El bautismo de Jesús es uno de los acontecimientos más importantes en su vida. Su fiesta, una semana después de la Epifanía, que celebramos este domingo, a veces pasa de puntillas por en medio de las demás celebraciones navideñas, siendo quizás una de las fiestas menos valoradas del calendario litúrgico.
Podría verse como un episodio más, cuando en realidad fue quizás el evento fundamental de su vida, el momento en que asume su misión y comienza su ministerio público, probablemente aún sin conocer el alcance y la importancia de su decisión. La cultura popular nos hace creer, sin embargo, que muy temprano en su vida, casi al nacer, Jesús estaría dotado de la capacidad de conocer de antemano los acontecimientos que iban a suceder durante su vida. Por lo tanto, sabía que iba a ser bautizado por Juan en el río Jordán, y que conocía su misión e identidad. Si así entendemos la autopercepción de Jesús, su bautismo pierde significado.
En el fondo, es necesario creer que en el bautismo de Jesús no hubo una decisión racional y consciente, pero que de alguna manera fue predeterminada. Creer que Jesús no tuvo la opción de tener dudas durante su vida, antes y después de su bautismo, proviene del temor de comprometer su divinidad, haciéndolo demasiado como uno de nosotros. Es por eso por lo que, a pesar del hecho de su nacimiento humilde y simple, lo hemos convertido en un superhombre, dotado de poderes sobrehumanos, en este caso el poder de la omnisciencia, incluso desde su nacimiento. El problema es que, en el esfuerzo por evitar comprometer la divinidad de Jesús, corremos el riesgo de cuestionar su plena humanidad.
Debemos vigilar con las características sobrehumanas que a menudo atribuimos a Jesús para proteger su divinidad. De hecho, cuanto más especial y sobrehumano lo hacemos, menos humano se vuelve. En este proceso de “sobre-humanizar” a Jesús, perdemos la clave y el elemento trascendental de la Encarnación y, por lo tanto, de nuestra fe: Jesús es una persona como todos nosotros, nada más y nada menos.
Es cierto que también es Dios, pero la divinidad de Jesús no proviene de supuestos poderes sobrehumanos sino de su capacidad de abrirse completamente a la voluntad de Dios, por su capacidad radical de amar y entregarse a los demás. Esta es la mayor paradoja de nuestra fe, de la fe en Dios hecho hombre: cuanto más humanos seamos, más libres seremos para amar y, en cierto modo, más divinos seremos.
En resumen: si en este anhelo de hacer a Jesús sobrehumano creemos que desde muy joven sabía de su papel mesiánico, su vida y su fatídico final, entonces su bautismo es obviamente irrelevante.
La experiencia de Jesús en el Jordán no es solo otro episodio preestablecido y conocido por él; es la experiencia fundamental de su vida. En su bautismo, Jesús toma la decisión de dedicar su existencia a la liberación de los demás, y se reconoce a sí mismo como el Mesías. La parte crucial del bautismo es que Jesús cambia la expectativa mesiánica tradicional caracterizada como un Mesías victorioso, poderoso, exclusivista, político y religioso a un Mesías universal centrado en los pobres y basado en la compasión y la tolerancia, no solo política, sino por la liberación integral de la persona como sujeto histórico, social, religioso, cultural y psicológico.
Desde el momento de su bautismo, a través del llamado a sus discípulos y durante todo su ministerio público, la misión de Jesús solo está tratando de transmitir a los demás y a nosotros qué tipo de Mesías es y cómo podemos imitarlo. Al final, el intento le costará la vida, pero también nos permitirá seguirlo.