En las eucaristías de los dos últimos fines de semana (domingos XXI y XXII del Tiempo Ordinario, en el ciclo A que estamos siguiendo este año) hemos leído el relato del diálogo de Jesús con sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo, según el Evangelio de Mateo (Mt 16,13-27). En dos momentos distintos del pasaje, Jesús se dirige a Pedro con dos frases contrapuestas, dos afirmaciones en las que la segunda parece ser exactamente el reverso de la primera. Cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías y el Hijo del Dios vivo, Jesús exclama: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo!» (16,17). Luego, cuando Pedro reprende a Jesús, diciéndole que no puede ser que él tenga que ser ejecutado, Jesús, después de hablarle con una dureza inusitada, tratándolo de Satanás, añade: «Tú piensas como los hombres, no como Dios» (16,23). Si primero ha dicho que la declaración de fe de Pedro viene de Dios, después Jesús asegura que el intento de Pedro de desviarlo de su misión es un pensamiento netamente humano. El relato, en resumen, nos deja muy claro que hay una forma de pensar propia de los hombres, que se opone a la forma de pensar de Dios.
¿En qué consisten estas dos formas de pensar? ¿Cómo piensan «los hombres»? ¿Cómo piensa Dios?
Lo podemos deducir a partir del contexto en que estas frases son pronunciadas, y también fijándonos en lo que Jesús dice a continuación: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa la encontrará» (16,25).
Pensar como los hombres, pensar humanamente, sin tener en cuenta el Evangelio, es anteponer nuestro bienestar y nuestra comodidad personal a cualquier otra consideración. Es vivir buscando, por encima de todo, nuestra tranquilidad. Es vivir sorteando conflictos, intentando que las angustias y los sufrimientos de los demás no nos salpiquen, evitando los problemas, los peligros y los dolores de cabeza. Es hacer de nuestra seguridad personal el bien absoluto al que aspiramos.
Pensar como Dios es comprender que, a veces, en la vida hay que arriesgar nuestro bienestar para conseguir que el mundo se parezca un poco más al reino de Dios. Es entender que, si bien nuestra tranquilidad es importante, hay cosas mucho más importantes: la construcción de un mundo más justo, la creación de entornos de auténtica libertad, de espacios donde quepa todo el mundo, donde no haya sitio para la explotación o el abuso de nadie sobre nadie: las razones, en definitiva, por las que Jesús (que pensaba como Dios, y no como los hombres) decidió ir a Jerusalén a enfrentar el sistema injusto que oprimía a su pueblo, a sabiendas de que allí le esperaba el fracaso.
Podemos profundizar un poco más: pensar como los hombres también es ver el mundo como algo ya terminado, ya hecho, que existe para colmar nuestras necesidades. Es concebir el mundo como si fuese un enorme supermercado, con los estantes llenos de productos y recursos bien dispuestos, listos para que yo me los lleve a casa… sin pensar en que, tarde o temprano, el supermercado quedará vacío.
Pensar como Dios es entender que el mundo es un proyecto por hacer, que entre todos debemos seguir creando. Es imaginar el mundo como un campo que debe ser cultivado con pericia, amor y dedicación, un campo inmenso que tú y yo podemos continuar sembrando, regando, podando, para que nunca deje de producir alimentos.
Pensar como los hombres es ver a los demás como medios para conseguir nuestros fines, y pensar: «De tal persona puedo obtener afecto; de este, en cambio, dinero, pues es rico; de aquel, consejos, pues es sabio; del de más allá recomendaciones, pues está muy bien conectado con gente importante»…
Y pensar como Dios es preguntarme: «¿Qué puedo hacer yo por los demás, para que él, ella, el de más allá, vivan mejor, una vida más plena?».
En definitiva, pensar como los hombres es tener una mentalidad depredadora; pensar que la realidad existe únicamente para que yo obtenga de ella lo que necesito para lograr mi bienestar. Pensar como Dios es actuar a partir de una mentalidad creadora: ¿qué puedo hacer para enriquecer la realidad que me rodea?
Cuando tomamos decisiones, ya sean triviales o, sobre todo, de cierto calado, ¿las tomamos pensado como el Pedro que aseguró que Jesús era el Hijo de Dios… o como el Pedro que se asustó ante la perspectiva de la cruz? ¿Las tomamos pensando como Dios, o como los hombres?