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Viernes 8 Diciembre 2023
 


Isaías es, en cierto modo, el profeta del Adviento. Sus textos (que, a pesar de haber sido escritos hace veintiocho siglos, tienen la capacidad de conmovernos como si hubiesen sido redactados ayer) están especialmente presentes en las eucaristías de este tiempo de preparación para la Navidad. Es lógico: mientras nos disponemos a celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz en el pesebre de Belén, leemos al poeta de Israel que con más ahínco soñó con la paz. Algunas de sus páginas e imágenes más inmortales y conocidas son, en efecto, bellísimos cantos en contra de la guerra y a favor de la no-violencia: «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4) (1). O este pasaje, justamente famoso, que no por ser tan conocido deja de asombrarnos: «El lobo convivirá con el cordero; el leopardo se acostará junto al cabrito; el novillo y el león engordarán juntos, y un chiquillo los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se tumbarán juntas; y el león comerá paja como buey. El niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la cueva de la serpiente. Nadie hará mal ni daño alguno en ninguna parte de mi santo monte, porque la tierra estará saturada del conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar» (Is 11,6-9).
 
En este Adviento de 2023, el sueño de paz de Isaías parece muy lejano, incluso más lejano e inalcanzable que hace unos años. El mundo, nos dicen los analistas, se está volviendo un lugar más violento, si lo comparamos con el escenario que teníamos apenas a inicios de siglo. Aparte de decenas de enfrentamientos menores (que, no por ser menores dejan de provocar innumerables víctimas), hay conflictos armados a gran escala en Burkina Faso, en Somalia, en el Sudán, en Yemen, en Myanmar, en Nigeria y en Siria… aparte, obviamente, de la guerra de Ucrania, en el corazón de Europa (que en febrero de 2024 cumplirá dos años, con cientos de miles de militares y más de 10.000 civiles fallecidos hasta la fecha) y la guerra entre Israel y Hamás, que ya acumula cerca de 20.000 víctimas mortales. La Franja de Gaza, paradójicamente, está situada a menos de cien quilómetros de Belén, el lugar del nacimiento del Príncipe de la Paz.
 
¿Qué hacer, ante este panorama? ¿Olvidarnos para siempre de Isaías y sus sueños? ¿Rendirnos a la convicción de que la humanidad jamás podrá erradicar la guerra? ¿Comprender que mientras haya inmensos intereses económicos pendientes de la industria armamentística, jamás se forjarán arados de las espaldas? Es una postura tentadora. Los hechos parecen respaldarla.
 
La alternativa es, por supuesto, reivindicar el sueño pacifista de Isaías como un camino mejor. Afirmar que, ante esta especie de regreso a la guerra que estamos experimentando, Isaías, así como el Evangelio de Jesús (quien afirmará que son dichosos los que trabajan por la paz) son más necesarios que nunca. La alternativa es trabajar desde la posición de cada uno para que estas guerras de hoy sean los últimos coletazos de una humanidad antigua, que algún día desaparecerá, para dar paso a una humanidad nueva, apegada a la paz, fiel a la visión de Isaías, y a la de Jesús.
 
Cada uno de nosotros, desde nuestras actitudes cotidianas, optando a diario por modos no violentos de dirimir los pequeños conflictos en que nos hallemos inmersos, apostando por el diálogo y promoviendo la justicia, podemos trabajar para que esta humanidad nueva no sea una quimera. En Adviento, en este Adviento, no estaría nada mal que pudiésemos redoblar nuestra apuesta por la paz. Al final, no lo dudemos, Isaías tendrá razón.   
 
 
(1) Esta frase, como es bien sabido, está esculpida en un muro en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.


 

Jueves 7 Septiembre 2023
 



En las eucaristías de los dos últimos fines de semana (domingos XXI y XXII del Tiempo Ordinario, en el ciclo A que estamos siguiendo este año) hemos leído el relato del diálogo de Jesús con sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo, según el Evangelio de Mateo (Mt 16,13-27). En dos momentos distintos del pasaje, Jesús se dirige a Pedro con dos frases contrapuestas, dos afirmaciones en las que la segunda parece ser exactamente el reverso de la primera. Cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías y el Hijo del Dios vivo, Jesús exclama: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo!» (16,17). Luego, cuando Pedro reprende a Jesús, diciéndole que no puede ser que él tenga que ser ejecutado, Jesús, después de hablarle con una dureza inusitada, tratándolo de Satanás, añade: «Tú piensas como los hombres, no como Dios» (16,23). Si primero ha dicho que la declaración de fe de Pedro viene de Dios, después Jesús asegura que el intento de Pedro de desviarlo de su misión es un pensamiento netamente humano. El relato, en resumen, nos deja muy claro que hay una forma de pensar propia de los hombres, que se opone a la forma de pensar de Dios.
 
¿En qué consisten estas dos formas de pensar? ¿Cómo piensan «los hombres»? ¿Cómo piensa Dios?
 
Lo podemos deducir a partir del contexto en que estas frases son pronunciadas, y también fijándonos en lo que Jesús dice a continuación: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa la encontrará» (16,25).
 
Pensar como los hombres, pensar humanamente, sin tener en cuenta el Evangelio, es anteponer nuestro bienestar y nuestra comodidad personal a cualquier otra consideración. Es vivir buscando, por encima de todo, nuestra tranquilidad. Es vivir sorteando conflictos, intentando que las angustias y los sufrimientos de los demás no nos salpiquen, evitando los problemas, los peligros y los dolores de cabeza. Es hacer de nuestra seguridad personal el bien absoluto al que aspiramos.
 
Pensar como Dios es comprender que, a veces, en la vida hay que arriesgar nuestro bienestar para conseguir que el mundo se parezca un poco más al reino de Dios. Es entender que, si bien nuestra tranquilidad es importante, hay cosas mucho más importantes: la construcción de un mundo más justo, la creación de entornos de auténtica libertad, de espacios donde quepa todo el mundo, donde no haya sitio para la explotación o el abuso de nadie sobre nadie: las razones, en definitiva, por las que Jesús (que pensaba como Dios, y no como los hombres) decidió ir a Jerusalén a enfrentar el sistema injusto que oprimía a su pueblo, a sabiendas de que allí le esperaba el fracaso.
 
Podemos profundizar un poco más: pensar como los hombres también es ver el mundo como algo ya terminado, ya hecho, que existe para colmar nuestras necesidades. Es concebir el mundo como si fuese un enorme supermercado, con los estantes llenos de productos y recursos bien dispuestos, listos para que yo me los lleve a casa… sin pensar en que, tarde o temprano, el supermercado quedará vacío.
 
Pensar como Dios es entender que el mundo es un proyecto por hacer, que entre todos debemos seguir creando. Es imaginar el mundo como un campo que debe ser cultivado con pericia, amor y dedicación, un campo inmenso que tú y yo podemos continuar sembrando, regando, podando, para que nunca deje de producir alimentos.
 
Pensar como los hombres es ver a los demás como medios para conseguir nuestros fines, y pensar: «De tal persona puedo obtener afecto; de este, en cambio, dinero, pues es rico; de aquel, consejos, pues es sabio; del de más allá recomendaciones, pues está muy bien conectado con gente importante»…
 
Y pensar como Dios es preguntarme: «¿Qué puedo hacer yo por los demás, para que él, ella, el de más allá, vivan mejor, una vida más plena?».
 
En definitiva, pensar como los hombres es tener una mentalidad depredadora; pensar que la realidad existe únicamente para que yo obtenga de ella lo que necesito para lograr mi bienestar. Pensar como Dios es actuar a partir de una mentalidad creadora: ¿qué puedo hacer para enriquecer la realidad que me rodea?
 
Cuando tomamos decisiones, ya sean triviales o, sobre todo, de cierto calado, ¿las tomamos pensado como el Pedro que aseguró que Jesús era el Hijo de Dios… o como el Pedro que se asustó ante la perspectiva de la cruz? ¿Las tomamos pensando como Dios, o como los hombres?


 

Viernes 30 Junio 2023

Seguimos con nuestro comentario de las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo, al que dimos inicio hace unas semanas. Hoy nos detenemos en la segunda, que ahonda en el carácter paradójico del camino de Jesús hacia la felicidad.



Monumento a Fray Antonio de Montesinos, en Santo Domingo: alguien que se conmovió
con el dolor de sus hermanos.
 
«Felices los que sufren, porque serán consolados» (Mt 5,4)
 
¿En qué sentido debemos entender esta afirmación, que aparentemente es un contrasentido absoluto? ¿Cómo puede tener el sufrimiento la llave que abra la puerta de la felicidad? ¿Cómo pueden ser felices los afligidos o los que lloran, según rezan otras traducciones habituales de este versículo al castellano?
 
También aquí es preciso empezar aclarando que sería muy posible llevar a cabo una lectura errónea de esta bienaventuranza, según la cual Jesús estaría glorificando y elogiando el sufrimiento en sí mismo. Alguien podría, entonces, ampararse en este versículo para afirmar que las angustias y las amarguras son buenas, y que, por lo tanto, los cristianos deben desear y buscar proactivamente sus tormentos. Y no es así: Jesús dedicó su vida a aliviar el dolor de los demás, curando enfermos, alimentando a hambrientos, devolviendo la vista a ciegos, y denunciando a los que, con su egoísmo, hacían sufrir a los más débiles… el cristianismo no es una religión masoquista.
 
Y tampoco encaja con el espíritu y el pensamiento de Jesús la posibilidad de que, en esta bienaventuranza, nos esté diciendo que es necesario sufrir aquí, en esta tierra, para después, ser consolados en la otra vida. Afirmar algo como «pásenlo mal en el este mundo, porque de ese modo en el cielo recibirán consuelo» implicaría la imagen de un Dios cruel, que necesita ver primero nuestras lágrimas para, después, abrirle las puertas a quien se haya ganado el cielo a base de padecimientos. No pueden ir por ahí los tiros, cuando, en primer lugar, Jesús nunca abominó de este mundo presente (al contrario, afirmó que «el Reino de Dios ya está entre ustedes», en Lc 17,21) y, en segundo lugar, nos habló de que su Padre, pura misericordia, siempre está deseoso de acogernos, de abrirnos de par en par las puertas de su casa, en la que hay sitio para todo el mundo (Jn 14,2): el cielo no «se gana» a base de tribulaciones.
 
¿Cómo debemos entender, entonces, esta segunda bienaventuranza? Tal vez en el sentido de que en esta vida solo serán verdaderamente felices quienes no sean indiferentes; los que luchen para que no se les endurezca el corazón; los que siempre mantengan viva la capacidad para conmoverse.
 
Ciertamente, si tu corazón es de piedra no sufres, ni lloras nunca: pero tu vida es, entonces, inhumana y vacía. Mejor pasarlo mal porque tienes entrañas de humanidad (que se conmueven ante el dolor de los hermanos), que vivir protegido por una armadura de indiferencia que, sí, te evita el sufrimiento, pero también te impide amar.
 
Los que lloran y los afligidos son los que caminan por el mundo sin armaduras, con la empatía a flor de piel. Al final, esta capacidad por llorar con el que llora nos regalará la certeza (el consuelo) de que no perdimos el tiempo ni desperdiciamos nuestra vida. Lo cual, ciertamente, nos hará dichosos.
 
En esta segunda bienaventuranza Jesús nos previene en contra de la apatía. Es una advertencia más necesaria que nunca, porque hoy, avasallados como estamos por una catarata constante de noticias, muy a menudo trágicas, sería fácil caer en la insensibilidad. Leemos o escuchamos que un marido celoso mató a su mujer, que otra vez se hundió un barco lleno de inmigrantes frente a las costas europeas, que hubo más muertes inocentes en Ucrania, en el Yemen o en el Congo, que en Haití otra tormenta ha dejado el país devastado, que en Irán han ejecutado a alguien que clamaba por la libertad o que en Uganda un homosexual ha sido encarcelado, solo por serlo… y nos encogemos de hombros, sin dar mayor importancia a lo que acabamos de leer o escuchar, y seguimos sorbiendo tranquilamente nuestro café con leche del desayuno, con la mente puesta en otra cosa. Eso sí es infelicidad.


 

Miércoles 21 Junio 2023
 


En la impagable parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37) descubrimos dos urgencias en conflicto. En efecto, el encuentro con el hombre malherido junto al camino confronta a cada uno de los tres personajes que bajan de Jerusalén a Jericó con un dilema: ¿qué urgencia pesa más? ¿La que ellos tienen, de llegar a sus destinos cuanto antes, o la del desconocido que se desangra ante a sus ojos? Los dos primeros, el sacerdote y el levita, deciden (cínicamente) que su urgencia es, por así decirlo, más urgente que la del otro. El samaritano comprende que por mucha prisa que lleve y por muy importante que sea para él llegar adonde se dirige y hacer lo que tenía previsto, ahora la urgencia de atender al desdichado que acaba de encontrarse es prioritaria.
 
También nosotros vivimos el día a día dominados por mil y una urgencias: tenemos que terminar tal o cual proyecto personal o profesional, llegar a la hora a una reunión, acabar unas cuentas, programar la salida del fin de semana, hacer la compra, responder a correos que se nos acumulan en la bandeja, devolver mensajes, llamadas…
 
Y también nosotros, como los tres personajes de la historia, de pronto nos encontramos con hermanos malheridos derrumbados en la cuneta de nuestras biografías: personas que están pasando por una crisis personal, enfermos, gente golpeada por la pobreza y la injusticia, por la angustia o la depresión, por el desamor…
 
Y entonces debemos preguntarnos qué es más urgente: aquello a lo que habíamos pensado dedicar el día, o tratar de hacer lo que esté en nuestra mano para aliviar el dolor de estos hermanos.
 
A menudo, una mirada honesta y compasiva al sufrimiento ajeno pone en perspectiva, y relativiza, nuestras urgencias. No es que de pronto descubramos que eran insignificantes o imaginarias, pero sí que, ante el drama de otras personas, pueden esperar. Y que tal vez no eran tan graves.
 
El buen samaritano, con su capacidad por cambiar sus planes y prestar atención inmediata al malherido, nos muestra el camino de la flexibilidad mental, que es condición y antesala de la misericordia. Dicho de otra manera: con su decisión de posponer sus objetivos para hacerse prójimo de aquel desconocido, el samaritano nos enseña que la rigidez y la inflexibilidad son a menudo un impedimento para que en el mundo florezcan la caridad y la ternura. Las crisis de los demás no pueden programarse: surgen imprevistamente, cuando menos lo esperábamos, como un hombre golpeado en la cuneta de nuestro camino. Solo seremos capaces de darles respuesta si estamos dispuestos a aplazar, una y otra vez, nuestras urgencias.


 

Jueves 4 Mayo 2023

En las próximas semanas y meses iremos publicando breves entradas en este blog comentando, una por una, las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo. Lo haremos sin ningún ánimo de erudición académica, simplemente reaccionando con atención a lo que propone Jesús, tratando de aplicarlo a nuestra vida diaria.




Preámbulo
 
Las Bienaventuranzas que nos regala el Evangelio de Mateo (Mt 5, 1-12) son un texto fundamental de la fe cristiana, y una de las páginas más bellas del Nuevo Testamento. En ellas, Jesús resume de forma magistral su estilo de vida, el estilo de vida que invita a sus seguidores a poner en práctica.
 
El primer gran acierto de las Bienaventuranzas es que en ellas Jesús rehúye el lenguaje moral, o moralista, y no habla del deber de sus seguidores, de aquello que ellos y ellas están obligados a llevar a cabo para ser considerados personas rectas. Y mucho menos prohíbe nada (en la línea de los diez mandamientos del Antiguo Testamento). El uso de órdenes y prohibiciones hubiese convertido las Bienaventuranzas en tu texto legalista y frío, en un nuevo decálogo: tal vez útil y sabio, pero no necesariamente atractivo ni ilusionante. En vez de optar por el lenguaje de la ley, Jesús describe su estilo de vida subrayando lo que, en el fondo, es: un camino hacia la felicidad. Dichosos los que hagan todo esto que les digo, afirma. Dichosos. Y, al expresarse en clave de felicidad, toca una fibra íntima en todo aquel que le escucha. Porque, ¿quién no quiere ser feliz? Asegurando que lo que propone es un itinerario hacia la dicha, Jesús hace que su mensaje llegue a cualquier ser humano, de cualquier época y cultura, apelando a uno de los deseos más universales que existen.
 
Lo que entonces ocurre, por supuesto, es que cuando empezamos a leer nos encontramos con que este camino de Jesús hacia la felicidad es muy paradójico. Enseguida nos damos cuenta de que se trata de un camino sorprendente, audaz, alejado de las fórmulas convencionales en las que nosotros pensaríamos instintivamente si se nos preguntara cómo lograr la dicha. La propuesta de Jesús constituye un camino alternativo, incluso opuesto, al camino que solemos imaginar, desde nuestras categorías y con nuestras luces, cuando meditamos sobre lo que requiere la obtención de la felicidad. Este carácter paradójico de la propuesta de Jesús se pone de manifiesto ya desde la primera bienaventuranza.
 
«Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
 
He aquí una afirmación que, mal entendida, se presta a una peligrosa demagogia: alguien sin demasiados escrúpulos podría ampararse en esta primera bienaventuranza para elogiar la pobreza material, y podría terminar diciendo que la miseria santifica y que pasar hambre hace feliz a la persona, algo que cualquier hambriento desmentiría con los ojos cerrados. No: Jesús (que, en la línea de todos los profetas del Antiguo Testamento, denunció la desigualdad económica y el abuso de ricos y poderosos sobre el pueblo explotado) no está alabando la miseria (porque no hay nada elogiable en ella).
 
Lo que Jesús dice, cuando afirma que serán dichosos los pobres en el espíritu, es, en primer lugar, que será feliz aquella persona que en su interior, en lo más hondo de sí misma, se sienta pobre, es decir, necesitada de los demás, y de Dios. Esta primera bienaventuranza es fundamentalmente un aviso muy serio en contra de la autosuficiencia. La arrogancia de quien se cree rico, en el sentido de no precisar nada de nadie, es un camino seguro hacia la amargura, por el sencillo hecho de que es mentira: todos necesitamos a los demás, y cuanto antes lo reconozcamos, mejor.
 
«Porque de ellos es el reino de los cielos». Claro: solamente personas conscientes de su fragilidad, de su vulnerabilidad, de necesitar el apoyo, el calor, la ternura, el consuelo, la compañía y la amistad de los demás podrán vivir en el reino de Dios, el “lugar” donde reinan los valores del evangelio. Los prepotentes y pagados de sí mismos, los narcisistas incapaces de reconocer que otras personas pueden enseñarles algo útil, los que ven a la otra gente como una carga y no como una riqueza, no sabrán (no podrán) vivir en un reino fundado en la fraternidad.
 
Y sí, esta bienaventuranza también tiene una dimensión económica. Porque es lógico pensar que los pobres en el espíritu también son quienes han hecho una opción por un estilo de vida sobrio. Han entendido que, en la vida, la verdadera riqueza son los demás, las amistades que podamos forjar con ellos… y, entonces, han relativizado la importancia de todo lo material. Han comprendido que se puede vivir con menos, han captado el peligro de idolatrar al dinero, y en consecuencia practican una sana austeridad, la austeridad responsable de quien entiende que los recursos del mundo son limitados, y que, en nuestra aldea global, el lujo de unos cuantos se paga con la miseria de la mayoría.


 

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