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Martes 25 Julio 2017

Hace unos días reparé, por casualidad, en una minúscula pintada, hecha con lápiz, en un ladrillo del muro exterior de una escuela en el barrio El Pesebre de Bogotá: la frase estaba escrita con letra menuda, claramente infantil, pero se leía sin dificultad: «Mi vida a nadie le importa». Y debajo de las letras, ocupando toda la altura del ladrillo, más o menos debajo de la palabra nadie, el dibujo sencillo de unos ojos vertiendo lágrimas por encima de una boca triste, en forma de U invertida. Saqué una foto del pequeño grafiti.
 
Jamás sabré quien fue el autor o autora de la pintada, que con el paso del tiempo, o después de las primeras lluvias que caigan sobre la ciudad, quedará borrada. Pero no es difícil imaginar la escena: el niño o la niña, pongámosle ocho o nueve años, sale con ojos afligidos de su clase, al terminar el día escolar. Los compañeros se marchan, cada uno a su casa. Ella (imaginemos que es niña) queda sola en la calle; la pena la domina, quién sabe qué tristezas y zozobras empañan su alegría. Y entonces, antes de seguir con paso lento y ensimismado hacia su hogar (donde tal vez viven las razones de su congoja), se detiene. Ha tenido una ocurrencia. Mira arriba y abajo: nadie. Saca con decisión un lápiz de su mochila escolar y escribe su lacónico mensaje en la pared: mi vida a nadie le importa. Completa la frase con el garabato de una cara que llora. Quizá al terminar contempla durante unos segundos su obra –su grito, luego guarda el lápiz y se marcha. Tal vez un poco aliviada.

Me impresionan el gesto y el mensaje.
 
En primer lugar, el gesto: dejar escrita la rabia en un muro obedece sin duda a que a la autora del grafiti sintió, por lo menos en aquel momento, que la pared era su única interlocutora: es decir, que no tenía a nadie de carne y hueso con quien compartir sus penas. A la vez, dejar constancia de su frustración en una pared del barrio era una forma de hacer oír su voz: alguien me leerá, debió pensar la niña. Que la pintada no lleve firma y que nadie sepa que fui yo quien la escribió es lo de menos: alguien me leerá y sabrá que aquí hay alguien cuya vida a nadie importa.
 
Y me impresiona el mensaje, que resume en seis palabras un drama que es, por supuesto, el drama de mucha gente: el peso de la propia irrelevancia; sentir que no importas a nadie. Ni a los padres (¿ausentes?), ni a otros familiares, ni a los amigos, ni a los maestros…
 
¿Es cierto que la vida de esta niña no importa a nadie? No lo sé. Sí sé que así lo siente ella. Y sí es cierto que su pintada, que es lamento, grito y queja a la vez, condensa a la perfección la expresión de un anhelo humano fundamental, que haríamos muy bien de no olvidar ni perder nunca de vista: el anhelo legítimo de relevancia, de importar a alguien, de no ser tratados por los demás como un cero a la izquierda.
 
La protesta anónima de esta niña ayuda a comprender que pocas cosas son tan significativas, en nuestra relación con los demás, como comunicar a los otros lo mucho que nos importan. No se trata de ofrecer, artificialmente, declaraciones forzadas de amor; pero entre esto y no decirnos nunca que nos queremos, mejor pecar por exceso que por defecto. Reconozcamos, con humildad, nuestra necesidad de ser queridos. No seamos avaros en nuestras manifestaciones de cariño. No cuestan nada, y sin embargo, pueden transformar vidas.


 

Sábado 3 Junio 2017
Como es bien sabido, la palabra “pentecostés” viene del griego y significa día quincuagésimo. El número 50 es, para los judíos, un símbolo de plenitud: una semana de semanas (siete por siete, más uno). Esta fiesta, que en sus orígenes tenía carácter agrícola, se celebra cincuenta días después de la Pascua judía, ya que se considera que unos cincuenta días después del éxodo fuera de Egipto el pueblo de Israel selló la alianza con Yahvé en el monte Sinaí bajo la guía de Moisés.
 
Los cristianos celebramos hoy, siete semanas después de la Pascua de Resurrección de Jesús, la efusión del Espíritu a la comunidad apostólica, no como fiesta independiente, sino como culminación de la Pascua: “¡Recibid el Espíritu Santo!”
 
En medio del bullicio de gentes de distintas lenguas que llegaban a Jerusalén para celebrar el pentecostés judío, el Espíritu Santo dio la fuerza a los apóstoles para transmitir el mensaje de amor de Jesús a todos. Tras la partida del Señor podrían haber triunfado la confusión y la dispersión, pero se impusieron el acierto y la unión, para que el testimonio del Resucitado llegara hasta los confines de la tierra.
 
Ante una sociedad tan polarizada y fragmentada como es, en muchas aspectos, la nuestra, necesitamos vivir  celebrando Pentecostés. Pedimos la presencia del Espíritu Santo, y podemos decir:
 
Ven Espíritu Santo, enséñanos a dialogar como hermanos.
 
Ven Espíritu Santo, y ayúdanos a entender el lenguaje del adversario.
 
Ven Espíritu Santo y enséñanos a descubrir  que todos somos hermanos.
 
Ven Espíritu Santo y libéranos de la amenaza de convertir nuestros países en una nueva Babel, incapaces de construir un futuro de fraternidad.
 
Ven Espíritu Santo y libéranos de la intolerancia, de la intransigencia, que nos aleja cada vez más de toda colaboración eficaz.
 
Ojalá repitamos entre nosotros aquellas palabras de Pablo a las primeras comunidades cristianas: «¡No apaguéis el Espíritu!» (1Tes 5,19). No apaguemos nuestra fe en el Padre de todos, no apaguemos nuestra esperanza en una sociedad más fraterna.


 

Domingo 16 Abril 2017
Si al inicio de la Cuaresma reflexionábamos sobre la contingencia de la existencia, sobre aquel “eres polvo y al polvo volverás” y sobre los beneficios de tomar consciencia de nuestra finitud, hoy, en la gran fiesta de la Pascua, buscamos el camino de la Resurrección.
 
La Resurrección es vida nueva, creación nueva, renacimiento, transformación; es alegría, gozo, paz interior, felicidad profunda.
 
Quizá no buscamos estas metas a través de un camino derecho, lineal, sino de forma cíclica, transportados por el oleaje de la vida. Avanzamos paso a paso, no sin traspiés y retrocesos, quizás dando unos cuantos rodeos, como siguiendo una lenta espiral, pero lo hacemos abrazados a la cruz. Esa cruz personal, esas limitaciones de las que somos conscientes, esos egoísmos encubiertos, esas envidias y perezas que traicionan nuestros elevados fines; hay que cargar esas cruces, no hay remedio, como dice el evangelio; tomar la cruz y no mirar atrás, pero una clave de las cruces es la aceptación, el abrazo, la acogida de todo aquello que se nos hace difícil de esas cargas pesadas. Aceptar lo ridículos que podemos llegar a ser, aceptar los engaños en los que nos enredamos como araña en su tela, aceptar la enfermedad que nos revela más humanos y frágiles, aceptar la dependencia de los demás para tantas y tantas cosas… y aceptar y acoger la imperfección del mundo, de la humanidad libre que Dios creó, con todas sus miserias y sus vanidades, capaz de las cosas más bellas y de las mayores atrocidades.
 
Una vez aceptado todo esto, una vez abrazadas todas las cruces, con la fuerza de Dios, con su gracia, le echamos una mano al Padre en su trabajo, como sus hijos que somos queridos, como sus manos, sus pies y sus ojos. Allá donde podemos hacernos más cercanos a su hijo Jesús en nuestras actitudes, en nuestra ternura, en nuestra aceptación indiscriminada de los demás… allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús en su lucha contra la injusticia, contra los mercaderes del templo, contra la hipocresía de los fariseos, contra la indiferencia del levita y el sacerdote hacia el caído... allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús que ora en el huerto, pidiendo la voluntad de Dios y no la nuestra...
 
Es ahí donde descubrimos el gozo de la Resurrección, donde reemprendemos el vuelo, donde nace la esperanza, donde reina la solidaridad; es ahí donde crece la alegría profunda, donde se acaba el miedo y renace el amor ¡Es ahí donde vivimos la fiesta de la Resurrección!

 


 

Viernes 14 Abril 2017
Una tradición popular, muy viva sobre todo en América Latina, ha agrupado en la fiesta del Viernes Santo las siete palabras que en los diferentes Evangelios aparecen pronunciadas por Jesús en la cruz. Es lo que llamamos “el sermón de las siete palabras”.
 
A nivel teológico, la cruz es un evento liberador y salvífico, pero a nivel histórico y humano, personal y psicológico, la cruz fue para Jesús una experiencia desgarradora de pérdida. Es, en cierta forma, la imagen de la pérdida total. En la cruz Jesús no sólo perdió su vida sino también sus discípulos, su plan, su identidad, su buen nombre, su reputación. En la cruz Jesús lo pierde todo.
 
Y es desde esta experiencia que las siete palabras pueden ser para nosotros una buena herramienta para enfrentar nuestras propias experiencias de pérdida. En una sociedad donde predomina el valor del éxito, y a partir del mismo se establece el valor de una persona, quién vale y quién no, lo que quizás tendríamos que aprender y enseñar no es tanto saber ganar sino saber perder. No saber asumir nuestras pérdidas es, en el fondo, la causa subyacente a la violencia o a la intolerancia, por ejemplo. Ambos son síntomas de que existe, en aquellos que las practican, poca preparación para la pérdida. Desde temprana edad nuestras vidas están llenas de pérdidas: uno puede perder un ser querido, puede perder una pelea, una discusión, un privilegio, o un trabajo, y depende de lo bien preparados que estemos para ello que podamos seguir adelante después de experimentar estas pérdidas. Hay que aprender a manejar las pérdidas, y Jesús, en sus palabras en la cruz, nos puede dar una pista de cómo sobrellevar nuestras propias experiencias de cruz, nuestros Viernes Santos, y así prepararnos para la “resurrección”.

1.     «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (Mateo, 27,46 y Marcos 15,34). El grito es desgarrador, estremecedor y hasta escandaloso, viniendo del mismo Jesús. Pero, es también extremadamente humano. El grito de la frustración, ¡ya no puedo más! Es un grito catártico con el que de una forma u otra nos vaciamos. En nuestras cruces es necesario saber expresarnos, no reprimirnos. Saber decir sin miedo ni remordimientos lo que estamos sufriendo, aunque a veces solo sea decírnoslo a nosotros mismos.

2.     «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34). Toda experiencia de pérdida suele ir acompañada por la asignación de culpabilidad, ya sea a otros o a uno mismo; es por ello que, para poder asumirla, tiene que ir acompañada por una experiencia de perdón. La ausencia de rencor es fundamental para poder cicatrizar heridas.

3.     «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23,43). Quizá en caliente las experiencias de pérdida son un sinsentido. Quizá deberíamos intentar descubrir, aunque sea de forma contra-intuitiva, los elementos positivos que tal experiencia puede desencadenar.

4.     «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23,46). En momentos de pérdida tenemos que reconocer que no siempre podremos estar en control ni de las situaciones ni de las demás personas. Dejarnos llevar, saber que los acontecimientos van más allá de nosotros, es una forma de enfrentarnos a las pérdidas de forma saludable. Hay que saber soltar. 

5.     «Tengo sed»  (Juan 19,28). Pedir ayuda es siempre una forma de hacer que las cruces nos sean más llevaderas. Reconocer nuestra vulnerabilidad y, por ella, nuestra evidente necesidad de los demás. No somos héroes.

6.     «Mujer, aquí tienes a tu hijo..., aquí tienes a tu madre» (Juan 19,26-27). Una de las dimensiones más difíciles de una pérdida es aceptar que nuestro entorno no tiene por qué estar en nuestra misma situación, y aunque muestren empatía hacia nosotros, no debemos arrastrar a los demás hacia nuestras propias cruces o pozos de dolor.  

7.     «Todo se ha cumplido» (Juan 19,30). En momentos de pérdida o de duelo, a veces a modo de consuelo encontramos expresiones poco acertadas como “todo sucede por una razón” o “si ha pasado por algo será” o aún peor “Dios tiene su plan y sabe más que nosotros”. Aun siendo desafortunadas, estas expresiones esconden la idea de que a menudo las cruces, los sufrimientos que nos invaden en un momento determinado, son puertas hacia nuevos caminos que sin ellas nunca hubiéramos explorado. Puede haber sentido en el sufrimiento.
 
Examinemos, pues, estas palabras de Jesus en la cruz, y dejemos que contra todo pronóstico nuestras experiencias de pérdida puedan, quizá con el tiempo, ser positivas, para que el Viernes Santo no tenga la última palabra y podamos llegar a la Resurrección. 


 

Jueves 13 Abril 2017

«Las fuentes de comida humeante sobre la mesa: ya todo está listo para la cena, que empezará de un momento a otro. Me gustaría que esta noche supiéramos ser, más que nunca, una familia de verdad, un grupo de compañeros leales, comprometidos los unos con los otros, llenos de confianza en el sentido y la belleza de nuestro mensaje. Es cierto que a menudo no sabemos llevar a la práctica lo que soñamos; entre nosotros hay tensiones. No siempre nos entendemos, ni entendemos a Jesús. Hay días en que lo peor de nosotros mismos (las envidias, la competitividad, los deseos de brillar, las antiguas ideologías que todavía palpitan en nuestros corazones y nos separan, los miedos…) se adueña de nuestras mentes y espíritus, y entonces discutimos, y nos herimos, y parece que se vaya a desmoronar todo lo que hemos venido construyendo con tanta ilusión desde hace ya varios años. Hoy no debería ser así: celebremos la Pascua, nuestra amistad y nuestra fe; celebremos nuestra esperanza, con aquella alegría que tantas veces experimentamos al lado de Jesús».
 
El maestro y sus amigos más cercanos se han reunido para la cena de Pascua. Están en Jerusalén. Flota en el ambiente de la sala en la que ahora van entrando un soplo de incertidumbre, de expectación, mezclado con el aire festivo de estos días señalados: muchos intuyen que algo inusual está por ocurrir, pero no saben qué será. El conflicto con los dirigentes del pueblo, que viene gestándose desde hace tiempo, se ha exacerbado en las últimas semanas y días, sobre todo desde que Jesús echó a los vendedores y cambistas del templo… y ello contribuye a que un aire de amenaza planee sobre el grupo. Sin embargo, hoy celebran.
 
«Comemos y bebemos, conversamos animadamente. Reímos. ¡Estamos bien! Durante un buen rato parece que hayamos podido ahuyentar todos los malos presagios. Después de dos o tres copas y de llenar el estómago con queso, aceitunas, dátiles y este delicioso cordero, incluso el choque, quizá inevitable, con los sumos sacerdotes, no nos parece tan terrible, ni definitivo, ni difícil de enfrentar. Siempre hemos salido adelante, esta vez no será distinta. Judas sí está bastante raro, muy callado (aunque él es taciturno por naturaleza) y con la mirada un poco perdida. Él sabrá. Lo indudable es que el momento, el compartir, es hermoso: la fraternidad que vivimos no tiene precio».
 
Llevan años juntos, caminando de la mano de Jesús, a quien conocieron en su Galilea natal. Han sido años intensos, sin tiempo para aburrirse. Viajes, encuentros con todo tipo de gente, conversaciones sin fin, discusiones, momentos dulces y momentos amargos, y el desafío que el maestro les plantea a diario; el reto de revisar todas sus preconcepciones, de aprender a mirar la vida con ojos nuevos, de ver lo escondido en los demás: las virtudes que no sabían advertir en aquellos que de natural hubiesen despreciado (por extraños, por descreídos, por enemigos), y los egoísmos que no querían ver en los que, en teoría, les eran más afines. Jesús ha transformado sus miradas.
 
«Qué rato más agradable. Todos los momentos duros y nuestros desvelos y angustias valen la pena si al final podemos experimentar espacios como este, de fraternidad real, de compañerismo, de dicha. Ah. Jesús se levanta, parece que nos quiere decir algo… pero, ¿qué hace? ¿Por qué deja su manto y se ciñe este paño en la cintura? ¡Se arrodilla!… ¿acaso nos quiere lavar los pies?»
 
Un silencio reverencial ha substituido la algarabía que llenaba el comedor hace tan solo un instante. Únicamente se escucha el goteo del agua tibia, cayendo de la jarra hasta los pies de los comensales y de allá a la jofaina que Jesús va colocando frente a cada uno de ellos. No tiene prisa, lava los pies de sus amigos con lentitud, dejando que ellos absorban el momento, conscientes de la intimidad que provoca su gesto delicado y profundo, y a la vez embargados por la extrañeza desconcertante y un poco molesta que viene del hecho de que sea él, su guía, quien realice este acto propio de esclavos.
 
«Se acerca a Pedro y Pedro, por supuesto —siempre él, incapaz de reservarse un pensamiento, aunque esta vez no le reprocho nada, pues creo que todos estamos rumiando lo mismo— protesta, pone objeciones a lo que está ocurriendo. Hablan, casi discuten. Jesús insiste. Finalmente le lava también los pies a Simón. Y a todos. Y ahora regresa a su lugar, se sienta, y nos explica el porqué de esta extraña ceremonia».
 
Solamente el paso del tiempo y la perspectiva que les darían los acontecimientos dramáticos que se iban a desencadenar pocas horas después de aquella cena, permitirían a los amigos de Jesús ir comprendiendo la fuerza de aquel último gesto. Un día, al fin, aceptarían que siempre será falsa la dicha de una fraternidad que no sabe servir. Y que un amor auténtico siempre se traduce en servicio.
 
«El lavatorio de pies nos ha dejado a todos un poco estupefactos. Luego Jesús y Judas han tenido un altercado, y el Iscariote se ha ido de la casa dando un sonoro portazo. Ahora caminamos por las estrechas callejas de la ciudad santa, bajo las estrellas, camino del huerto de Getsemaní, donde pasaremos la noche. Tengo que seguir cavilando sobre lo que nos ha querido mostrar Jesús arrodillándose con su jarra, su toalla y su jofaina, ante nosotros. Salimos de la ciudad. Hace frío, el aire huele a ciprés, a romero y a jazmín. Todo está bien. Todo saldrá bien».   


 

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