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LA SINCERIDAD ARROGANTE

Lunes 8 Julio 2019


 
 

Si alguien preguntara si creemos que la sinceridad es una virtud, seguramente la gran mayoría de nosotros responderíamos que sí sin dudarlo ni por un momento. ¡Por supuesto! La sinceridad, la ausencia de doblez, decir lo que pensamos y no recurrir a la mentira, es justamente lo que identifica a las personas nobles. ¿La sinceridad, una virtud? Claro que sí, siempre.
 
Y, sin embargo, quizá habría que matizar esta premisa: a veces, la sinceridad, que casi siempre es encomiable, porque casi siempre es condición necesaria para un diálogo fecundo, puede convertirse, paradójicamente, en el mayor obstáculo para la comunicación.
 
Pensemos en la sinceridad de los fanáticos. A menudo, personas sumamente intransigentes e incapaces de escuchar opiniones opuestas a las suyas hacen alarde de su sinceridad.
 
—Tendré otros errores, pero yo nunca miento. Yo no engaño a nadie. En mí, lo que ves es lo que hay. Soy transparente como el agua cristalina, y no te quepa duda de que creo a pies juntillas en lo que digo.
 
Y tienen toda la razón, en ellas no hay hipocresía. Pero esta transparencia no es, como esas personas proclaman a los cuatro vientos, una virtud: porque lo único que prueba es que han logrado convencerse a sí mismas de su verdad, cerrándose por completo a la posibilidad de que estén equivocadas y de que quienes los contradicen puedan tener ni siquiera un atisbo de razón.
 
Su sinceridad, que personas así exhiben como prueba irrefutable de su bondad, solo demuestra su arrogancia.
 
El asunto de fondo es, por supuesto, que no deberíamos confundir sinceridad con acierto, como si «ser sincero» fuera sinónimo de «tener razón», cuando es evidente son dos cosas completamente distintas: por muy sinceramente que yo crea en un error, mi falta de doblez y mi transparencia no harán que mi error deje de serlo. El grado de sinceridad con que hablo no afecta ni positiva ni negativamente la naturaleza (falsa o verdadera) de lo que digo: puedo afirmar con toda sinceridad que la tierra es plana, como un día lo afirmaron sinceramente miles de personas; ello no hará que el planeta deje de ser redondo. Inversamente, puedo ser hipócrita al elogiar (digamos que para quedar bien) los talentos de un adversario en los que, de hecho, no creo: mi falta de sinceridad no hará que desaparezcan los talentos que aquella persona, en efecto, posee.
 
Es indudable que bajo la bandera de la sinceridad se han cometido a lo largo de la historia enormes atrocidades. La inmensa mayoría de los inquisidores creían sin asomo de duda que mandar herejes a la hoguera era lo más correcto, lo mejor que podían hacer; muchos traficantes de esclavos creían sin rebozo que los africanos que encadenaban en las bodegas de sus barcos pertenecían a una raza inferior; en nuestros tiempos, los terroristas que estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas creían de todo corazón en su causa. En todos estos casos, su sinceridad fue criminal: no era virtud, sino prueba de una delirante arrogancia.
 
Es muy improbable que algún lector de estas líneas trate habitualmente con inquisidores capaces de enviar a la hoguera a sus enemigos, con despiadados traficantes de esclavos o con yihadistas fanatizados; sin embargo, todos, de vez en cuando, nos topamos con alguien que ha cruzado ese particular Rubicón más allá del cual las personas ya no saben escuchar opiniones diversas a las suyas, ni reconocer sus errores, ni ver sombras o falencias en sus propias creencias. Cuando alguien así nos asegure y prometa que es sincero, para convencernos de la bondad de sus argumentos, haremos bien de levantar el dedo y objetar:
 
―Te creo, pero tu sinceridad no prueba que tengas razón. Y si no aprendes a dialogar, a escuchar a los demás y a sopesar opiniones opuestas a las tuyas, entonces tu sinceridad solo servirá para probar tu arrogancia.
 
Seamos cuidadosos, sobre todo, de no presentar nuestra sinceridad como prueba de que tenemos razón. El convencimiento con el que ofrecemos nuestros argumentos no tiene nada que ver con la verdad o falsedad de lo que defendemos.


 



 

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