Pasa con algunos pasajes de la Escritura que, a base de proclamarlos una y otra vez, se convierten en moralejas que tienden a simplificar o incluso eclipsar su sentido histórico y, por ende, original.
Así sucede con la historia del Buen Samaritano, que se ha convertido para muchos en expresión popular refiriéndose a la persona que desinteresadamente ayuda a un desconocido.
Aunque es cierto que la parábola nos habla del valor desinteresado de la solidaridad ante la persona necesitada que encontramos en nuestro camino, la simplificación popular borra el contraste provocador del texto.
Recordemos que el contexto de la parábola es la pregunta de cómo obtener la vida eterna. La respuesta es “a través del amor a Dios y al prójimo”. Cuestionado Jesús por quién es el prójimo, nos narra la historia ya conocida.
Si intentamos sacudirnos toda una historia de moralización, veremos que al lector de hace 2000 años la parábola debía sonarle así: un hombre es asaltado y dejado medio muerto al lado del camino que va de Jerusalén a Jericó. Por ese mismo camino pasan un sacerdote y un levita, dos personas vinculadas estrechamente al culto en el templo. A ellos se les supone, por esta vinculación, el amor a Dios. Sin embargo, son incapaces de demostrar el amor al prójimo. El Samaritano, en cambio, era la personificación de los que no amaban a Yahveh, ya que no adoraban en el templo de Jerusalén sino en la montaña sagrada de Garizim; aun así, este “infiel” sí es capaz de amar al prójimo.
El contraste es fuerte, y la lección también. El amor a Dios no se demuestra sólo con acciones litúrgicas religiosas y cultuales, sino también a través de acciones concretas a favor del prójimo. Lo primero puede servir como motivador, como acicate, pero si no lleva lo segundo está vacío de contenido y de sentido.
El mandato de Jesús al final de la parábola es claro. Habla del samaritano infiel, pero solidario, y dice: ¡ve y haz tú lo mismo!