Mañana iniciaremos la Semana Santa y, siguiendo el ciclo litúrgico B de las lecturas, este Domingo de Ramos leeremos la Pasión según san Marcos.
Es un relato que empieza con la curiosa escena de Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, apodado el leproso. Llega una mujer a la casa y unge la cabeza de Jesús con un costoso perfume de nardo, provocando la indignación de los que lo contemplan, que se escandalizan y no entienden el significado de su gesto.
La mujer ha ungido a Jesús como el Mesías. Y lo ha ungido sabiendo perfectamente quién es, porque lo ha ido a buscar a casa de Simón. Tiene muy claro qué clase de Mesías es el profeta de Nazaret: un Mesías que se hospeda en casa de un hombre conocido como el leproso: es decir, el impuro, el marginado, el olvidado, el rechazado. El representante de todos los excluidos de entonces, de hoy y de siempre.
Esta escena, y la disputa entre la mujer y los que no comprenden su gesto (son los propios discípulos de Jesús: ¿quién, sino ellos, estaría en Betania con él?) nos prepara para la celebración del Domingo de Ramos. Cuando mañana celebremos a Jesús entrando en Jerusalén, y lo recibamos con nuestras palmas, nos tendríamos que preguntar a qué Jesús estamos recibiendo. Cuando le demos la bienvenida, y le digamos que queremos acogerlo en nuestra ciudad, en nuestras casas, en nuestro mundo, en nuestras vidas… ¿a qué Jesús se lo diremos?
Porque podríamos estar acogiendo al mismo Jesús que vitorearon las multitudes, que proyectaron en él sus deseos de poder y de protagonismo. Entonces estaríamos participando del gran malentendido del Domingo de Ramos: las multitudes aplaudieron a un Mesías triunfador, destinado a conquistar el poder mediante el uso de la fuerza, que no tenía nada que ver con lo que Jesús representaba. O podríamos estar recibiendo al Jesús que se hospedó en casa de Simón el leproso, el Mesías del servicio que se puso al lado de los marginados, proclamando que eran los preferidos de Dios y que, por ello, terminó en la cruz: el Mesías de los pobres, ungido como tal por aquella mujer, en Betania.
Si el Domingo de Ramos no acogemos a este Jesús sencillo, tomando distancia respecto al frenesí de las multitudes (que raramente captan las sutilezas del amor de Dios), no entenderemos nada de lo que viene a continuación: ni el lavatorio de los pies del Jueves, ni la entrega amorosa del Viernes en la cruz, ni en qué consiste la Nueva Vida del Domingo.