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Domingo 9 Abril 2023
 


Hace muchos años durante un funeral en las calles de Sabana Yegua (República Dominicana), la hija del difunto me confrontó en medio de mi homilía con las siguientes palabras: «Yo tengo miedo por mi papá. ¿Y usted, de verdad se cree eso?». Cabe decir que durante la homilía intentaba consolar a la familia hablando sobre la esencia de nuestra fe: la Resurrección. Les decía que por fe creemos que Jesús, después de su muerte, resucitó y, en su resurrección, destruyó la muerte y nos dio vida eterna. Todos los bautizados en Cristo disfrutamos de dicha Gracia. Ese día fue la primera vez que me enfrenté con la pregunta: ¿y por qué creer en la resurrección?
 
Para poder responder a esta pregunta debemos empezar por reflexionar acerca de los sentimientos que el grupo de seguidores de Jesús experimentó después de la trágica muerte de su maestro en la cruz. La crucifixión del Viernes Santo fue un evento devastador que fulminó las esperanzas de los que caminaban con Jesús, y la condena de Jesús los dispersó (Mt 26, 56). Las horas posteriores a la cruz tuvieron que ser angustiantes. Sin saber qué iba a pasar, sin saber qué se podría hacer, sin saber qué pensar. Los momentos antes de la resurrección fueron momentos de miedo y angustia. ¿Se cumpliría, la promesa de Jesús? La ansiedad y desespero estaban a flor de piel. Muchos de nosotros a veces vamos por la vida con ansiedad y angustia porque no sabemos bien qué nos deparará el futuro y dicha incertidumbre nos da miedo.
 
El evangelio de Mateo nos narra el momento determinante en el que Jesús es revelado como un hombre nuevo a las mujeres (Mt 28, 1-10). Estas dos mujeres, en su angustiosa espera y dolor, van al sepulcro movidas por la esperanza de confirmar la promesa del Señor. Quieren respuestas a sus dudas. Quieren comprobar que no todo está perdido. Quieren ver el sepulcro. Una vez allí, el ángel las anima a no temer. El poder de las palabras del ángel les infunde esperanza. En ese momento de dolor, de perdida, de desespero, de miedo, lo primero que oyen es un «no temáis» seguido por la noticia de que Jesús está vivo y va rumbo a Galilea. Rumbo al lugar donde todo comenzó y donde las cosas fueron más caseras, amigables, familiares y bonitas. Galilea, tierra lejana a las maquinaciones de la institución religiosa de Jerusalén. Galilea, donde todo era compartido al aire libre. Nada a las escondidas, como la última semana en Jerusalén. «No temáis» son palabras que animan.
 
Las mujeres reaccionan corriendo y llenas de alegría, impresionadas por lo que acaban de ver y escuchar. En ese instante confirman la promesa de Jesús: su Resurrección. No hay tiempo que perder, hay que anunciar la buena noticia. Las buenas noticias se llevan a toda prisa. Una vez ellas salen corriendo con ganas de compartir con los demás la resurrección de Jesús, se encuentran con Jesús mismo y las palabras del maestro son «no temáis». Y una vez más, el anuncio de encontrarse en Galilea. La resurrección destruye el miedo. Creer en la resurrección nos da valor para no temer y tener plena confianza en la vida. Y esa certeza nos llena de alegría y gozo.
 
Me hubiese gustado responder a la joven que me expresó su miedo con las palabras del Señor: «no temas». Me hubiese gustado haber transmitido la confianza que el ángel confirió a las mujeres que, entonces, corrieron a toda prisa y con gozo a anunciar al resucitado. La verdad fue que solo respondí «yo sí, me lo creo plenamente». Si la volviera a ver, añadiría: «Me lo creo plenamente porque la Resurrección me da valor para vivir la vida sin miedos y confiar plenamente en la promesa del Señor de una vida plena en alegría».


 

Viernes 7 Abril 2023
 

 
Cuando leemos la pasión en los cuatro evangelios, podemos ver que hay ligeras variaciones sobre las personas presentes en la crucifixión y sepultura de Jesús. Curiosamente, de todos los seguidores de Jesús que se mencionan en los evangelios, hay dos personas que siempre están presentes en los cuatro relatos: María Magdalena y José de Arimatea (quizás tres con María la madre de Santiago y José, ver Mateo 27,55-28,1; Marcos 15,40-16,8; Lucas 23,49-24,12; Juan 19:25-20:1). Este año el Domingo de Ramos y el Viernes Santo leemos según Mateo y Juan que José de Arimatea, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús, de quien José era discípulo. Luego enterró a Jesús en una tumba excavada en la roca (Mateo 27,57-61; Juan 19,38-42). Al asegurarse de que el cuerpo de Jesús fuera debidamente enterrado después de la crucifixión, José de Arimatea se convierte en un personaje clave en la narración de la pasión. Marcos y Lucas agregan más información sobre José, señalando que era miembro del Sanedrín (Marcos 15,42-47), que era un hombre justo y que José mismo bajó a Jesús de la cruz (Lucas 23,50-56).
 
La petición de José de enterrar a un hombre crucificado y el consecuente visto bueno de Pilato son, si no problemáticos, elementos sorprendentes tanto desde el punto de vista narrativo como histórico. En cuanto a la historicidad, se ha señalado que la vergüenza de la crucifixión romana incluía la negación de un entierro digno. Los romanos preferían que los cadáveres se descompusieran en las cruces (Esta información se puede encontrar en cualquier comentario moderno sobre los Evangelios, siendo mi favorito el escrito por Craig S. Keener sobre el Evangelio de Juan en 2003). Desde un punto de vista judío, la petición de enterrar a Jesús es razonable, dado el mandato de Deuteronomio 21,22-23 de que ningún cadáver debe pasar la noche sin ser enterrado por el riesgo de profanar la nación.
 
Además, la repentina intervención de José de Arimatea y su rápida desaparición de la narración, hace notable este personaje. Un hombre que no ha sido mencionado antes en absoluto toma el lugar central para enterrar a Jesús y asegurar que la profecía de la resurrección pueda tener lugar. No es Pedro, ni Juan, ni ningún otro discípulo quien asume esta parte esencial de la pasión de Jesús. Los cuatro evangelios mencionan a José y en los cuatro aparece inesperadamente para cumplir con este importante deber. Y después del entierro, nunca se vuelve a mencionar a José de Arimatea.
 
Las acciones de José de Arimatea me hicieron pensar en otro José que después de cumplir una parte importante en la vida de Jesús desaparece y nunca más es mencionado en los evangelios: José de Nazaret. Al igual que el hombre de Arimatea, José de Nazaret está allí para ayudar a realizar las profecías de que Jesús será llamado Hijo de David (Lucas 1,32), que el Mesías nacerá en Belén (Lucas 2,4-5; Mateo 2,5-6), y que de Egipto fue llamado (Mateo 2,14-15). José de Nazaret se casó con una mujer embarazada antes de vivir juntos, pero ya legalmente comprometidos y así desafió una ley que exige denunciar públicamente a María (ver Lev 20,10; Deut 24,1). Sin embargo, después de jugar este papel fundamental en la vida de Jesús, no leemos más sobre él en los evangelios.
 
Tanto José de Nazaret como el hombre de Arimatea van y vienen en un momento crucial de la vida de Jesús; justo cuando Jesús más los necesitaba. Había un José para colocar a Jesús en el pesebre y un José para colocarlo en la tumba. Ambos, el carpintero y el miembro del Sanedrín actúan contra viento y marea para asegurar episodios críticos en la vida de Jesús. Esta idea se vuelve aún más atractiva resaltando la etimología y la raíz hebrea del nombre José: Que Dios añada, o que Dios dé/aumente. No puedo dejar de ver el nombre de José operando en relación con lo que ambos hombres de Nazaret y Arimatea hicieron por Jesús. En los momentos en que Jesús era más vulnerable, el nacimiento y la muerte, Dios añadió y proveyó a estos dos hombres para que fueran apoyo de Jesús. Estos detalles crean un "patrón literario José" en los evangelios canónicos donde ambos son llamados justos y realizan actos verdaderamente virtuosos para el más vulnerable en ese momento.
 
Las preguntas para reflexionar son ¿cómo podemos ser como estos Josés para otras personas? ¿Estamos dispuestos a estar ahí para los más vulnerables para ayudarlos, nutrirlos y proveer para ellos? ¿Estamos dispuestos a ser Josés que no necesitan estar todo el tiempo en el centro de las historias de las personas para ayudarlas en silencio?


 

Jueves 6 Abril 2023
 


En el corazón de la Semana Santa se encuentra el Jueves Santo, un día marcado por la celebración de la cena pascual de Jesús con sus discípulos, y la promulgación del Mandamiento del Amor. Es, sin duda, un día entrañable y conmovedor, a pesar de que anticipa el drama de los días venideros.

La liturgia de hoy gira alrededor de la Memoria: la lectura del Éxodo recuerda la acción salvífica de Dios en Egipto; San Pablo en su carta recuerda la última cena de Jesús; y San Juan en el Evangelio rememora el lavatorio de los pies y el ejemplo de servicio que estableció Jesús con sus discípulos. La Eucaristía es así instituida como un recuerdo, marcada por las siguientes palabras: “Hagan esto en memoria mía”.

Quienes participamos hoy y en cualquier otra ocasión de la celebración eucarística recibimos la invitación a replicar “esto”, que no es otra cosa que la vida entregada al servicio del prójimo, la de servir y no ser servidos, la de aquel que “los amó hasta el extremo”, como dice el Evangelio de hoy.

La última cena define pues el Amor como Servicio, no como Sacrificio, pues el sacrificio de Jesús en la Cruz es irrepetible y no necesita réplicas. El verdadero culto cristiano no es, como se podría pensar, la celebración de ritos y sacramentos, sino el cuidado amoroso del prójimo que se lleva a cabo desde la gratitud por el Amor recibido. “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.”

La homilía más potente de Jesús son sus acciones, más que sus palabras, ya que él predica con sus gestos: el lavatorio de pies nos muestra el camino para la evangelización, que es vivir en el servicio y predicar con el ejemplo, con los gestos proféticos, marcados por la ternura y la humildad que desprende este pasaje del Evangelio de Juan.

Este Jueves Santo estamos invitados a comprometernos con el verdadero culto cristiano: el servicio al prójimo, que no se lleva a cabo en el templo, ni en el altar, sino de rodillas frente a aquellos que nos acompañan en el camino de la vida.


 

Domingo 2 Abril 2023



La celebración de hoy, Domingo de Ramos, tiene un carácter paradójico. Para dar inicio a la Semana Santa nos reunimos en un espacio abierto, fuera de la iglesia, y bendecimos palmas y ramos recordando la muchedumbre que recibió a Jesús cuando él decidió entrar en Jerusalén montado en un burrito. Es un momento festivo. Y, sin embargo, hay algo turbio y oscuro en estas palmas, en estos ramos: identifican a la multitud que, si bien aquel día acogió al profeta de Nazaret con entusiasmo, pocos días después contribuyó a su perdición, al dejarse manipular por las autoridades para que pidiera a gritos la condena de Jesús (como nos recuerda hoy mismo, durante la Eucaristía, la lectura de la Pasión).
 
El Domingo de Ramos pone sobre la mesa, por lo tanto, una cuestión muy seria: que la adhesión al proyecto y a la persona de Jesús siempre serán, al final, opciones profundamente personales. No se puede ser cristiano por ósmosis, porque lo es la persona que tengo al lado, o porque nací en una sociedad donde lo habitual era serlo. Formar parte de una muchedumbre que aclama al Señor no garantiza en absoluto que yo haya asimilado, realmente, lo que significa el evangelio. Cantar cantos de alabanza a Jesús en un estadio repleto de gente donde se está celebrando una misa multitudinaria tampoco. Pueden ser experiencias estimulantes y hermosas, pero no pueden reemplazar, jamás, una vivencia mucho más personal y comprometida de la fe.
 
De hecho, algo que subraya precisamente la fiesta del Domingo de Ramos es el peligro que implican las muchedumbres, que es el peligro de dejar de pensar por uno mismo y de dejarse arrastrar por el sentir de una mayoría enfervorecida, ya sea a favor o en contra de algo, o de alguien. Aldous Huxley, el famoso autor de Un mundo feliz, meditó a lo largo de toda su obra sobre estos asuntos. En Los demonios de Loudun (un libro suyo menos conocido, pero no menos extraordinario) afirma: «Formar parte de una multitud es el mejor antídoto que existe en contra del pensamiento independiente».
 
Hoy bendecimos palmas y las agitamos al aire aclamando a Jesús. Pero es bueno recordar que en ellas no todo es fiesta y jolgorio. En ellas también hay preguntas. De haber estado yo en Jerusalén aquellos días, ¿qué hubiese hecho cuando, después de aclamar al Mesías, lo viera preso en manos de las autoridades? ¿Hubiese sumado mi voz a los que pedían su muerte? ¿O hubiese intercedido por él, como la mujer de Pilato, o le habría ayudado a llevar la cruz, como Simón de Cirene? ¿Sigo a Jesús como parte de una muchedumbre (volátil, de opinión cambiante) o como resultado de un convencimiento propio, madurado y meditado en mi interior?


 

Miércoles 15 Marzo 2023
 
Una persona sin hogar durmiendo en la Avenida Décima de Bogotá


Las lecturas de los evangelios de los tres primeros domingos de Cuaresma, siendo tan diversas, tienen algo en común: todas reflejan la vulnerabilidad de Jesús.

El primer domingo, en el relato de las tentaciones del evangelio de Mateo, vimos a Jesús en el desierto, solo, y se nos dijo que (como le hubiese sucedido a cualquiera) tuvo hambre. Es este Jesús humano y necesitado al que tienta el demonio, y este mismo Jesús necesitado al que, finalmente, sirven los ángeles (imagen de todos aquellos que, a lo largo de su vida, ayudaron de un modo u otro a Jesús).

La Transfiguración, que leímos en el segundo domingo de Cuaresma, expresa la voluntad de Jesús de mostrarse con absoluta claridad ante sus discípulos, sin esconder nada, sin engaños, es decir, sin aparentar una fortaleza, una seguridad y una apuesta por el triunfo que él reconocía como destinada al fracaso. No, lo que quiere revelar en el monte es que en Jerusalén él no será aplaudido y coronado, sino abucheado y crucificado. Y es a ese Jesús que fracasará, vulnerable, a quien ellos deben escuchar.

El diálogo de Jesús con la mujer samaritana, que leímos este pasado domingo (el tercero de Cuaresma), arranca con un Jesús sentado bajo el sol abrasador del mediodía, cansado, y con sed. La conversación comienza con algo tan básico y humano como es su petición de que la mujer, que tiene un cubo, le dé un vaso de agua. Jesús no intenta impresionar a la samaritana con una exhibición de fortaleza, o con su sabiduría, no quiere deslumbrarla nombrando sus logros. Al contrario, se presenta frágil: «Tengo sed, ¿puedes darme de beber?».

Para algunos, un Jesús vulnerable puede resultar incómodo, incluso inaceptable. Si lo que buscamos en la fe son seguridades, certezas absolutas y verdades sólidas, un Jesús frágil no nos sirve. Lo preferiríamos seguro de sí mismo e invulnerable, autosuficiente, incluso prepotente…

Y, sin embargo, si lo pensamos bien, enseguida nos daremos cuenta de que el Jesús vulnerable de los evangelios es, en realidad, la mejor noticia que podríamos recibir.

¿Por qué?

Porque la vulnerabilidad de Jesús nos invita a no avergonzarnos de la nuestra. Más aun, a aceptar la nuestra con alegría, porque en la vulnerabilidad de Jesús descubrimos la llamada a la fraternidad: a caer en la cuenta de que sin los demás (sin su ayuda, apoyo, consejo, cariño…) no iremos muy lejos en la vida. Quienes deciden imitar al Jesús vulnerable acogen con alegría su condición de personas necesitadas porque descubren que esta condición los salva del peor de los infiernos: el infierno de la autosuficiencia, que nos aísla, empobrece y envenena. El Jesús vulnerable es buena noticia porque constituye la afirmación más clara que podamos imaginar de que, en definitiva, nadie puede vivir instalado en la autosuficiencia y ser feliz.

En la necesidad que Jesús experimenta de los demás descubrimos que nos necesitamos unos a otros, y que esta necesidad, lejos de ser un problema, allana el camino de la fraternidad y de la comunión, que es el único lugar donde las personas podemos alcanzar la dicha.


 

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