Durante todo el tiempo de Pascua, que concluiremos este próximo domingo con la gran fiesta de Pentecostés, hemos estado leyendo en las Eucaristías el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cada año, al hacer este ejercicio de lectura continuada del segundo volumen de la obra de Lucas, uno se asombra ante la profundidad, la riqueza narrativa y la sabiduría de este relato. Hoy simplemente quisiera fijarme en una escena que encontramos en el capítulo 16: la conversión del carcelero de Filipos.
Recordemos el episodio: Pablo y Silas se encuentran en el norte de Grecia, en la ciudad de Filipos, «la principal colonia romana del distrito de Macedonia» (16,12). Allí Pablo libera de un espíritu maligno a una esclava que, con sus dotes de adivinación, hasta ese momento procuraba grandes ganancias a sus señores. Estos, «al ver que se les iba toda esperanza de ganar dinero» (16,19) acusan a Pablo y a Silas de ser unos alborotadores. En consecuencia, los magistrados ordenan que los dos hebreos sean apaleados. Les quitan la ropa y los muelen a palos. Después los meten en la cárcel, ordenando al carcelero que los vigile bien.
Por la noche, un terremoto sacude los cimientos de la prisión, cuyas puertas se abren de par en par. El carcelero lo ve, asume que los presos han aprovechado la ocasión para huir y ya está a punto de suicidarse cuando Pablo, desde su celda, le avisa de que nadie ha escapado. El hombre, estupefacto, se echa a los pies de Pablo y de Silas y les pregunta qué debe hacer para salvarse. Ellos le exponen el Evangelio. Acto seguido (y ahí es donde queríamos llegar), el carcelero se los lleva consigo, les lava las heridas y se hace bautizar junto con su familia (16,33). Antes de bautizarse, lava las heridas de Pablo y de Silas. Son las mismas heridas, fruto de la paliza que ellos recibieron antes de entrar en la cárcel, que el carcelero ignoró cuando horas antes los encerró sin contemplaciones. Aquellas heridas a las que entonces no dio la menor importancia, ahora le conmueven. Es más: ahora son una urgencia. Lo primero es lavar las heridas; después, bautizarse.
La mirada del carcelero hacia las heridas de Pablo y Silas no es un asunto menor. Lo que antes de su cambio de corazón era invisible (las magulladuras, los moratones, la carne abierta, la sangre), después se convierte en algo prioritario. Tal vez este buen hombre (dedicado a una profesión tan dura y deshumanizante como la de encerrar y vigilar a malhechores), dibuje con su proceso vital un itinerario en el que todos podemos vernos reflejados. También es un itinerario que establece un criterio infalible para evaluar nuestro grado de comprensión del Evangelio. Porque seguramente todos podemos reconocernos en el carcelero, cuando pensamos en aquellas veces en que las heridas de otras personas nos dejaron (o nos dejan) indiferentes. Todos podemos pensar en momentos en que Dios se nos manifestó precisamente a través de personas heridas. Y quizá podamos recordar con alegría aquellos momentos en que las heridas de los demás nos conmovieron, y quisimos hacer algo para contribuir a cerrarlas.
Y en el proceso del carcelero descubrimos el criterio fundamental que distingue a una persona alejada del Evangelio de la persona que quiere vivirlo: la primera es indiferente ante las heridas de los demás. La segunda, en cambio, se lanza a la tarea de aliviar el dolor del otro. El carcelero ya convertido, deseoso de seguir a Jesús, no cae de rodillas, arrebatado de piedad, y alaba a Dios con los ojos entrecerrados, ni corre al templo o ofrecer un sacrificio, ni se pierde en discursos altisonantes acerca de la fe: se arremanga y limpia las heridas de sus hermanos.
La medida en que las heridas de los demás nos conmuevan o nos dejen indiferentes siempre indicará, con sorprendente precisión, la calidad de nuestra fe.