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Martes 3 Octubre 2017

Esta pintada inspiradora y la niña que la mira con curiosidad me hacen pensar en los fotógrafos que captaron la imagen: los jóvenes de “Sonríe y Crece”, que forman parte de una asociación de voluntarios de Barcelona que dedican los veranos (¡ya llevan nueve!) compartiendo con los niños más desfavorecidos de Sabana Yegua en la República Dominicana.
 
Colgaron esta foto en las redes sociales y decía así: “Reflexión por las calles de Sabana Yegua: No se trata simplemente de dar lo que podemos dar, sino de hacer sentir, ver y transmitir la ilusión de luchar para que cada uno consiga sus sueños y metas”.
 
“Saca lo mejor de ti” es un buen lema. Por una parte, nos invita a no envidiar lo que tienen los demás, sino a buscar en nosotros. Por otro lado, tampoco nos invita al éxito, un valor cacareado hasta la saciedad que busca ser el único faro de muchos jóvenes. “Saca lo mejor de ti” es un lema hermoso: incluye todo nuestro potencial intelectual, nuestra fuerza de trabajo, nuestra energía, pero también incluye otros valores como la bondad y la generosidad.
 
Los jóvenes de “Sonríe y Crece” lo saben bien. No creo que me equivoque si digo que la vida les ha bendecido con su lugar de origen y sus familias; posiblemente estén buscando sacar lo mejor de sí mismos a nivel profesional, terminando carreras y haciendo másters, luchando por su futuro. Pero además, sacan lo mejor durante el año programando actividades para el verano de voluntariado, recaudando fondos y finalmente llegando a Sabana Yegua con toda la ilusión por delante. Esta es la misma ilusión que transmiten a niños y adultos. Saben que muchos no han tenido su suerte, pero les ayudan, alientan y apoyan para que luchen por una vida mejor, empezando por los estudios.
 
“Saca lo mejor de ti” nos invita a sacar toda la generosidad que llevamos dentro, a no ser tacaños en repartir afecto, amor, tiempo y energías. Últimamente he leído algunas reflexiones sobre la generosidad. Me gusta el potente lema de San Alberto Hurtado, jesuita que realizó una gran labor social en Chile, y que decía: “¡Hay que dar hasta que duela!”. Por otro lado, algunos estudios demuestran el efecto positivo de la generosidad en el estado de ánimo[1] (comprobado a nivel de respuesta cerebral) y en consecuencia nos invitan a ser generosos para sentirnos bien (“give ´till it feels good”). Aunque lo pareciera, quizás los dos enfoques no son totalmente excluyentes. Dar hasta que duela es exigente, nos invita a desprendernos no de lo que nos sobra sino también de lo que necesitamos. Pero está claro que un cierto sacrificio a nivel personal en pro de otra persona también nos produce un efecto positivo y un sentimiento placentero. Además, el realizar libremente una acción generosa no solo nos deja un sentimiento, sino que nos ayuda a desprendernos un poco de nuestro ego y da un mayor sentido trascendental a nuestras vidas.
 
“Saca lo mejor de ti” es también un buen lema, no solo para los jóvenes voluntarios de Barcelona, sino también para todos los niños y jóvenes de República Dominicana a quienes ellos ayudan. Así, volviendo a su reflexión “…hacer sentir, ver y transmitir la ilusión de luchar para que cada uno consiga sus sueños y metas” añado yo algo más, segura de que ellos estarán de acuerdo conmigo. Queremos compartir con estos niños y jóvenes el valor de la generosidad para que esta no quede excluida ni relegada de sus sueños y metas, y sea uno más de sus objetivos. Así les podemos seguir animando con toda la fuerza de este lema, inspirador para todos: ¡Saca lo mejor de ti!

 
[1] El resultado más sorprendente es que los centros de placer a nivel cerebral no responden solo a lo que es bueno para uno mismo sino que también muestran respuesta cuando se trata de algo bueno para otros. Este artículo de New York Times menciona el estudio del Profesor Ulrich Mayr y su equipo en la Universidad de Oregon http://www.nytimes.com/2007/06/19/science/19tier.html?mcubz=1

Martes 26 Septiembre 2017

 
Tal y como informaron los medios de comunicación del mundo entero, del día 6 al 10 de este mes de septiembre el papa realizó su esperada visita apostólica a Colombia. Fueron cinco días muy intensos. Intensos y agotadores, en primer lugar, sin duda, para el propio Francisco, que estuvo en Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena celebrando eucaristías multitudinarias (en cada una de estas ciudades los asistentes a los actos superaron todas las previsiones de los organizadores) así como un sinfín de encuentros: con representantes del gobierno colombiano, con los jóvenes, con víctimas del conflicto armado, con religiosos, con obispos, con la gente que abarrotaba las calles por las que él pasaba y con los que se concentraban, espontáneamente, alrededor de la nunciatura apostólica de Bogotá, donde se hospedaba. Ha sido también una visita intensa para todos los que la hemos seguido de cerca: días muy ricos en gestos, en momentos conmovedores, en mensajes que han interpelado hondamente al país, en cercanía…
 
Francisco había dicho que iría a Colombia cuando el gobierno y la guerrilla hubiesen firmado el acuerdo de paz que pone fin a más de 50 años de conflicto armado. Ha cumplido su palabra, haciendo de su viaje una invitación a la reconciliación de todos aquellos a los que la guerra y la violencia han enfrentado durante tanto tiempo.
 
Tratando de hacer un poco de balance de esta visita del papa, uno se da cuenta de que nos ha dejado un mensaje universal: es decir, un mensaje que va más allá de la situación colombiana, que la trasciende, y que nos podemos aplicar todos los que, en Colombia o fuera de ella, vivimos preocupados por los conflictos y la violencia, y que buscamos sendas de paz y reconciliación. Francisco, con su lenguaje claro y transparente, nos ha invitado a no ser espectadores en la edificación de la paz: «Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección» (Homilía en Villavicencio, día 8 de septiembre). Una y otra vez, el papa ha insistido en que no nos resistamos a la reconciliación, que no tengamos miedo «a pedir y ofrecer perdón»: «Es la hora de desactivar los odios» (Encuentro de oración por la reconciliación nacional, Villavicencio, 8 de septiembre).
 
En un mundo donde tantos se apuntan, y tan rápido, al resentimiento y a la venganza, donde los conflictos, reales o imaginados, tienden a enquistarse, esta recomendación («es hora de desactivar los odios») nos parece esencial. Esencial, a pesar de su exigencia. Francisco sabe hacer que suene como realizable (¡porque en verdad lo es!) lo que, en boca de otro, parecería una quimera o una llamada vacía. Desactivemos el odio. Perdonémonos. ¿Acaso no es posible? La simpatía que emana del papa, con su sencillez y sonrisa pródiga, lo capacita para comunicar, sin ofender a nadie, un mensaje que en boca de otro parecería severo y sería, con toda certeza, rechazado.
 
Expresaba eso mismo, con franqueza y un cierto asombro, un taxista de Bogotá la tarde del mismo domingo en que el papa había terminado su visita y acababa de embarcarse en su vuelo para regresar a Roma. «Si otro me dijera las cosas que él dice, no me gustaría oírle. Pero ese señor tiene una forma de corregirte que hace que le pongas atención. Cuando vi por el televisor que se metía en el avión, me eché a llorar». No se puede resumir mejor la visita de Francisco a Colombia.


 

Martes 12 Septiembre 2017
La República Dominicana se ha visto sacudida recientemente por las noticias de varios asesinatos de chicas jóvenes. El caso de Emely, de 16 años, ha resonado por todo el país: esta chica, de familia muy humilde, habría quedado embarazada de su novio, un muchacho de clase pudiente que entonces la asesinó: parece ser que primero la indujo a un brutal aborto. El joven, de 20 años, y su madre están arrestados, pendientes de juicio.
 
Sin querer entrar en los espantosos detalles de tan abominable asesinato, que ha recibido la repulsa de toda la nación, quiero destacar un preocupante ángulo de la situación: desde sus doce años, la joven Emely, una joven bonita de familia pobre, “tenía amores”, como se dice aquí popularmente, con el muchacho.
 
Sin ánimo de juzgar desde ningún pedestal moral a quienes así se comportan, es importante reconocer que un secreto a voces, en este país, es que muchas niñas y jóvenes entablan relaciones con hombres mayores (a veces escandalosamente mayores) para sacar beneficios materiales. La pobreza extrema de las familias lleva a las chicas a dejarse deslumbrar por pequeños regalos: un teléfono celular moderno, ropa, dinero… Las que aspiran a más quizás quieren ir montadas en una “pasola” (moto) o una “yipeta” (un vehículo 4x4) o incluso tener una buena casa y una situación económica desahogada. Aunque algunas de estas relaciones funcionen bien y de ahí surjan familias estables y duraderas, no es el caso de la mayoría.
 
Un sinnúmero de mujeres jóvenes quedan embarazadas muy temprano, abandonan los estudios y algunas veces son abandonadas –no mucho más tarde− por el padre de la criatura. El brillo inicial de la relación puede dar paso a una absoluta oscuridad. La ilusión de tener aquellas pequeñas cosas que muchas otras jóvenes poseen puede ser, para muchas, un peligro fatal. Los padres y madres de estas jóvenes a veces tienen conocimiento de un noviazgo muy temprano, con una persona adulta y en esa relación  vislumbran un futuro para la hija y posiblemente una boca menos que alimentar, así que sucede con frecuencia que alientan esta relación desigual. Esta solución, esta mejora social provisional, se puede volver en contra de la mujer tarde o temprano, pues fomenta su dependencia de un hombre con recursos económicos, no la promueve a continuar estudios y hace basar todo su valor personal en su presencia física, que como sabemos, con los años cambia.
 
Como en muchas otras problemáticas sociales, hay dos importantes vías para trabajar contra esta situación, la vía jurídica, aumentando la edad mínima para contraer matrimonio (o vivir en pareja) y la vía educativa. En relación con la primera, expusimos hace unos meses en el artículo «Niñas esposadas», en este blog, el interés de varias instituciones nacionales e internacionales por cambiar la legislación para así proteger a las niñas –o mujeres menores de 18 años− aumentando su edad de contraer matrimonio de los 15 a los 18.  De la vía educativa queremos destacar que aparte de todos los esfuerzos directos del sistema educativo con niños, niñas y jóvenes, es esencial incidir en la educación y toma de consciencia de los padres y madres. Con frecuencia se dice que la primera y más importante educación es la de los progenitores hacia sus hijos.  Los padres a menudo han vivido en carne propia situaciones similares. Por eso mismo, en lugar de considerar estas relaciones como normales, deberían estar preparados para educar a sus hijos e hijas en valores, criterios, responsabilidades y límites; en una sana proyección de cada individuo hacia el futuro de manera autónoma, no dependiente y en igualdad de condiciones. ¡Cuesta esfuerzo, pero vale la pena!, ese sería un buen lema.


 

Martes 22 Agosto 2017

Hace poco he leído El dios falsificado, de Thomas Ruster, un libro que se publicó originalmente en alemán el año 2001 (Herder). En 2011, Ediciones Sígueme nos ofreció su traducción española, que lleva por sugerente subtítulo Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión[1]. A pesar de que hayan transcurrido ya más de quince años desde su aparición, me parece que la obra conserva una enorme vigencia.
 
El estudio del profesor Ruster, a ratos denso, tiene muchos méritos. Aquí solo quisiera hacerme eco de uno de sus argumentos, uno que sin lugar a dudas tiene implicaciones para la vida cotidiana: me refiero a la descripción que Ruster hace del capitalismo como religión; y como religión que, en esencia, se opone a la doctrina bíblica.
 
De hecho, más allá de la denominación misma del capitalismo como religión (con la que unos estarían de acuerdo y otros tal vez no), que probablemente no sea lo más importante del razonamiento de Ruster, lo que más me ha cautivado es su disección de la mentalidad que subyace en el capitalismo[2]: este nace de la preocupación por un futuro incierto. El anhelo por acumular riqueza para el mañana se fundamenta en el convencimiento de que los bienes disponibles son limitados (eso es lo que Ruster llama “el dogma de la escasez”), y que por lo tanto, el deber natural de cualquier persona sensata es asegurarse hoy, lo mejor que pueda, el siempre incierto sustento futuro. Nada puede realizar esta función tan bien como el dinero, y ningún mecanismo asegura mejor la existencia de futuras rentas como el de los intereses. En palabras de John Maynard Keynes, que Ruster cita, «la importancia del dinero proviene fundamentalmente de que representa un eslabón entre el presente y el futuro»[3]. Y remacha Ruster: «La preferencia por la liquidez tiene motivos psicológicos, y nace de la inquietud por el propio futuro»[4]. Dicho con otras palabras: el dinero está al servicio de la previsión, y el capitalismo «es religioso al velar por el futuro mediante el dinero»[5]. La mentalidad típicamente capitalista, en definitiva, nacería de una fuerte conciencia de escasez; su resultado sería el mandamiento de ser previsores mediante la acumulación de unos bienes que hoy no nos hacen falta, pero que podremos necesitar más adelante.
 
Pues bien: esta mentalidad choca frontalmente con la doctrina bíblica. La instrucción de Jesús, en el sermón de la montaña, será tajante: «No amontonéis tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer o a beber» (Mt 6,25); «estas son las cosas por las que se preocupan los paganos» (Mt 6,32). Y lo fundamental: los creyentes deben pedir solamente «el pan de cada día» (Mt 6,11). Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel aprendió la lección del maná: lo que se recoge para más de un día se pudre (Ex 16).
 
No es que la fe bíblica sea un canto a la irresponsabilidad o una llamada a vivir despreocupadamente. Es, eso sí, una invitación a vivir confiando en Dios, y no en el dinero. Y es que hay algo más profundo en juego, a lo que queríamos llegar con esta breve reflexión: comprender que, como el mismo Keynes observó, hay una conexión entre la conducta supuestamente previsora (que nace de la fe capitalista en la escasez) y la injusticia. Una conexión directa: la conducta previsora es causa de la injusticia. En este sentido, la renuncia a la previsión, lejos de ser irresponsable, nace, como afirma Ruster, «de la fe en la plenitud de la bendición divina, y está al servicio del reino de Dios y su justicia»[6]. La conocida prohibición bíblica del cobro de intereses (Ex 22,24; Lv 25,35-37; Dt 23,20-21) debe ser entendida como una advertencia a favor de la justicia social: no debe buscarse el enriquecimiento en el futuro a costa de la indigencia de los pobres en el presente. Porque en resumidas cuentas «hay suficiente para todos si no hay algunos que aseguran su porvenir a costa de otros»[7].
 
Se hace difícil leer la obra de Ruster, observar a continuación las sociedades en las que vivimos y no ver la formidable relevancia de su argumento: porque la desigualdad entre naciones y dentro de las naciones es, hoy, uno de los problemas más acuciantes de la humanidad. Lo afirma Jared Diamond en la conclusión de su reciente librito Sociedades Comparadas[8], y lo puede ver cualquiera que abra un periódico o salga a la calle. Los espeluznantes datos son, por desgracia, bien conocidos: 62 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (tres mil setecientos millones de personas). El 1% más rico del planeta ya tiene tanto como el otro 99%. Te asomas a la realidad de cualquier ciudad latinoamericana (o, para el caso, europea, estadounidense o de donde sea) y las desigualdades abismales saltan a la vista: las diferencias de vivienda, sueldos, educación o servicios de salud entre sus habitantes más pudientes y los más pobres (que son la mayoría) son escandalosas.
 
¿Cómo no ver que tamaña desigualdad hace inviable la convivencia? ¿Cómo no advertir, sea cual sea la fe religiosa que nos mueve, y también si no tenemos ninguna, que hay en esta desigualdad una profunda inmoralidad? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
 
¿Cómo? A base de adherirnos al credo capitalista, al pernicioso dogma de la escasez. Y a base de desoír la doctrina bíblica, que nos invitaba a pedir solo el pan de cada día.
 
Los temas aquí planteados son complejos, y no los quisiéramos reducir a una caricatura. Sin embargo, resulta bastante evidente que una mayor fidelidad histórica a la doctrina bíblica de la abundancia de Dios y a la invitación de buscar solo el pan de cada día nos habría impedido llegar a la aberrante situación de desigualdad en la que hoy nos encontramos. Parecería que Keynes llevaba razón cuando exigía una política estatal activa que limitase la codicia personal del individuo. Dicha política estaría en plena sintonía con el evangelio de Jesús.
 
[1] T. Ruster, El dios falsificado (Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011).
[2] Para dicha “disección” el teólogo alemán se apoya en pensadores como Walter Benjamin y, sobre todo, John Maynard Keynes.
[3] T. Ruster, op. cit., 168.
[4] Ibid., 169.
[5] Ibid., 174.
[6] Ibid., 176.
[7] Ibid., 177.
[8] J. Diamond, Sociedades comparadas (P. Random House, Barcelona, 2016).


 

Martes 25 Julio 2017

Hace unos días reparé, por casualidad, en una minúscula pintada, hecha con lápiz, en un ladrillo del muro exterior de una escuela en el barrio El Pesebre de Bogotá: la frase estaba escrita con letra menuda, claramente infantil, pero se leía sin dificultad: «Mi vida a nadie le importa». Y debajo de las letras, ocupando toda la altura del ladrillo, más o menos debajo de la palabra nadie, el dibujo sencillo de unos ojos vertiendo lágrimas por encima de una boca triste, en forma de U invertida. Saqué una foto del pequeño grafiti.
 
Jamás sabré quien fue el autor o autora de la pintada, que con el paso del tiempo, o después de las primeras lluvias que caigan sobre la ciudad, quedará borrada. Pero no es difícil imaginar la escena: el niño o la niña, pongámosle ocho o nueve años, sale con ojos afligidos de su clase, al terminar el día escolar. Los compañeros se marchan, cada uno a su casa. Ella (imaginemos que es niña) queda sola en la calle; la pena la domina, quién sabe qué tristezas y zozobras empañan su alegría. Y entonces, antes de seguir con paso lento y ensimismado hacia su hogar (donde tal vez viven las razones de su congoja), se detiene. Ha tenido una ocurrencia. Mira arriba y abajo: nadie. Saca con decisión un lápiz de su mochila escolar y escribe su lacónico mensaje en la pared: mi vida a nadie le importa. Completa la frase con el garabato de una cara que llora. Quizá al terminar contempla durante unos segundos su obra –su grito, luego guarda el lápiz y se marcha. Tal vez un poco aliviada.

Me impresionan el gesto y el mensaje.
 
En primer lugar, el gesto: dejar escrita la rabia en un muro obedece sin duda a que a la autora del grafiti sintió, por lo menos en aquel momento, que la pared era su única interlocutora: es decir, que no tenía a nadie de carne y hueso con quien compartir sus penas. A la vez, dejar constancia de su frustración en una pared del barrio era una forma de hacer oír su voz: alguien me leerá, debió pensar la niña. Que la pintada no lleve firma y que nadie sepa que fui yo quien la escribió es lo de menos: alguien me leerá y sabrá que aquí hay alguien cuya vida a nadie importa.
 
Y me impresiona el mensaje, que resume en seis palabras un drama que es, por supuesto, el drama de mucha gente: el peso de la propia irrelevancia; sentir que no importas a nadie. Ni a los padres (¿ausentes?), ni a otros familiares, ni a los amigos, ni a los maestros…
 
¿Es cierto que la vida de esta niña no importa a nadie? No lo sé. Sí sé que así lo siente ella. Y sí es cierto que su pintada, que es lamento, grito y queja a la vez, condensa a la perfección la expresión de un anhelo humano fundamental, que haríamos muy bien de no olvidar ni perder nunca de vista: el anhelo legítimo de relevancia, de importar a alguien, de no ser tratados por los demás como un cero a la izquierda.
 
La protesta anónima de esta niña ayuda a comprender que pocas cosas son tan significativas, en nuestra relación con los demás, como comunicar a los otros lo mucho que nos importan. No se trata de ofrecer, artificialmente, declaraciones forzadas de amor; pero entre esto y no decirnos nunca que nos queremos, mejor pecar por exceso que por defecto. Reconozcamos, con humildad, nuestra necesidad de ser queridos. No seamos avaros en nuestras manifestaciones de cariño. No cuestan nada, y sin embargo, pueden transformar vidas.


 

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