Que la metáfora de la venida del Espíritu Santo sea un ruido y viento por toda la casa y luego unas lenguas de fuego descendiendo sobre cada uno de los reunidos resuelve una peligrosa dicotomía, a saber, si el Espíritu Santo es una realidad comunitaria y global o si acaso es una experiencia personal y en cierto modo intransferible.
Qué duda cabe que la experiencia del Espíritu Santo es un llamado a la motivación interior, a la búsqueda incansable de entusiasmo y a estar siempre con una mentalidad en salida, a encontrarnos con aquellos que son distintos, que hablan diferentes “lenguas” que la nuestra. En este sentido hay que remarcar que las lenguas de fuego se posaron en cada uno de los presentes en la sala. El Espíritu Santo tiene que tocarnos el corazón.
Pero declararse de forma individual como poseedor del Espíritu, en contraposición a todos aquellos que no lo tienen, no deja de ser un reclamo peligroso que lleva fácilmente a la intolerancia y la arrogancia. El requisito indispensable para la llegada del Espíritu es estar reunidos. Es en toda la casa que el Espíritu aparece, y solo luego desciende a cada uno de los discípulos.
El Espíritu Santo es una experiencia colectiva de toda la iglesia, e incluso fuera de ella. Pentecostés es una fiesta comunal. Un compromiso personal, sí, pero que nos lleva a ser una Iglesia abierta. Abierta a los que no son como nosotros. El Espíritu transforma la iglesia para que se haga entender, y no pretende que los demás hagan el esfuerzo para adaptarse a su lenguaje, sino que es ella la que habla en las lenguas del mundo.
El Espíritu Santo irrumpe en la Ilesia, y la llena toda, y nos inspira a cada uno de nosotros para hacernos cercanos a los demás, para hacernos prójimos y así podamos ser testimonios del amor de Jesús.
Este pasado domingo hemos celebrado la gran fiesta de Pentecostés. En el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos narra la bajada del Espíritu Santo sobre la comunidad reunida (Hch 2,1-11) queda claro, por supuesto, que el espíritu viene a transformar la realidad, y que, si antes de que se derrame sobre los discípulos estos son un grupo atemorizado y encerrado, después de recibirlo son una comunidad valiente que se proyecta hacia fuera de sí misma.
Si, más allá de esta constatación fundamental, nos fijamos en lo que produce su predicación, vemos que el fruto de que el Espíritu se haya derramado sobre la comunidad es que el evangelio («las maravillas de Dios») son proclamadas de un modo que todo el mundo puede entenderlas.
La tarea de la iglesia, desde el día de Pentecostés en adelante, es la de traducir el mensaje cristiano de modo que gente de toda época y cultura lo entienda: de la misma manera que el pasaje de Hechos nos deja muy claro que personas de orígenes muy diversos («partos, medos, elamitas, de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia»…) oyeron la predicación «cada uno en su propia lengua», también hoy nuestro esfuerzo tiene que ser el esfuerzo de hacer comprensible el evangelio cristiano para todos.
No estaremos llevando a cabo nuestra misión si hablamos un idioma opaco y alejado del lenguaje de la calle, por muy erudito que sea y por muy bien elaborados que estén —según nosotros— nuestros argumentos. En este caso, habremos perdido de vista que la misión era, y siempre será, traducir: traducir el sentido de la vida y las palabras de Jesús para cada nueva generación, para cada nueva cultura, para cada persona.
Hoy, en medio de una sociedad que cambia con rapidez, donde categorías culturales que usábamos anteayer ya no se entienden, tal vez sea más urgente que nunca saber traducir nuestro mensaje; desde la certeza de que el idioma, los términos y las imágenes que a nosotros nos sirvieron para acercarnos a Jesús tal vez ya no funcionen para quienes hoy se preguntan por él.
Pidámosle al Espíritu Santo, este Gran Traductor, que nos inspire modos nuevos, absolutamente necesarios, de expresar nuestras convicciones más profundas.
En el relato de Pentecostés que nos ofrece Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11) llama la atención la absoluta liberalidad con que el Espíritu Santo se desparrama sobre los discípulos. Sobre todos los discípulos. El Espíritu es, en efecto, abundante y espléndido. El texto afirma que las lenguas de fuego «se repartían posándose encima de cada uno» (es decir, sin evitar ni esquivar a nadie), y acto seguido insiste: «Todos se llenaron del Espíritu Santo».
El Espíritu no es tacaño, no es selectivo, no es elitista. El Espíritu desconoce las jerarquías, enseñándonos, de paso, que estas siempre son una construcción humana.
Imaginemos, por un momento, un texto alternativo:
«El día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que empezaron a revolotear por encima de los discípulos buscando a los más capaces, a los que llevaban la batuta del grupo, a los más listos, a los mejores, y se posaron sobre ellos. Los tres o cuatro agraciados se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, mientras los demás les felicitaban, un poco contrariados y secretamente envidiosos, porque a ellos no les había tocado lengua de fuego».
Este texto ficticio, que Lucas no escribió, nos hablaría de un Espíritu que reconfirmaría las jerarquías humanas, que solo se donaría, con mucha cautela, a unos pocos; tal vez a los que habrían dado muestras de que sabrían aprovechar el don recibido.
Pero no, no es este el texto que nos dejó Lucas. En el suyo, el auténtico, las lenguas se posan sobre todos y cada uno de los presentes y el Espíritu los inspira a todos sin excepción. Podemos suponer que habría en aquella sala discípulos valientes y discípulos temerosos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, discípulos avispados y otros menos brillantes, habladores y taciturnos, audaces y dubitativos, vigorosos y cansados… como en cualquier grupo humano. Y a todos se acercó el Espíritu, y todos se llenaron de él.
Nuestras categorías humanas (aquellas con las que nos miramos unos a otros, valorando los aciertos de algunos y subrayando los errores de los demás, aplaudiendo éxitos y señalando fracasos, buscando aptitudes y marginando a quienes sospechamos plagados de defectos) nunca deberían opacar el hecho de que, en Pentecostés, el Espíritu no se dejó engañar por ningún elitismo de este tipo, ni por jerarquización alguna, y se dio, con confianza y libertad, a todos los que estaban reunidos.
Es asombroso, en verdad, que una Iglesia que nació de esta manera terminase tan preocupada, en su historia posterior, por consolidar un modelo fuertemente jerárquico, imitando así a la inmensa mayoría de las instituciones humanas. Es este un hecho que habla más de nuestras resistencias al soplo del Espíritu que de nuestra dócil adhesión a su impulso. Parecería que, a veces, la Iglesia se ha esforzado más por reflejar algo parecido al texto ficticio que hemos imaginado que por vivir la realidad del texto auténtico.
La comunidad querida por el Espíritu, en definitiva, no es aquella en la que unos pocos se otorgan el derecho de hablar en nombre de Dios, y en la que a los demás les toca callar, escuchar y asentir. La Iglesia que nace en Pentecostés es la que celebra que el Espíritu de Dios se ha posado encima de cada uno de sus miembros, sin discriminar a nadie, inspirándolos a todos. Es la comunidad en la que «todos empezaron a hablar, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería». Es la Iglesia que celebra con alegría la audaz generosidad de Dios.
Como es bien sabido, la palabra “pentecostés” viene del griego y significa día quincuagésimo. El número 50 es, para los judíos, un símbolo de plenitud: una semana de semanas (siete por siete, más uno). Esta fiesta, que en sus orígenes tenía carácter agrícola, se celebra cincuenta días después de la Pascua judía, ya que se considera que unos cincuenta días después del éxodo fuera de Egipto el pueblo de Israel selló la alianza con Yahvé en el monte Sinaí bajo la guía de Moisés.
Los cristianos celebramos hoy, siete semanas después de la Pascua de Resurrección de Jesús, la efusión del Espíritu a la comunidad apostólica, no como fiesta independiente, sino como culminación de la Pascua: “¡Recibid el Espíritu Santo!”
En medio del bullicio de gentes de distintas lenguas que llegaban a Jerusalén para celebrar el pentecostés judío, el Espíritu Santo dio la fuerza a los apóstoles para transmitir el mensaje de amor de Jesús a todos. Tras la partida del Señor podrían haber triunfado la confusión y la dispersión, pero se impusieron el acierto y la unión, para que el testimonio del Resucitado llegara hasta los confines de la tierra.
Ante una sociedad tan polarizada y fragmentada como es, en muchas aspectos, la nuestra, necesitamos vivir celebrando Pentecostés. Pedimos la presencia del Espíritu Santo, y podemos decir:
Ven Espíritu Santo, enséñanos a dialogar como hermanos.
Ven Espíritu Santo, y ayúdanos a entender el lenguaje del adversario.
Ven Espíritu Santo y enséñanos a descubrir que todos somos hermanos.
Ven Espíritu Santo y libéranos de la amenaza de convertir nuestros países en una nueva Babel, incapaces de construir un futuro de fraternidad.
Ven Espíritu Santo y libéranos de la intolerancia, de la intransigencia, que nos aleja cada vez más de toda colaboración eficaz.
Ojalá repitamos entre nosotros aquellas palabras de Pablo a las primeras comunidades cristianas: «¡No apaguéis el Espíritu!» (1Tes 5,19). No apaguemos nuestra fe en el Padre de todos, no apaguemos nuestra esperanza en una sociedad más fraterna.
Juan Manuel Camacho
A menudo vemos en los telediarios y noticieros las consecuencias negativas del creciente abismo entre personas de diferentes lenguas y creencias religiosas. Muchos se apegan a su religión precisamente para marcar la diferencia con otros y resaltar, en definitiva, lo que nos divide y nos disgrega más que lo que nos une para trabajar por el bien común. Ante esta realidad, algunos teólogos han expresado que la paz mundial sólo vendrá cuando las diferentes religiones de la tierra sean más tolerantes y dialogantes entre ellas mismas (es el caso, por ejemplo, de Hans Küng y su propuesta de construir una “ética mundial”). Hace falta un nuevo Pentecostés para que todos empecemos a entendernos cuando hablemos. Y nos entenderemos porque el lenguaje será el mismo: el respeto por la humanidad y la creación encomendada a nuestro cuidado.
Si analizamos el texto de Hechos de los Apóstoles que nos narra el día de Pentecostés (Hch 2,1-13), vemos lo que significa hablar el lenguaje de todos: entendimiento entre los individuos más diversos social y culturalmente. Es el reverso de la división que comenzó en la torre de Babel, episodio que recoge el libro del Génesis (11,1-23). En esta historia las distintas lenguas eran motivo de división y confusión para el pueblo. En Pentecostés, en cambio, todos los pueblos diversos y dispersos se unen en un mismo lenguaje: el de las maravillas de Dios. El lenguaje que hace que personas de distintos lugares del mundo se junten bajo un mismo mandato, el mandato del amor.
Pentecostés se da en un momento de miedo y encierro por parte de los discípulos seguidores de Jesús. Están todos encerrados. Esta actitud los está alejando de la misión encomendada por el Señor: “Den testimonio de mí hasta los confines de la tierra”. En Pentecostés la experiencia del Espíritu da a los discípulos el valor que les hacía falta para salir de su encierro. Y también el Espíritu les da conocimiento: unos simples pescadores empiezan a hablar las lenguas de diferentes rincones del mundo.
El valor infundido por el Espíritu Santo en los discípulos los llevó a expandir el mensaje de Jesús desde Jerusalén hasta Roma, según nos narra el libro de los Hechos. Es ese mismo valor el que lleva a Esteban a anunciar a Jesús hasta la muerte. A Felipe el Espíritu lo arrebatará, convirtiéndolo en un misionero audaz de la fe en Jesús de Nazaret, llevándolo hasta lugares y gentes que nadie había evangelizado todavía. Es el Espíritu que hace que todos superen sus límites y limitaciones humanas para poder dar frutos en el anuncio del mensaje liberador de Jesús de Nazaret.
Necesitamos un nuevo Pentecostés para reunir el valor que hace falta para anunciar caminos de entendimiento entre personas de diferentes religiones y pensamientos. Necesitamos un nuevo Pentecostés para proponer salidas a las injusticias y calamidades que achacan a la humanidad y a nuestra casa común. Necesitamos un nuevo Pentecostés para obtener el conocimiento necesario para anunciar el mismo evangelio de Jesús que anunciaron los discípulos, y que hoy requiere un nuevo lenguaje para ser atractivo y que entusiasme a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.