Hoy, día de Navidad, los creyentes no sólo recordamos el hecho histórico del nacimiento de Jesús, hace 2016 años. También celebramos que Dios, que con aquel nacimiento quiso llegar a nuestro encuentro de una forma nueva, sigue presente entre nosotros. Celebramos hoy la fiesta de la cercanía de Dios: Dios quiere, como quiso en Belén, estar a nuestro lado, acompañarnos, ser uno de nosotros, alentarnos, consolarnos, ayudarnos, darnos una vida de plenitud…
Y sin embargo, en la hermosa lectura de Lucas que escuchamos en la misa de medianoche (Lc 2,1-14) hay una frase inquietante, que casi podría parecer un detalle sin importancia —pero no lo es, y sí la tiene: «Le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada». No hubo lugar para ellos en la posada.
Jesús no nació en un establo porque a José y a María les encantaran los bueyes y los burros; ni para que siglos después nosotros pudiéramos montar un bonito pesebre en nuestras casas cada diciembre, con sus casitas, un río de papel de plata, un poco de musgo representado un prado y el establo en medio de todo; Jesús nació en un establo porque no hubo nadie que quisiera abrir las puertas de su casa a sus padres.
En medio de la alegría de este día, es bueno prestar atención a este detalle… y ya que no estamos recordando sólo un hecho histórico de hace veinte siglos, sino celebrando la relación viva, hoy, de Dios con nosotros, debemos preguntarnos muy seriamente si también nosotros, a veces, no le cerramos nuestras puertas.
Lo hacemos cada vez que se las cerramos a un necesitado. Y cada vez que excluimos a Dios de nuestros pensamientos y de nuestra toma de decisiones. Y cuando hacemos oídos sordos a una frase exigente de su evangelio. Y cuando se nos acerca alguien con problemas y nosotros miramos hacia el otro lado. Y cada vez que desalojamos a Dios de nuestro corazón…
Celebrar de verdad la Navidad es decir que sí a la venida del Señor, y decir que queremos, de verdad, acoger la presencia de Jesús en nuestras vidas. Celebrar de verdad la Navidad, por supuesto, también significa que estamos a gusto con un Dios que se hace humilde, frágil y pequeño… que renunciamos a toda arrogancia, a sueños de grandeza… y que estamos a gusto con un Dios que es príncipe de la paz, y que renunciamos de una vez por todas a cualquier forma de violencia.
Celebremos, ¡por supuesto!, el nacimiento de Jesús... entendiendo que, hoy, la idea es darle posada.