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TOMÁS: LA AMBIVALENCIA DEL “MELLIZO” (II)

Martes 5 Junio 2018



Nos referimos en un anterior escrito a la valentía de Tomás en el evangelio de Juan (“Tomás: La valiente necesidad de la experiencia”), así como a su modernidad en tanto que se muestra necesitado de tener “experiencia” del Resucitado (de hecho, hay quien le ha considerado por ello “patrono de la Ilustración”[1]). Intentaremos ahora centrarnos en el significado de su nombre. ¿Por qué el autor de este evangelio insiste cada vez que aparece nuestro personaje en aclarar que “Tomás” significa “mellizo” (en griego, “dídimo”)?. ¡Lo hace hasta en cuatro ocasiones!
 
Una primera aproximación nos llevaría a considerar la ambivalencia del personaje –en el mundo romano, el dios Janus Geminus (“gemelo”) era representado con dos caras. Tomás se mueve en dicha ambivalencia, con un polo positivo y otro negativo, en todos los pasajes en que aparece:
 
- Jn 11,7-16: En el contexto de la muerte de Lázaro, cuando Jesús propone subir a Judea, por un lado a Tomás le puede la fuerza del compañerismo, y no duda en proponer subir a Jerusalén -como un “doble” del propio Señor- para acompañarle hasta la muerte: “vamos también nosotros a morir con Él” (v. 16). Pero por otro lado no ve que haya nada más allá: la muerte es el final. 

-Jn 14,1-6: En el contexto de la última cena, cuando Jesús dice a sus discípulos que ya saben el camino a donde va, Tomás manifiesta no saber dónde se dirige (v. 5): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (de hecho está siguiendo lo afirmado por Pedro - de quien ahora parece ser un “doble”- poco antes, en 13,36: “Señor ¿adónde vas?”). Tomás sigue con su falta de fe en la resurrección. Pero, aunque es cierto que no entiende qué quiere decir Jesús -en eso no se diferencia de los demás-, a diferencia de ellos, se atreve a preguntar, y con esa pregunta posibilita una de las intervenciones de Jesús en términos –divinos- de “yo soy”: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (v. 6). 

-Jn 20,24-29: En el contexto de la aparición del Resucitado a sus discípulos, Tomás, en su pasaje más conocido, sigue con su falta de fe en la resurrección -no falta de fe en el Señor, precisemos; en todo caso falta de fe en el testimonio de sus compañeros-, pero de manera inmediata, sin titubear, manifiesta la divinidad de Jesús: es el único personaje que lo afirma en todo el evangelio de Juan, al decir “Señor mío y Dios mío” (v. 28). 

-Jn 21, 2-14: En el último capítulo del evangelio, y última aparición del Resucitado –capítulo que sin duda no figuraba en una primera redacción del mismo-, Tomás se encuentra entre el grupo de los siete discípulos que tras la resurrección de Jesús ponen de manifiesto no haber acabado de comprender el mensaje: se vuelven atrás a su antiguo oficio de pescar (una vez más sigue a Pedro en su cerrazón, como hemos dicho al referirnos a Jn 14,5). Pero por otra parte, en positivo, ese grupito es el que manifiesta iniciativa, y además con una incipiente visión universal del mensaje del Señor, reflejada en el número siete, símbolo de universalidad (aunque de Tomás se nos recuerda que es también “uno de los Doce”, algo que en Juan sólo se afirma asimismo de Judas, en Jn 6,71, con una connotación más que probablemente negativa en ambos casos). Recordemos finalmente, también en positivo, que uno de esos siete es el “discípulo amado” de Jesús, ese personaje tan sugestivo y enigmático a un tiempo. 
 
Como vemos, Tomás es el personaje que se mueve siempre en la ambivalencia, con valores positivos –valentía, adhesión a la persona de Jesús, capacidad de decir lo que piensa y tomar iniciativas- a la vez que se muestra su falta de comprensión, específicamente su falta de creencia en la resurrección: cree en el Jesús terreno, en el hombre; hasta que no le vea Resucitado no creerá (de hecho, al final, a pesar de haber manifestado que le hacía falta tocar para creer, le bastará con verle).
 
Una vez más, qué cercano se nos hace este discípulo: ¿No estamos nosotros siempre, los que queremos seguir a Jesús, en esa tensión entre nuestra adhesión a Él, y nuestra falta de comprensión en la práctica –debido a nuestros miedos, inseguridades, y tantas otras cosas- de todo aquello que ser amigo de Jesús implica? ¿No nos aferramos a lo material como si no hubiera otra vida –al mejor estilo de Tomás?
 
Incluso para toda persona, creyente o no, ¿no nos sentiríamos identificados con este Tomás, vital, animoso, que a veces habla sin haberlo pensado demasiado, pero que duda, en su individualidad diferenciada de los demás? En el mundo de hoy si algo se valora es la manifestación de la propia personalidad, característica que unida a la amistad configuran dos valores con los que se identificarían la mayoría de nuestros contemporáneos en el mundo occidental. La existencia de un personaje como Tomás en el evangelio, nos anima en los momentos en que la tensión interior propia de la ambivalencia que llevamos siempre con nosotros -en mayor o menor medida-, tiende a hacerse insoportable.
 
Esperamos haber señalado nuevos matices de este rico personaje evangélico (ya decíamos en nuestra anterior entrega que no se trata para nada de un personaje “plano”). Pero, ¿podemos entresacar algo más de su ser “mellizo”? A ello pensamos dedicar una tercera y última entrega.

 
 
[1] Cf. Jaroslav Pelikan, Jesús a través de los siglos. Su lugar en la historia de la cultura. Herder, Barcelona, 1989, p. 248.

 

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