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Martes 12 Septiembre 2017
La República Dominicana se ha visto sacudida recientemente por las noticias de varios asesinatos de chicas jóvenes. El caso de Emely, de 16 años, ha resonado por todo el país: esta chica, de familia muy humilde, habría quedado embarazada de su novio, un muchacho de clase pudiente que entonces la asesinó: parece ser que primero la indujo a un brutal aborto. El joven, de 20 años, y su madre están arrestados, pendientes de juicio.
 
Sin querer entrar en los espantosos detalles de tan abominable asesinato, que ha recibido la repulsa de toda la nación, quiero destacar un preocupante ángulo de la situación: desde sus doce años, la joven Emely, una joven bonita de familia pobre, “tenía amores”, como se dice aquí popularmente, con el muchacho.
 
Sin ánimo de juzgar desde ningún pedestal moral a quienes así se comportan, es importante reconocer que un secreto a voces, en este país, es que muchas niñas y jóvenes entablan relaciones con hombres mayores (a veces escandalosamente mayores) para sacar beneficios materiales. La pobreza extrema de las familias lleva a las chicas a dejarse deslumbrar por pequeños regalos: un teléfono celular moderno, ropa, dinero… Las que aspiran a más quizás quieren ir montadas en una “pasola” (moto) o una “yipeta” (un vehículo 4x4) o incluso tener una buena casa y una situación económica desahogada. Aunque algunas de estas relaciones funcionen bien y de ahí surjan familias estables y duraderas, no es el caso de la mayoría.
 
Un sinnúmero de mujeres jóvenes quedan embarazadas muy temprano, abandonan los estudios y algunas veces son abandonadas –no mucho más tarde− por el padre de la criatura. El brillo inicial de la relación puede dar paso a una absoluta oscuridad. La ilusión de tener aquellas pequeñas cosas que muchas otras jóvenes poseen puede ser, para muchas, un peligro fatal. Los padres y madres de estas jóvenes a veces tienen conocimiento de un noviazgo muy temprano, con una persona adulta y en esa relación  vislumbran un futuro para la hija y posiblemente una boca menos que alimentar, así que sucede con frecuencia que alientan esta relación desigual. Esta solución, esta mejora social provisional, se puede volver en contra de la mujer tarde o temprano, pues fomenta su dependencia de un hombre con recursos económicos, no la promueve a continuar estudios y hace basar todo su valor personal en su presencia física, que como sabemos, con los años cambia.
 
Como en muchas otras problemáticas sociales, hay dos importantes vías para trabajar contra esta situación, la vía jurídica, aumentando la edad mínima para contraer matrimonio (o vivir en pareja) y la vía educativa. En relación con la primera, expusimos hace unos meses en el artículo «Niñas esposadas», en este blog, el interés de varias instituciones nacionales e internacionales por cambiar la legislación para así proteger a las niñas –o mujeres menores de 18 años− aumentando su edad de contraer matrimonio de los 15 a los 18.  De la vía educativa queremos destacar que aparte de todos los esfuerzos directos del sistema educativo con niños, niñas y jóvenes, es esencial incidir en la educación y toma de consciencia de los padres y madres. Con frecuencia se dice que la primera y más importante educación es la de los progenitores hacia sus hijos.  Los padres a menudo han vivido en carne propia situaciones similares. Por eso mismo, en lugar de considerar estas relaciones como normales, deberían estar preparados para educar a sus hijos e hijas en valores, criterios, responsabilidades y límites; en una sana proyección de cada individuo hacia el futuro de manera autónoma, no dependiente y en igualdad de condiciones. ¡Cuesta esfuerzo, pero vale la pena!, ese sería un buen lema.


 

Martes 22 Agosto 2017

Hace poco he leído El dios falsificado, de Thomas Ruster, un libro que se publicó originalmente en alemán el año 2001 (Herder). En 2011, Ediciones Sígueme nos ofreció su traducción española, que lleva por sugerente subtítulo Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión[1]. A pesar de que hayan transcurrido ya más de quince años desde su aparición, me parece que la obra conserva una enorme vigencia.
 
El estudio del profesor Ruster, a ratos denso, tiene muchos méritos. Aquí solo quisiera hacerme eco de uno de sus argumentos, uno que sin lugar a dudas tiene implicaciones para la vida cotidiana: me refiero a la descripción que Ruster hace del capitalismo como religión; y como religión que, en esencia, se opone a la doctrina bíblica.
 
De hecho, más allá de la denominación misma del capitalismo como religión (con la que unos estarían de acuerdo y otros tal vez no), que probablemente no sea lo más importante del razonamiento de Ruster, lo que más me ha cautivado es su disección de la mentalidad que subyace en el capitalismo[2]: este nace de la preocupación por un futuro incierto. El anhelo por acumular riqueza para el mañana se fundamenta en el convencimiento de que los bienes disponibles son limitados (eso es lo que Ruster llama “el dogma de la escasez”), y que por lo tanto, el deber natural de cualquier persona sensata es asegurarse hoy, lo mejor que pueda, el siempre incierto sustento futuro. Nada puede realizar esta función tan bien como el dinero, y ningún mecanismo asegura mejor la existencia de futuras rentas como el de los intereses. En palabras de John Maynard Keynes, que Ruster cita, «la importancia del dinero proviene fundamentalmente de que representa un eslabón entre el presente y el futuro»[3]. Y remacha Ruster: «La preferencia por la liquidez tiene motivos psicológicos, y nace de la inquietud por el propio futuro»[4]. Dicho con otras palabras: el dinero está al servicio de la previsión, y el capitalismo «es religioso al velar por el futuro mediante el dinero»[5]. La mentalidad típicamente capitalista, en definitiva, nacería de una fuerte conciencia de escasez; su resultado sería el mandamiento de ser previsores mediante la acumulación de unos bienes que hoy no nos hacen falta, pero que podremos necesitar más adelante.
 
Pues bien: esta mentalidad choca frontalmente con la doctrina bíblica. La instrucción de Jesús, en el sermón de la montaña, será tajante: «No amontonéis tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer o a beber» (Mt 6,25); «estas son las cosas por las que se preocupan los paganos» (Mt 6,32). Y lo fundamental: los creyentes deben pedir solamente «el pan de cada día» (Mt 6,11). Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel aprendió la lección del maná: lo que se recoge para más de un día se pudre (Ex 16).
 
No es que la fe bíblica sea un canto a la irresponsabilidad o una llamada a vivir despreocupadamente. Es, eso sí, una invitación a vivir confiando en Dios, y no en el dinero. Y es que hay algo más profundo en juego, a lo que queríamos llegar con esta breve reflexión: comprender que, como el mismo Keynes observó, hay una conexión entre la conducta supuestamente previsora (que nace de la fe capitalista en la escasez) y la injusticia. Una conexión directa: la conducta previsora es causa de la injusticia. En este sentido, la renuncia a la previsión, lejos de ser irresponsable, nace, como afirma Ruster, «de la fe en la plenitud de la bendición divina, y está al servicio del reino de Dios y su justicia»[6]. La conocida prohibición bíblica del cobro de intereses (Ex 22,24; Lv 25,35-37; Dt 23,20-21) debe ser entendida como una advertencia a favor de la justicia social: no debe buscarse el enriquecimiento en el futuro a costa de la indigencia de los pobres en el presente. Porque en resumidas cuentas «hay suficiente para todos si no hay algunos que aseguran su porvenir a costa de otros»[7].
 
Se hace difícil leer la obra de Ruster, observar a continuación las sociedades en las que vivimos y no ver la formidable relevancia de su argumento: porque la desigualdad entre naciones y dentro de las naciones es, hoy, uno de los problemas más acuciantes de la humanidad. Lo afirma Jared Diamond en la conclusión de su reciente librito Sociedades Comparadas[8], y lo puede ver cualquiera que abra un periódico o salga a la calle. Los espeluznantes datos son, por desgracia, bien conocidos: 62 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (tres mil setecientos millones de personas). El 1% más rico del planeta ya tiene tanto como el otro 99%. Te asomas a la realidad de cualquier ciudad latinoamericana (o, para el caso, europea, estadounidense o de donde sea) y las desigualdades abismales saltan a la vista: las diferencias de vivienda, sueldos, educación o servicios de salud entre sus habitantes más pudientes y los más pobres (que son la mayoría) son escandalosas.
 
¿Cómo no ver que tamaña desigualdad hace inviable la convivencia? ¿Cómo no advertir, sea cual sea la fe religiosa que nos mueve, y también si no tenemos ninguna, que hay en esta desigualdad una profunda inmoralidad? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
 
¿Cómo? A base de adherirnos al credo capitalista, al pernicioso dogma de la escasez. Y a base de desoír la doctrina bíblica, que nos invitaba a pedir solo el pan de cada día.
 
Los temas aquí planteados son complejos, y no los quisiéramos reducir a una caricatura. Sin embargo, resulta bastante evidente que una mayor fidelidad histórica a la doctrina bíblica de la abundancia de Dios y a la invitación de buscar solo el pan de cada día nos habría impedido llegar a la aberrante situación de desigualdad en la que hoy nos encontramos. Parecería que Keynes llevaba razón cuando exigía una política estatal activa que limitase la codicia personal del individuo. Dicha política estaría en plena sintonía con el evangelio de Jesús.
 
[1] T. Ruster, El dios falsificado (Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011).
[2] Para dicha “disección” el teólogo alemán se apoya en pensadores como Walter Benjamin y, sobre todo, John Maynard Keynes.
[3] T. Ruster, op. cit., 168.
[4] Ibid., 169.
[5] Ibid., 174.
[6] Ibid., 176.
[7] Ibid., 177.
[8] J. Diamond, Sociedades comparadas (P. Random House, Barcelona, 2016).


 

Martes 25 Julio 2017

Hace unos días reparé, por casualidad, en una minúscula pintada, hecha con lápiz, en un ladrillo del muro exterior de una escuela en el barrio El Pesebre de Bogotá: la frase estaba escrita con letra menuda, claramente infantil, pero se leía sin dificultad: «Mi vida a nadie le importa». Y debajo de las letras, ocupando toda la altura del ladrillo, más o menos debajo de la palabra nadie, el dibujo sencillo de unos ojos vertiendo lágrimas por encima de una boca triste, en forma de U invertida. Saqué una foto del pequeño grafiti.
 
Jamás sabré quien fue el autor o autora de la pintada, que con el paso del tiempo, o después de las primeras lluvias que caigan sobre la ciudad, quedará borrada. Pero no es difícil imaginar la escena: el niño o la niña, pongámosle ocho o nueve años, sale con ojos afligidos de su clase, al terminar el día escolar. Los compañeros se marchan, cada uno a su casa. Ella (imaginemos que es niña) queda sola en la calle; la pena la domina, quién sabe qué tristezas y zozobras empañan su alegría. Y entonces, antes de seguir con paso lento y ensimismado hacia su hogar (donde tal vez viven las razones de su congoja), se detiene. Ha tenido una ocurrencia. Mira arriba y abajo: nadie. Saca con decisión un lápiz de su mochila escolar y escribe su lacónico mensaje en la pared: mi vida a nadie le importa. Completa la frase con el garabato de una cara que llora. Quizá al terminar contempla durante unos segundos su obra –su grito, luego guarda el lápiz y se marcha. Tal vez un poco aliviada.

Me impresionan el gesto y el mensaje.
 
En primer lugar, el gesto: dejar escrita la rabia en un muro obedece sin duda a que a la autora del grafiti sintió, por lo menos en aquel momento, que la pared era su única interlocutora: es decir, que no tenía a nadie de carne y hueso con quien compartir sus penas. A la vez, dejar constancia de su frustración en una pared del barrio era una forma de hacer oír su voz: alguien me leerá, debió pensar la niña. Que la pintada no lleve firma y que nadie sepa que fui yo quien la escribió es lo de menos: alguien me leerá y sabrá que aquí hay alguien cuya vida a nadie importa.
 
Y me impresiona el mensaje, que resume en seis palabras un drama que es, por supuesto, el drama de mucha gente: el peso de la propia irrelevancia; sentir que no importas a nadie. Ni a los padres (¿ausentes?), ni a otros familiares, ni a los amigos, ni a los maestros…
 
¿Es cierto que la vida de esta niña no importa a nadie? No lo sé. Sí sé que así lo siente ella. Y sí es cierto que su pintada, que es lamento, grito y queja a la vez, condensa a la perfección la expresión de un anhelo humano fundamental, que haríamos muy bien de no olvidar ni perder nunca de vista: el anhelo legítimo de relevancia, de importar a alguien, de no ser tratados por los demás como un cero a la izquierda.
 
La protesta anónima de esta niña ayuda a comprender que pocas cosas son tan significativas, en nuestra relación con los demás, como comunicar a los otros lo mucho que nos importan. No se trata de ofrecer, artificialmente, declaraciones forzadas de amor; pero entre esto y no decirnos nunca que nos queremos, mejor pecar por exceso que por defecto. Reconozcamos, con humildad, nuestra necesidad de ser queridos. No seamos avaros en nuestras manifestaciones de cariño. No cuestan nada, y sin embargo, pueden transformar vidas.


 

Sábado 3 Junio 2017
Como es bien sabido, la palabra “pentecostés” viene del griego y significa día quincuagésimo. El número 50 es, para los judíos, un símbolo de plenitud: una semana de semanas (siete por siete, más uno). Esta fiesta, que en sus orígenes tenía carácter agrícola, se celebra cincuenta días después de la Pascua judía, ya que se considera que unos cincuenta días después del éxodo fuera de Egipto el pueblo de Israel selló la alianza con Yahvé en el monte Sinaí bajo la guía de Moisés.
 
Los cristianos celebramos hoy, siete semanas después de la Pascua de Resurrección de Jesús, la efusión del Espíritu a la comunidad apostólica, no como fiesta independiente, sino como culminación de la Pascua: “¡Recibid el Espíritu Santo!”
 
En medio del bullicio de gentes de distintas lenguas que llegaban a Jerusalén para celebrar el pentecostés judío, el Espíritu Santo dio la fuerza a los apóstoles para transmitir el mensaje de amor de Jesús a todos. Tras la partida del Señor podrían haber triunfado la confusión y la dispersión, pero se impusieron el acierto y la unión, para que el testimonio del Resucitado llegara hasta los confines de la tierra.
 
Ante una sociedad tan polarizada y fragmentada como es, en muchas aspectos, la nuestra, necesitamos vivir  celebrando Pentecostés. Pedimos la presencia del Espíritu Santo, y podemos decir:
 
Ven Espíritu Santo, enséñanos a dialogar como hermanos.
 
Ven Espíritu Santo, y ayúdanos a entender el lenguaje del adversario.
 
Ven Espíritu Santo y enséñanos a descubrir  que todos somos hermanos.
 
Ven Espíritu Santo y libéranos de la amenaza de convertir nuestros países en una nueva Babel, incapaces de construir un futuro de fraternidad.
 
Ven Espíritu Santo y libéranos de la intolerancia, de la intransigencia, que nos aleja cada vez más de toda colaboración eficaz.
 
Ojalá repitamos entre nosotros aquellas palabras de Pablo a las primeras comunidades cristianas: «¡No apaguéis el Espíritu!» (1Tes 5,19). No apaguemos nuestra fe en el Padre de todos, no apaguemos nuestra esperanza en una sociedad más fraterna.


 

Domingo 16 Abril 2017
Si al inicio de la Cuaresma reflexionábamos sobre la contingencia de la existencia, sobre aquel “eres polvo y al polvo volverás” y sobre los beneficios de tomar consciencia de nuestra finitud, hoy, en la gran fiesta de la Pascua, buscamos el camino de la Resurrección.
 
La Resurrección es vida nueva, creación nueva, renacimiento, transformación; es alegría, gozo, paz interior, felicidad profunda.
 
Quizá no buscamos estas metas a través de un camino derecho, lineal, sino de forma cíclica, transportados por el oleaje de la vida. Avanzamos paso a paso, no sin traspiés y retrocesos, quizás dando unos cuantos rodeos, como siguiendo una lenta espiral, pero lo hacemos abrazados a la cruz. Esa cruz personal, esas limitaciones de las que somos conscientes, esos egoísmos encubiertos, esas envidias y perezas que traicionan nuestros elevados fines; hay que cargar esas cruces, no hay remedio, como dice el evangelio; tomar la cruz y no mirar atrás, pero una clave de las cruces es la aceptación, el abrazo, la acogida de todo aquello que se nos hace difícil de esas cargas pesadas. Aceptar lo ridículos que podemos llegar a ser, aceptar los engaños en los que nos enredamos como araña en su tela, aceptar la enfermedad que nos revela más humanos y frágiles, aceptar la dependencia de los demás para tantas y tantas cosas… y aceptar y acoger la imperfección del mundo, de la humanidad libre que Dios creó, con todas sus miserias y sus vanidades, capaz de las cosas más bellas y de las mayores atrocidades.
 
Una vez aceptado todo esto, una vez abrazadas todas las cruces, con la fuerza de Dios, con su gracia, le echamos una mano al Padre en su trabajo, como sus hijos que somos queridos, como sus manos, sus pies y sus ojos. Allá donde podemos hacernos más cercanos a su hijo Jesús en nuestras actitudes, en nuestra ternura, en nuestra aceptación indiscriminada de los demás… allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús en su lucha contra la injusticia, contra los mercaderes del templo, contra la hipocresía de los fariseos, contra la indiferencia del levita y el sacerdote hacia el caído... allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús que ora en el huerto, pidiendo la voluntad de Dios y no la nuestra...
 
Es ahí donde descubrimos el gozo de la Resurrección, donde reemprendemos el vuelo, donde nace la esperanza, donde reina la solidaridad; es ahí donde crece la alegría profunda, donde se acaba el miedo y renace el amor ¡Es ahí donde vivimos la fiesta de la Resurrección!

 


 

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