domingo: alguien que se conmovió
con el dolor de sus hermanos.
 
«Felices los que sufren, porque serán consolados» (Mt 5,4)
 
¿En qué sentido debemos entender esta afirmación, que aparentemente es un contrasentido absoluto? ¿Cómo puede tener el sufrimiento la llave que abra la puerta de la felicidad? ¿Cómo pueden ser felices los afligidos o los que lloran, según rezan otras traducciones habituales de este versículo al castellano?
 
También aquí es preciso empezar aclarando que sería muy posible llevar a cabo una lectura errónea de esta bienaventuranza, según la cual Jesús estaría glorificando y elogiando el sufrimiento en sí mismo. Alguien podría, entonces, ampararse en este versículo para afirmar que las angustias y las amarguras son buenas, y que, por lo tanto, los cristianos deben desear y buscar proactivamente sus tormentos. Y no es así: Jesús dedicó su vida a aliviar el dolor de los demás, curando enfermos, alimentando a hambrientos, devolviendo la vista a ciegos, y denunciando a los que, con su egoísmo, hacían sufrir a los más débiles… el cristianismo no es una religión masoquista.
 
Y tampoco encaja con el espíritu y el pensamiento de Jesús la posibilidad de que, en esta bienaventuranza, nos esté diciendo que es necesario sufrir aquí, en esta tierra, para después, ser consolados en la otra vida. Afirmar algo como «pásenlo mal en el este mundo, porque de ese modo en el cielo recibirán consuelo» implicaría la imagen de un Dios cruel, que necesita ver primero nuestras lágrimas para, después, abrirle las puertas a quien se haya ganado el cielo a base de padecimientos. No pueden ir por ahí los tiros, cuando, en primer lugar, Jesús nunca abominó de este mundo presente (al contrario, afirmó que «el Reino de Dios ya está entre ustedes», en Lc 17,21) y, en segundo lugar, nos habló de que su Padre, pura misericordia, siempre está deseoso de acogernos, de abrirnos de par en par las puertas de su casa, en la que hay sitio para todo el mundo (Jn 14,2): el cielo no «se gana» a base de tribulaciones.
 
¿Cómo debemos entender, entonces, esta segunda bienaventuranza? Tal vez en el sentido de que en esta vida solo serán verdaderamente felices quienes no sean indiferentes; los que luchen para que no se les endurezca el corazón; los que siempre mantengan viva la capacidad para conmoverse.
 
Ciertamente, si tu corazón es de piedra no sufres, ni lloras nunca: pero tu vida es, entonces, inhumana y vacía. Mejor pasarlo mal porque tienes entrañas de humanidad (que se conmueven ante el dolor de los hermanos), que vivir protegido por una armadura de indiferencia que, sí, te evita el sufrimiento, pero también te impide amar.
 
Los que lloran y los afligidos son los que caminan por el mundo sin armaduras, con la empatía a flor de piel. Al final, esta capacidad por llorar con el que llora nos regalará la certeza (el consuelo) de que no perdimos el tiempo ni desperdiciamos nuestra vida. Lo cual, ciertamente, nos hará dichosos.
 
En esta segunda bienaventuranza Jesús nos previene en contra de la apatía. Es una advertencia más necesaria que nunca, porque hoy, avasallados como estamos por una catarata constante de noticias, muy a menudo trágicas, sería fácil caer en la insensibilidad. Leemos o escuchamos que un marido celoso mató a su mujer, que otra vez se hundió un barco lleno de inmigrantes frente a las costas europeas, que hubo más muertes inocentes en Ucrania, en el Yemen o en el Congo, que en Haití otra tormenta ha dejado el país devastado, que en Irán han ejecutado a alguien que clamaba por la libertad o que en Uganda un homosexual ha sido encarcelado, solo por serlo… y nos encogemos de hombros, sin dar mayor importancia a lo que acabamos de leer o escuchar, y seguimos sorbiendo tranquilamente nuestro café con leche del desayuno, con la mente puesta en otra cosa. Eso sí es infelicidad.


 

Miércoles 21 Junio 2023
 


En la impagable parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37) descubrimos dos urgencias en conflicto. En efecto, el encuentro con el hombre malherido junto al camino confronta a cada uno de los tres personajes que bajan de Jerusalén a Jericó con un dilema: ¿qué urgencia pesa más? ¿La que ellos tienen, de llegar a sus destinos cuanto antes, o la del desconocido que se desangra ante a sus ojos? Los dos primeros, el sacerdote y el levita, deciden (cínicamente) que su urgencia es, por así decirlo, más urgente que la del otro. El samaritano comprende que por mucha prisa que lleve y por muy importante que sea para él llegar adonde se dirige y hacer lo que tenía previsto, ahora la urgencia de atender al desdichado que acaba de encontrarse es prioritaria.
 
También nosotros vivimos el día a día dominados por mil y una urgencias: tenemos que terminar tal o cual proyecto personal o profesional, llegar a la hora a una reunión, acabar unas cuentas, programar la salida del fin de semana, hacer la compra, responder a correos que se nos acumulan en la bandeja, devolver mensajes, llamadas…
 
Y también nosotros, como los tres personajes de la historia, de pronto nos encontramos con hermanos malheridos derrumbados en la cuneta de nuestras biografías: personas que están pasando por una crisis personal, enfermos, gente golpeada por la pobreza y la injusticia, por la angustia o la depresión, por el desamor…
 
Y entonces debemos preguntarnos qué es más urgente: aquello a lo que habíamos pensado dedicar el día, o tratar de hacer lo que esté en nuestra mano para aliviar el dolor de estos hermanos.
 
A menudo, una mirada honesta y compasiva al sufrimiento ajeno pone en perspectiva, y relativiza, nuestras urgencias. No es que de pronto descubramos que eran insignificantes o imaginarias, pero sí que, ante el drama de otras personas, pueden esperar. Y que tal vez no eran tan graves.
 
El buen samaritano, con su capacidad por cambiar sus planes y prestar atención inmediata al malherido, nos muestra el camino de la flexibilidad mental, que es condición y antesala de la misericordia. Dicho de otra manera: con su decisión de posponer sus objetivos para hacerse prójimo de aquel desconocido, el samaritano nos enseña que la rigidez y la inflexibilidad son a menudo un impedimento para que en el mundo florezcan la caridad y la ternura. Las crisis de los demás no pueden programarse: surgen imprevistamente, cuando menos lo esperábamos, como un hombre golpeado en la cuneta de nuestro camino. Solo seremos capaces de darles respuesta si estamos dispuestos a aplazar, una y otra vez, nuestras urgencias.


 

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