
Iniciamos la Semana Santa escuchando el conocido relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, montado en un burro, y aclamado por las multitudes de sus discípulos y seguidores, todos ellos entusiasmados ante la perspectiva de que él fuera a ser reivindicado como el Mesías, por lo que lo vitorean como rey de Israel, hijo de David. La escena, relatada en los cuatro evangelios, ha sido incluso denominada la “entrada triunfal” en Jerusalén, una comprensión sin duda ajena a la voluntad de Jesús, quien siempre intentó evitar que se alimentaran estas expectativas de un liderazgo mesiánico alrededor de su persona.
Los acontecimientos acaecidos en Jerusalén en los siguientes días, que escuchamos también hoy en el relato de la pasión, y que culminarán con su muerte vergonzosa en las afueras de la ciudad dentro de apenas cinco días, son un crudo recuerdo del frágil significado que puede entrañar una muchedumbre entusiasmada: el apoyo de hoy se tornará en breve en decepción, y luego en abierto rechazo, pues Jesús no va a colmar las expectativas del pueblo que anhelaba un líder político que los pudiera guiar hacia una vida más próspera, y convertirlos en una nación poderosa y respetada en su entorno.
El contraste entre el relato de la presunta entrada triunfal a Jerusalén de hoy, ensalzado y aplaudido, y la forma en la que Jesús saldrá de la ciudad cargando el madero de la cruz, burlado y escupido, no puede ser mayor. Solamente un grupo de mujeres se mantendrán a su lado, sabedoras de que el evangelio que Jesús predicó con su vida y sus palabras necesita ser abrazado y entendido en el corazón de las personas, una a una, lejos de las multitudes que solamente proyectan en sus líderes sus propios sueños y ambiciones.
Jesús nunca se dejó engañar por las multitudes que le reclamaban un liderazgo mesiánico para engrandecer su nación, y vaticinó repetidas veces que ellas mismas acabarían demandando su muerte, como de hecho ocurrió. Como seguidores de Jesús haremos bien en evitar la tentación, presente en todas las épocas de la historia, del populismo, y de querernos acomodar a los anhelos de grupos entusiastas de distintos signos políticos y sociales, deseosos de ser liderados para obtener logros en su propio beneficio. El evangelio de Jesús, ayer, hoy, y siempre, es un camino de donación amorosa de la propia vida, que se encarna en el encuentro con el prójimo, lejos de las multitudes y de sus deseos, como así lo vivió el propio Jesús.