Reconozcámoslo: simplificar la realidad puede ser muy tentador. El relato del simplista es fácil de entender; sus protagonistas son planos (o muy buenos o muy malos); sus motivaciones burdas; sus respuestas previsibles; sus argumentos superficiales. En consecuencia, en un mundo simplificado es muy sencillo escoger bandos y distinguir entre amigos y adversarios, entre verdad y error, entre el bien y el mal.
Matizar, por otro lado, nos exige tiempo (¿y quién dispone de tiempo, en nuestro mundo del ajetreo?); implica escuchar al que no piensa como nosotros para entender el origen y los entresijos de sus razones (¡qué horror!, dirá el simplista); requiere que nos detengamos a examinar la historia de los procesos sobre los que queremos formarnos una opinión (¡qué pereza!, añadirá); y, sobre todo, cuando empezamos a matizar podemos encontrarnos con sorpresas desagradables: descubrir, por ejemplo, que “los nuestros” no siempre han sido perfectos y que “los otros” no siempre se equivocaban… y así, por culpa del matiz, el relato en blanco y negro puede quedar muy tocado, y eso nos asusta. El matiz, y esa es su esencia, nos revela una realidad llena de ambigüedades y ambivalencias.
La cuestión, por supuesto, es que un mundo simplificado, por muy agradable que sea, siempre será una mera caricatura del mundo real. La visión de quien nunca matiza puede ofrecer una semblanza de comodidad, pero es una visión miope; y a la postre, ignorar los matices de las cosas siempre será un intento, inevitablemente traicionero, de reducir fenómenos complejos a nuestra conveniencia. Nos guste o no, la vida es compleja, y el matiz, por lo tanto, imprescindible.
Sin él, tenemos muchas posibilidades de caer en la ignorancia: el matiz nos vacuna contra el fanatismo. Además, una sociedad que deja de matizar y se enferma de superficialidad pronto descubrirá que carece de las herramientas necesarias para enfrentar sus retos, porque ningún problema serio se resolverá jamás a base de negar su complejidad.
Matizar, por lo tanto, no es una opción: es una obligación. Y lo es, en especial, para quienes ocupan cargos de responsabilidad en la dirección de la sociedad. Tener una clase política simplista es de lo peor que le puede pasar a un país, y el triste espectáculo de presidentes que juegan a gobernar a golpe de tweet es un escarnio para sus ciudadanos. Hoy, por desgracia, la lista de países guiados por clases políticas que desprecian el matiz parece aumentar, en vez de disminuir.
En este contexto, nos parece de vital importancia reivindicar el matiz. Necesitamos un apasionado elogio del arte de matizar: sí, un elogio encendido de este arte fastidioso, pasado de moda, aburrido, cansino, incómodo… e imprescindible, sin el que volveríamos a la edad de piedra, o a la Inquisición. El deseo de matizar nunca distinguió a nuestros antepasados de las cavernas, ni tampoco a los fanatizados y miopes defensores de la ortodoxia.