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​UN DIOS DE CARNE Y HUESO

Martes 25 Diciembre 2018


La Encarnación es, posiblemente, uno de los acontecimientos más retadores de todas las historias contenidas en la Biblia y, sin duda, aquella que más desafía nuestra razón y nuestra imaginación. Ninguna otra tradición religiosa se ha aventurado a proponer una paradoja semejante: Dios, aquel que representa lo eterno y todopoderoso, nace en Belén en forma de una de sus criaturas humanas, limitado y caduco.

En estas fechas navideñas somos testigos, un año más, de cómo el arte y la religiosidad popular se han prodigado en intentar representar a ese niño Jesús en su pesebre, humano a la vez que divino, acompañado de sus padres terrenales, de los pastores y de sus animales, pero también de los ángeles del cielo. Se trata de un niño que es, de forma sorpresiva, un Dios hecho carne y hueso.

Sin embargo, la Iglesia ha ido entendiendo que al acercarnos al pesebre de Belén no encontraremos a un Dios humanizado, o a un hombre divinizado, sino que en su persona se presenta una novedad que supera la tradicional oposición entre dos realidades excluyentes: entre el Creador y las criaturas, entre lo efímero y lo permanente. Jesús es, en verdad, la reconciliación perfecta entre dos opuestos. Las dos naturalezas de Cristo, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, nos indican que Jesús no es un término medio, o una quimera (como en el mítico “hombre lobo”, mitad hombre, mitad lobo). Jesús es ambas cosas a la vez, y ambas en su totalidad: consigue unir en un solo proyecto aquello que parecía incompatible.

En Navidad celebramos el nacimiento de Jesús, quien nos muestra un camino de síntesis ante cualquier dualismo excluyente: él es la afirmación de que en el mundo se encuentra la salvación; en lo humano, lo divino; en la acción, la contemplación. Jesús rompe toda división dualista, y su resurrección superará incluso el abismo entre la vida y la muerte. Navidad nos manifiesta que el encuentro del hombre con Dios se realiza en su propia naturaleza, al asumir él su cuerpo, su razón, su sexualidad, y sus sentidos.
Aun así, reconocemos que el dualismo es, seguramente, la herejía que mejor ha arraigado en el pensamiento cristiano occidental. La vida cristiana, a lo largo de los siglos, ha sufrido sus consecuencias, al oponer de nuevo acción vs. contemplación, vida terrena vs. vida del cielo, oración vs. trabajo, gracia vs. pecado, divino vs. humano, sagrado vs. profano, secular vs. religioso. Todas estas dicotomías han nacido de una falsa comprensión de la encarnación, el acontecimiento de salvación que superó para siempre los opuestos.

Reconocemos, también, que en nuestro mundo siguen prevaleciendo antiguos y nuevos antagonismos que nos dividen y nos enfrentan: hombres vs. mujeres, introvertidos vs. extrovertidos, derechas vs. izquierdas, espirituales vs. materiales, etc. Del nacimiento de Jesús aprendemos precisamente a integrar los opuestos, sin rechazar ni excluir, pues la espiritualidad cristiana nacida en Belén nos mueve a abrazar la totalidad de la experiencia humana.

Celebrar la encarnación nos llevará siempre a la proximidad física y a la cercanía con lo distinto, imitando al Dios que se ha personado en la historia humana en Jesús. La Navidad es la gran fiesta en la que reconciliamos las diferencias que parecía imposible superar, y nos unimos al proyecto unificador del Dios hecho carne y hueso.

 

 

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