Hace unos días reparé, por casualidad, en una minúscula pintada, hecha con lápiz, en un ladrillo del muro exterior de una escuela en el barrio El Pesebre de Bogotá: la frase estaba escrita con letra menuda, claramente infantil, pero se leía sin dificultad: «Mi vida a nadie le importa». Y debajo de las letras, ocupando toda la altura del ladrillo, más o menos debajo de la palabra nadie, el dibujo sencillo de unos ojos vertiendo lágrimas por encima de una boca triste, en forma de U invertida. Saqué una foto del pequeño grafiti.
Jamás sabré quien fue el autor o autora de la pintada, que con el paso del tiempo, o después de las primeras lluvias que caigan sobre la ciudad, quedará borrada. Pero no es difícil imaginar la escena: el niño o la niña, pongámosle ocho o nueve años, sale con ojos afligidos de su clase, al terminar el día escolar. Los compañeros se marchan, cada uno a su casa. Ella (imaginemos que es niña) queda sola en la calle; la pena la domina, quién sabe qué tristezas y zozobras empañan su alegría. Y entonces, antes de seguir con paso lento y ensimismado hacia su hogar (donde tal vez viven las razones de su congoja), se detiene. Ha tenido una ocurrencia. Mira arriba y abajo: nadie. Saca con decisión un lápiz de su mochila escolar y escribe su lacónico mensaje en la pared: mi vida a nadie le importa. Completa la frase con el garabato de una cara que llora. Quizá al terminar contempla durante unos segundos su obra –su grito, luego guarda el lápiz y se marcha. Tal vez un poco aliviada.
Me impresionan el gesto y el mensaje.
En primer lugar, el gesto: dejar escrita la rabia en un muro obedece sin duda a que a la autora del grafiti sintió, por lo menos en aquel momento, que la pared era su única interlocutora: es decir, que no tenía a nadie de carne y hueso con quien compartir sus penas. A la vez, dejar constancia de su frustración en una pared del barrio era una forma de hacer oír su voz: alguien me leerá, debió pensar la niña. Que la pintada no lleve firma y que nadie sepa que fui yo quien la escribió es lo de menos: alguien me leerá y sabrá que aquí hay alguien cuya vida a nadie importa.
Y me impresiona el mensaje, que resume en seis palabras un drama que es, por supuesto, el drama de mucha gente: el peso de la propia irrelevancia; sentir que no importas a nadie. Ni a los padres (¿ausentes?), ni a otros familiares, ni a los amigos, ni a los maestros…
¿Es cierto que la vida de esta niña no importa a nadie? No lo sé. Sí sé que así lo siente ella. Y sí es cierto que su pintada, que es lamento, grito y queja a la vez, condensa a la perfección la expresión de un anhelo humano fundamental, que haríamos muy bien de no olvidar ni perder nunca de vista: el anhelo legítimo de relevancia, de importar a alguien, de no ser tratados por los demás como un cero a la izquierda.
La protesta anónima de esta niña ayuda a comprender que pocas cosas son tan significativas, en nuestra relación con los demás, como comunicar a los otros lo mucho que nos importan. No se trata de ofrecer, artificialmente, declaraciones forzadas de amor; pero entre esto y no decirnos nunca que nos queremos, mejor pecar por exceso que por defecto. Reconozcamos, con humildad, nuestra necesidad de ser queridos. No seamos avaros en nuestras manifestaciones de cariño. No cuestan nada, y sin embargo, pueden transformar vidas.