Hoy, quinto domingo de Cuaresma, leeremos el conocido relato de la resurrección de Lázaro. Es un pasaje en el que ocurre algo curioso: en él aparecen dos rostros, dos dimensiones, de Jesús. Me parece que ambos nos pueden ayudar a vivir con fe y esperanza la situación presente de pandemia.
Por un lado, vemos al Jesús que confía plenamente en su Padre, que no se inmuta, que no se derrumba ante la adversidad, ante la pérdida del amigo querido: es el Jesús que dice a sus discípulos: «Esta enfermedad servirá para la Gloria de Dios», y el que más tarde dice a Marta: «Si crees, verás la Gloria de Dios». Este Jesús nos asegura que las situaciones de máximo dolor, de muerte, pueden ser también ocasiones para que en ellas se manifieste la ternura de Dios.
Por otro lado, vemos a Jesús conmovido, llorando por la muerte del amigo, una imagen a la que no estamos nada acostumbrados. Una imagen más impactante aún, si cabe, por hallarse en el evangelio de Juan, el que suele presentarnos un Jesús más impasible, más en control de todo, más divino (y, a veces, menos humano) que el que nos retratan los evangelios sinópticos.
El primer rostro de Jesús es hoy muy necesario, tal vez más necesario que nunca: nos asegura que toda situación dolorosa, también la actual pandemia, es ocasión para que se manifieste la ternura de Dios. Es una dimensión de Jesús que nos invita a preguntarnos: ¿y cómo puedo yo ayudar a que esta crisis global que estamos viviendo sea también ocasión para que se manifieste la ternura de Dios? Lo sabemos: practicando un “extra” de solidaridad, mostrando nuestra cercanía a los que peor lo están pasando, con llamadas, con mensajes, orando por ellos y por los que los cuidan, colaborando desde casa en todo lo que se pueda (tejiendo mascarillas, donando para que no falte material sanitario, ni alimento, a los sectores y países más vulnerables).
¿Y el segundo “rostro” de Jesús? Este Jesús que llora, humanísimo, por la muerte del amigo, es una imagen que hoy nos puede resultar -paradójicamente- consoladora: nos muestra que tenemos un Dios que comparte con nosotros el dolor, que no nos da la espalda, que entiende lo que es llorar por la pérdida de un ser querido, que ha experimentado exactamente lo mismo que hoy están experimentando miles de personas en todo el mundo. Es, por supuesto, una invitación a unirnos -ni que sea en la oración- con todos aquellos que sufren, como Marta y María, la pérdida de personas amadas.
Esta también es, por supuesto, la historia de una muerte y una resurrección. Me parece que ahí hay otro mensaje para nosotros, en la situación actual. Más allá de la muerte física de personas por causa del Covid19, que es, claro está, el mayor drama de esta crisis, en estas semanas muchas personas están experimentando otro tipo de “muertes”: han muerto nuestras rutinas, nuestras costumbres, nuestros hábitos, nuestros ritmos normales. Todo ha sido radicalmente cambiado por la pandemia. ¿Cómo queremos resucitar? Incluso ahora, cuando en muchos países todavía no se vislumbra el fin de la crisis, cuando en muchos otros está apenas empezando, es bueno que ya comencemos a pensar en cómo queremos salir de ella. ¿Cómo queremos “salir del sepulcro” en el que ahora, por decirlo así, estamos enterrados? Qué cosas queremos que se queden allí, y cómo queremos -sí- que la pandemia nos haga mejores.
¿Tal vez deberíamos pensar en “resucitar”, al final de esta crisis, más pendientes de las personas y menos de las cosas? ¿O más centrados en Dios y en los demás, menos en nosotros mismos? ¿O más preocupados por lo esencial de la vida (la amistad, la salud, el cariño), y menos preocupados por infinidad de asuntos que ahora, de pronto, hemos visto que no eran tan fundamentales ni importantes cómo creíamos hace apenas unas semanas?