Nazaret, hoy en día
El lunes de esta semana, 24 de agosto, en la Iglesia celebramos la fiesta de San Bartolomé, apóstol, también llamado Natanael. El evangelio que leíamos ese día, que narra el modo en que Natanael conoció a Jesús (Jn 1, 43-51), nos deja alguna lección interesante.
Felipe, que ya ha tratado con Jesús y ha quedado fascinado por lo que ha visto en él, se acerca a Natanael y le asegura que ha encontrado al Mesías. «Es Jesús, hijo de José, de Nazaret», afirma. La reacción de Natanael rebosa desconfianza: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?»
Dicen los historiadores que en el siglo I Nazaret era una aldea de pastores y campesinos que tal vez no superaba los doscientos habitantes, un anodino villorrio galileo donde, además, nunca había pasado nada relevante: no es mencionado ni una sola vez en todo el Antiguo Testamento. Natanael, muy consciente de la insignificancia de Nazaret, reacciona ante el anuncio de Felipe mostrando su prejuicio en toda su desnudez: es imposible que el Mesías venga de semejante lugar, vine a decir.
Felipe no se da por vencido, e invita a su amigo: «Ven a verlo». Y entonces ocurre lo que queríamos subrayar: Natanael, a pesar de su prejuicio, se levanta y va con Felipe a conocer a Jesús. Tal vez camina lleno de escepticismo, tal vez va pensando que está perdiendo el tiempo, sí… pero va. En él, la fuerza del prejuicio no ha sido lo bastante dominante como para disuadirlo de ir a ver, por sí mismo, lo que Felipe le comunica. Natanael, que demuestra tener prejuicios, también demuestra que es capaz de cuestionarlos. Del hecho que vaya con Felipe a conocer a aquel nazareno se desprende que está dispuesto a dejarse sorprender por la realidad. Para él, el prejuicio no es una verdad absoluta.
Seguramente es casi imposible deshacernos por completo de nuestros prejuicios. Y es casi imposible, en primer lugar, porque los prejuicios suelen ser inconscientes. Los absorbemos desde niños, los respiramos en casa, en la escuela, en el barrio. Lo explica muy bien Mario Levrero en un momento de su obra póstuma, la original y sugerente Novela luminosa: «Es difícil descubrir los propios prejuicios», escribe el novelista uruguayo: «Se instalan en la mente como absurdos dictadores, y uno los acepta como verdades reveladas. Muy de tanto en tanto y por algún accidente o azar uno se siente obligado a revisar un prejuicio, discutirlo consigo mismo. En esos casos es posible desarraigarlo. Pero quedan en pie todos los demás, disimulados, llevándonos desatinadamente por caminos erróneos»[1]. Todo esto no significa, por supuesto, que no debamos luchar para extirpar los prejuicios de nuestras mentes y corazones. Simplemente significa que se trata de una empresa peliaguda. Natanael, en este pasaje evangélico del primer capítulo de Juan, nos muestra un modo de llevarla a cabo, cuando se atrevió a ir a verificar sobre el terreno si su prejuicio era cierto. Mientras avanzaba hacia Jesús seguía pensando, sin duda, aquello de que «de Nazaret no puede salir nada bueno». Y, no obstante, fue a comprobarlo. Y, yendo, estaba admitiendo la posibilidad de que su opinión sobre aquella aldea fuera uno de estos absurdos dictadores descritos por Levrero, empeñados en construir para nosotros una realidad plagada de mentiras.
Es lo único que hace falta: tener la valentía de levantarnos, salir del pequeño mundo donde reinan nuestros prejuicios y atrevernos a confrontarlos con la realidad. Si lo hiciéramos más a menudo desenmascararíamos, seguramente, un buen número de cegueras que, sin saberlo, llevamos con nosotros a todas partes.
[1] Mario Levrero, La novela luminosa (Bogotá, Penguin Random House, 2016), p. 74