En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada Maria, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.» Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
La Historia de Marta y María ha sido asociada, a través de la historia, a la dicotomía entre oración y acción, así como a la distinción del mundo religioso entre vida contemplativa y vida activa. Una interpretación distinta sería que Marta es el prototipo de mujer y María el prototipo de discípulo, al menos según los prototipos de hace 2.000 años.
Marta se dedicaba a todo aquello que, aún en muchas culturas, es el rol femenino: cocinar, limpiar y atender todo lo referente al hogar. María hizo lo que nadie esperaba de una mujer: sentarse a los pies del maestro, es decir, ser discípula. Y Jesús hizo lo que ningún maestro hacía: tener mujeres discípulas. “Marta, Marta”, exclama Jesús, “María ha elegido la mejor parte”.
Marta no ha sido capaz de salir de las ataduras de una sociedad patriarcal en el que su rol era secundario. Se conforma, aunque sea quejándose, con su papel de servidora. Marta se empequeñece por el peso de una cultura machista mientras que María se atreve a asumir una misión.
Ojalá que las Martas que todos llevamos dentro, quejosas, empequeñecidas, den paso a Marías valientes, desafiantes, conscientes de su valía, de su potencial y de su misión.