A menudo el tono de un mensaje dice más acerca de su emisor que el mismo contenido que el mensaje comunica. Es más: a menudo, el tono es el mensaje, casi por encima de su substancia.
Fijar nuestra atención en el tono—el estilo—con el que nos comunicamos nunca es un ejercicio superfluo, ni significa que estemos evitando debatir o enfrentar las cuestiones de fondo, porque el tono es un aspecto importantísimo del proceso comunicativo. Escoger el tono equivocado puede arruinar un intercambio de información o de pareceres, del mismo modo que acertar en el tono adecuado para exponer una opinión puede posibilitar la articulación de los mensajes más difíciles y que más oposición podrían generar por parte de sus destinatarios.
De hecho, como receptores captamos primero el tono, antes que la substancia de lo que se nos dice, y al terminar el intercambio comunicativo recordamos el tono tanto o más que dicha substancia, porque el tono es el que ha alcanzado nuestras emociones (y en gran medida ha determinado nuestra reacción, ya sea positiva o negativa, de adhesión o rechazo a lo expuesto). Las emociones experimentadas mientras escuchamos o leemos el mensaje, en efecto, suelen impactarnos más que el estímulo puramente intelectual provocado por las ideas planteadas, y suelen permanecer en nosotros más tiempo. Al final, pues, la substancia comunicada puede incluso perderse o quedar diluida, olvidada e ineficiente, entre esta captación del tono previa a la asimilación del mensaje y el recuerdo del tono posterior a su recepción.
El tono, además, es fundamentalmente inseparable del contenido que expresa, pues hay tonos que imposibilitan ciertos contenidos: un tono nervioso no servirá para acompañar una llamada a la serenidad, un tono agresivo y altanero difícilmente podrá vehicular un mensaje empático, un tono angustiado no sabrá transmitir un contenido esperanzado, y una exhortación a la paz no puede entregarse en un tono crispado… del mismo modo que será muy difícil usar un tono jovial para transmitir un reproche o un tono conciliador para destacar antagonismos, un tono disgustado para hablar de la alegría o un tono jocoso para conversar sobre la violencia. Hay tonos que, simple y llanamente, obstaculizan el proceso de transmisión de los contenidos que se quiere comunicar.
El tono que usemos será especialmente importante cuando queramos compartir ideas y consideraciones sobre la fe y sobre nuestra espiritualidad, por tratarse de realidades donde la subjetividad y la experiencia personal de quien habla tienen mucha relevancia, a la vez que son temas que tocan una dimensión muy íntima de los que escuchan el mensaje.
Hemos hecho este largo preámbulo para hablar del pontificado de Francisco. Algunos críticos, hablando desde su deseo de que haya reformas significativas en la Iglesia y movidos por la frustración ante la ausencia de tales reformas, reprochan al papa que únicamente esté cambiando el tono del discurso eclesiástico: con eso quieren decir que reconocen una novedad en el estilo de Francisco, admiten que su discurso ha perdido el acento severo, moralizante, altivo, incluso prepotente que a menudo había caracterizado al magisterio, hasta hace poco tiempo… pero aseguran que este cambio no cambia nada, pues no perciben transformación alguna en la sustancia de lo que el papa anuncia. Es la misma letra con otra música, algunos han dicho: la melodía es más moderna, pero las palabras son “las de siempre”.
Si consideramos lo planteado en los párrafos precedentes nos daremos cuenta de que estas críticas olvidan que, en realidad, un cambio de tono ya es, en gran medida, un cambio de sustancia. Nos parece que Francisco sabe muy bien lo que hace: si logra que la afabilidad, la humildad y la sencillez se impongan como el nuevo tono con el que la Iglesia se expresa y hace oír su voz, ciertos contenidos ya no se podrán transmitir o tendrán que ser necesaria y profundamente repensados. Su tono dialogante y no autoritario no solamente dibuja un nuevo perfil de la Iglesia, con un énfasis—decisivo—en la misericordia, la comprensión y la alegría: también frena y desautoriza una interpretación rigorista, tajante, cerrada e inflexible de las verdades de la fe.
Si es cierto que el tono ya es parte del mensaje, la conclusión es que Francisco sí está diciendo cosas nuevas. Usando un tono nuevo abre las puertas a nuevos contenidos, muy consciente, nos atreveríamos a sugerir, de que la consecuencia inevitable de cambiar de tono es el descubrimiento de una nueva luz que impacta necesariamente la vivencia de la fe.
Obviamente, queda por decir lo más importante: que Francisco, al usar el estilo de la ternura y la cercanía, al preferir el tono y el lenguaje de la misericordia, no está haciendo otra cosa que recuperar el tono del mismísimo Jesús. El “nuevo” estilo de este papa no es sino un regreso a lo más propio del evangelio; a la voz que una y otra vez animaba a las personas a levantarse, a descubrir que su propia fe les había salvado, la voz que le dijo a la mujer “tampoco yo te condeno” y a los discípulos “os llamo amigos”. El “nuevo” estilo de Francisco es, sencillamente, un retorno y una puerta abierta de par en par hacia lo más auténtico y verdadero del mensaje cristiano... que quizá, el magisterio había ido olvidando a base de favorecer un tono grandilocuente, abstracto, grave, defensivo y enfadado para hablar de las cosas de Dios.