Todos estos casos, siendo muy diferentes entre ellos (cada uno con su complejidad particular), ejemplifican algo similar: cómo, ante asuntos de mucha trascendencia, las sociedades que los enfrentan no favorecen con claridad una u otra opción. Ni los defensores y detractores de Trump, ni los del Brexit, ni los de los acuerdos de paz en Colombia, ni los de la independencia catalana pueden alardear de contar con una evidente e inapelable mayoría social. En cada caso, la alternativa vencedora se impone con un apoyo apenas superior al que tiene su contraria. Además, los casos citados tienen en común que las cuestiones en liza generan una extraordinaria pasión, de modo que los que apoyan y los que rechazan una u otra opción no quieren ni oír hablar de una solución de compromiso con el adversario, pues la postura contraria les parece intolerable. Vivimos en un mundo polarizado.
Nos parece que, en este contexto, hay una voz que se hace imprescindible: la voz de lo que podemos llamar las «terceras vías» (tomando prestado el lenguaje que se ha usado en economía para identificar a los que proponen un sistema intermedio entre el capitalismo y el comunismo), o vías intermedias.
A menudo, en medio de conflictos enconados que sacuden una sociedad surgen personas y grupos que rehúyen el discurso demasiado simplista de las dos partes enfrentadas e intentan elaborar un argumento diferente, original, que no se puede encasillar en ninguno de los dos bandos. Es la vía intermedia, o tercera vía. Estas suelen ser minoritarias e impopulares, precisamente porque quienes las defienden quieren tener en cuenta la complejidad de las situaciones y todos sus matices, para los que los demás no tienen tiempo ni, en verdad, interés. Los conflictos (sociales, políticos, religiosos…) suelen alimentarse de planteamientos más bien esquemáticos, poco amigos de la reflexión ponderada que proponen las terceras vías. Sería útil, aquí, recordar las advertencias del antropólogo René Girard sobre cómo actúan normalmente las multitudes: con impaciencia, sin atención al detalle y haciendo caricaturas fáciles de sus adversarios. Son actitudes que dificultan el diálogo y alimentan el nacimiento de tendencias populistas, las cuales a su vez pueden abrir las puertas a la violencia.
Una tercera vía raramente se expresará a través de grandes concentraciones en la calle: marginal, es a menudo menospreciada por las corrientes de opinión mayoritarias, que en el fondo la perciben como una amenaza a sus planteamientos. Muchas veces, al fin, la voz de la tercera vía cae en el olvido. Y sin embargo, es más que probable que en ella residiese la mejor propuesta de futuro.
Quien aboga por una tercera vía puede ser tan radical, vigoroso y apasionado como quien defiende posturas más extremistas: «tercera vía» no significa en absoluto tibieza, sino voluntad de pensar en profundidad, de dialogar siempre, de tener en cuenta todos los aspectos del conflicto y de no querer construir un argumento, atractivo en su simplicidad, pero falso a causa de ella.
Muchos representantes históricos de las terceras vías han pagado un precio altísimo por su compromiso con la realidad y por negarse a caer en simplismos populistas y a veces violentos, terminando a menudo rechazados por todos: y no debería sorprendernos que a veces hayan sido elementos fanáticos de su teórico propio «bando» los que han eliminado a quien proponía la tercera vía. El siglo XX nos dio claros ejemplos de este fenómeno: desde el socialismo pacifista e internacionalista de Jean Jaurès, quien sería asesinado en París por un patriota francés el mismo día en que estalló la Primera Guerra Mundial, hasta los casos más conocidos de Gandhi, asesinado por un fanático hindú que no aceptaba la postura abierta del padre de la independencia India hacia los musulmanes, o Yitzhak Rabin, asesinado por un israelí que se oponía a los intentos de su primer ministro por abrir caminos de paz con los palestinos.
Desde una perspectiva cristiana, ¿hasta qué punto no sería también legítimo considerar a Jesús de Nazaret como representante de una tercera vía en medio del conflicto político y social que a él le tocó vivir? No se casó ni con los poderosos saduceos que gobernaban Jerusalén y colaboraban con Roma, con quienes fue crítico, ni con los nacionalistas fanáticos que abogaban por la rebelión violenta contra el Imperio. Y, sin duda, incomodó a todos con su mensaje, libre de alianzas ideológicas, capaz de decir de un centurión romano que «ni en Israel he encontrado tanta fe» (Lc 7,9) y capaz, a la vez, de enfrentarse a la misma Roma al afirmar, ante el gobernador que lo estaba juzgando, que «no tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 19,11). Su mensaje novedoso, exigente con todos pero abierto también a todo tipo de persona, fue incomprendido por la mayoría. Y a unos y a otros les interesó quitarlo de en medio.
Optar con determinación por la vía intermedia que trate de corregir, mediante el diálogo, la polarización de la sociedad en que uno vive puede ser muy peligroso. Y sin embargo, en nuestro mundo de hoy, tan inclinado a la simplificación, que crea extremos en apariencia irreconciliables, la voz de los que aboguen estas terceras vías es, nos da la impresión, imprescindible. Acaso más que nunca.