Llama la atención en el evangelio de Marcos esta frase de Jesús, que parece limitar o condicionar el perdón de Dios a nuestra capacidad de perdonar. Otros evangelistas (Mateo y Lucas) han incorporado este dicho de Jesús a la famosa oración del Padrenuestro, que repetimos a diario: “perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6, 12; Lc. 11, 4).
Por otro lado, el mismo Jesús, cuando habla en otras ocasiones de la capacidad de perdonar de Dios, lo hace apoyándose en imágenes y parábolas que parecen indicar todo lo contrario, como por ejemplo en el dicho “Vuestro Padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45). Las parábolas del Hijo Pródigo o de la Oveja Perdida, entre otras muchas, también apoyarían esa idea de un Dios que no entiende de proporciones ni de justicia cuando se trata de ejercer la misericordia y el perdón.
Entonces, ¿por qué esa petición de Jesús de que seamos nosotros los que perdonemos primero? Pues porque el perdón es un arte en el que hay que ejercitarse, y que solamente se aprende practicándolo. Y Jesús indica a sus discípulos la fórmula para capacitarnos en este arte de perdonar: Quien no aprenda a perdonar, a vivir sin rencor, a soltar el fardo pesado del odio y de los deseos de venganza y de justicia, tampoco sabrá aceptar ni recibir el perdón de los demás, y mucho menos el de Dios.
Porque no solo hay que aprender a perdonar, sino también a ser perdonados. En definitiva, quien no sabe perdonar, tampoco sabe ser perdonado. El perdón del que habla Jesús siempre es gratuito, ya que no es proporcional al agravio cometido, ni tampoco es merecido porque uno se lo haya ganado a través de algún tipo de restitución o pago. El perdón se otorga libremente, cuando elegimos vivir una vida sin cuentas pendientes con los demás.
Rezando el Padrenuestro, cada día repetimos las palabras de Jesús, que nos enseña un arte que él llegó a dominar: el arte del perdón, y que llevó a su perfección en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que se hacen” (Lc. 23, 34).