Comunidad de San Pablo

Ágora XXI

LA SINCERIDAD ARROGANTE

 
 
 
Si alguien preguntara si creemos que la sinceridad es una virtud, seguramente la gran mayoría de nosotros responderíamos que sí sin dudarlo ni por un momento. ¡Por supuesto! La sinceridad, la ausencia de doblez, decir lo que pensamos y no recurrir a la mentira, es justamente lo que identifica a las personas nobles. ¿La sinceridad, una virtud? Claro que sí, siempre.
 
Y, sin embargo, quizá habría que matizar esta premisa: a veces, la sinceridad, que casi siempre es encomiable, porque casi siempre es condición necesaria para un diálogo fecundo, puede convertirse, paradójicamente, en el mayor obstáculo para la comunicación.
 
Pensemos en la sinceridad de los fanáticos. A menudo, personas sumamente intransigentes e incapaces de escuchar opiniones opuestas a las suyas hacen alarde de su sinceridad.
 
—Tendré otros errores, pero yo nunca miento. Yo no engaño a nadie. En mí, lo que ves es lo que hay. Soy transparente como el agua cristalina, y no te quepa duda de que creo a pies juntillas en lo que digo.
 
Y tienen toda la razón, en ellas no hay hipocresía. Pero esta transparencia no es, como esas personas proclaman a los cuatro vientos, una virtud: porque lo único que prueba es que han logrado convencerse a sí mismas de su verdad, cerrándose por completo a la posibilidad de que estén equivocadas y de que quienes los contradicen puedan tener ni siquiera un atisbo de razón.
 
Su sinceridad, que personas así exhiben como prueba irrefutable de su bondad, solo demuestra su arrogancia.
 

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