Seguimos con nuestro comentario de las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo, al que dimos inicio hace unas semanas. Hoy nos detenemos en la segunda, que ahonda en el carácter paradójico del camino de Jesús hacia la felicidad.
con el dolor de sus hermanos.
¿En qué sentido debemos entender esta afirmación, que aparentemente es un contrasentido absoluto? ¿Cómo puede tener el sufrimiento la llave que abra la puerta de la felicidad? ¿Cómo pueden ser felices los afligidos o los que lloran, según rezan otras traducciones habituales de este versículo al castellano?
También aquí es preciso empezar aclarando que sería muy posible llevar a cabo una lectura errónea de esta bienaventuranza, según la cual Jesús estaría glorificando y elogiando el sufrimiento en sí mismo. Alguien podría, entonces, ampararse en este versículo para afirmar que las angustias y las amarguras son buenas, y que, por lo tanto, los cristianos deben desear y buscar proactivamente sus tormentos. Y no es así: Jesús dedicó su vida a aliviar el dolor de los demás, curando enfermos, alimentando a hambrientos, devolviendo la vista a ciegos, y denunciando a los que, con su egoísmo, hacían sufrir a los más débiles… el cristianismo no es una religión masoquista.
Y tampoco encaja con el espíritu y el pensamiento de Jesús la posibilidad de que, en esta bienaventuranza, nos esté diciendo que es necesario sufrir aquí, en esta tierra, para después, ser consolados en la otra vida. Afirmar algo como «pásenlo mal en el este mundo, porque de ese modo en el cielo recibirán consuelo» implicaría la imagen de un Dios cruel, que necesita ver primero nuestras lágrimas para, después, abrirle las puertas a quien se haya ganado el cielo a base de padecimientos. No pueden ir por ahí los tiros, cuando, en primer lugar, Jesús nunca abominó de este mundo presente (al contrario, afirmó que «el Reino de Dios ya está entre ustedes», en Lc 17,21) y, en segundo lugar, nos habló de que su Padre, pura misericordia, siempre está deseoso de acogernos, de abrirnos de par en par las puertas de su casa, en la que hay sitio para todo el mundo (Jn 14,2): el cielo no «se gana» a base de tribulaciones.
¿Cómo debemos entender, entonces, esta segunda bienaventuranza? Tal vez en el sentido de que en esta vida solo serán verdaderamente felices quienes no sean indiferentes; los que luchen para que no se les endurezca el corazón; los que siempre mantengan viva la capacidad para conmoverse.
Ciertamente, si tu corazón es de piedra no sufres, ni lloras nunca: pero tu vida es, entonces, inhumana y vacía. Mejor pasarlo mal porque tienes entrañas de humanidad (que se conmueven ante el dolor de los hermanos), que vivir protegido por una armadura de indiferencia que, sí, te evita el sufrimiento, pero también te impide amar.
Los que lloran y los afligidos son los que caminan por el mundo sin armaduras, con la empatía a flor de piel. Al final, esta capacidad por llorar con el que llora nos regalará la certeza (el consuelo) de que no perdimos el tiempo ni desperdiciamos nuestra vida. Lo cual, ciertamente, nos hará dichosos.
En esta segunda bienaventuranza Jesús nos previene en contra de la apatía. Es una advertencia más necesaria que nunca, porque hoy, avasallados como estamos por una catarata constante de noticias, muy a menudo trágicas, sería fácil caer en la insensibilidad. Leemos o escuchamos que un marido celoso mató a su mujer, que otra vez se hundió un barco lleno de inmigrantes frente a las costas europeas, que hubo más muertes inocentes en Ucrania, en el Yemen o en el Congo, que en Haití otra tormenta ha dejado el país devastado, que en Irán han ejecutado a alguien que clamaba por la libertad o que en Uganda un homosexual ha sido encarcelado, solo por serlo… y nos encogemos de hombros, sin dar mayor importancia a lo que acabamos de leer o escuchar, y seguimos sorbiendo tranquilamente nuestro café con leche del desayuno, con la mente puesta en otra cosa. Eso sí es infelicidad.