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Martes 8 Noviembre 2016
Esteve Redolad
 
Pasa con algunos pasajes de la Escritura que, a base de proclamarlos una y otra vez, se convierten en moralejas que tienden a simplificar o incluso eclipsar su sentido histórico y, por ende, original.
 
Así sucede con la historia del Buen Samaritano, que se ha convertido para muchos en expresión popular refiriéndose a la persona que desinteresadamente ayuda a un desconocido.
 
Aunque es cierto que la parábola nos habla del valor desinteresado de la solidaridad ante la persona necesitada que encontramos en nuestro camino, la simplificación popular borra el contraste provocador del texto.
 
Recordemos que el contexto de la parábola es la pregunta de cómo obtener la vida eterna. La respuesta es “a través del amor a Dios y al prójimo”. Cuestionado Jesús por quién es el prójimo, nos narra la historia ya conocida.
  
Si intentamos sacudirnos toda una historia de moralización, veremos que al lector de hace 2000 años la parábola debía sonarle así: un hombre es asaltado y dejado medio muerto al lado del camino que va de Jerusalén a Jericó. Por ese mismo camino pasan un sacerdote y un levita, dos personas vinculadas estrechamente al culto en el templo. A ellos se les supone, por esta vinculación, el amor a Dios. Sin embargo, son incapaces de demostrar el amor al prójimo. El Samaritano, en cambio, era la personificación de los que no amaban a Yahveh, ya que no adoraban en el templo de Jerusalén sino en la montaña sagrada de Garizim; aun así, este “infiel” sí es capaz de amar al prójimo.
 
El contraste es fuerte, y la lección también. El amor a Dios no se demuestra sólo con acciones litúrgicas religiosas y cultuales, sino también a través de acciones concretas a favor del prójimo.  Lo primero puede servir como motivador, como acicate, pero si no lleva lo segundo está vacío de contenido y de sentido.
 
El mandato de Jesús al final de la parábola es claro. Habla del samaritano infiel, pero solidario, y dice: ¡ve y haz tú lo mismo!  

Martes 25 Octubre 2016
Martí Colom

El texto y sus dificultades
 
El pasaje del evangelio de Lucas que narra cómo una mujer unge los pies de Jesús bañándolos con sus lágrimas y secándolos con su cabellera (Lc 7,36-50) constituye una escena de una gran riqueza y profundidad, amén de ser muy hermosa, y nos ofrece una reflexión sobre uno de los temas centrales del mensaje cristiano: el perdón.
 
Repasemos el desarrollo del episodio: un fariseo, que pronto sabremos que se llama Simón, invita a Jesús a su casa para compartir una comida. Tan pronto como Jesús se ha recostado en la mesa aparece una mujer, conocida en toda la ciudad como pecadora, que llega con un frasco de perfume y, llorando, baña los pies de Jesús con sus lágrimas para luego secárselos con su pelo. Simón se escandaliza de que Jesús permita estas muestras de afecto por parte de una mujer de pésima reputación. Entonces Jesús propone una parábola: dos hombres debían sumas de dinero (el primero quinientos denarios, el segundo cincuenta) a un tercer personaje, que ante su incapacidad para pagar les perdona ambas deudas. «¿Cuál de ellos le estará más agradecido?», pregunta Jesús. «Supongo que aquel a quien le perdonó más», responde, lógicamente, el fariseo.
 
Seguidamente Jesús dirige la atención de Simón hacia la mujer y compara las atenciones que ella ha tenido con él con la falta de detalles que el propio anfitrión le ha mostrado, para concluir con la frase clave: «Por eso te digo: sus pecados, que eran muchos, se le han perdonado, por eso ama tanto; en cambio, al que poco se le perdona, poco ama» (7,47).
 

Cuando llegamos a este punto central de la historia, la traducción de la primera parte del versículo que acabamos de citar —el 7,47a— parece dividir a los intérpretes de Lucas. En efecto, mientras que algunas traducciones discurren en el sentido que hemos recogido en el párrafo anterior, en no pocas traducciones la secuencia lógica de la narración se rompe de forma bastante sorprendente, pues deciden hacer decir a Jesús lo siguiente: «Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho»[1].
 
En estas traducciones Jesús está diciendo con absoluta claridad que la causa del perdón (de Jesús a la mujer) es el amor que ella mostró. La dificultad está en que tal afirmación confunde el mensaje y rompe la lógica del argumento que Lucas nos presenta. Es una traducción de la primera parte del versículo 47 que no encaja en absoluto no sólo con el resto del pasaje sino con la propia segunda parte del mismo versículo: «Mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama» (47b).

Decir que el mérito de la mujer es haber amado, y que con ese amor se ha ganado el perdón, no reflejaría la parábola de los dos deudores, ninguno de los cuales tenía con qué pagar su deuda (42). En la lógica que proponen las traducciones arriba citadas el amor es causa del perdón. El problema es que Jesús está diciendo exactamente lo contrario, como se desprende del sentido global del pasaje (y la parábola de los dos deudores ilustra este punto con transparencia): a saber, que no es el amor causa del perdón, sino a la inversa, el perdón es causa del amor, o lo mismo dicho de otro modo, el amor es la consecuencia del perdón. La mujer, a semejanza del personaje que debía una gran cantidad, ama mucho porque se le ha perdonado mucho, ama como respuesta al perdón recibido, que es exactamente donde quería llegar Jesús, que concluye con la declaración: «En cambio, a quien poco se le perdona, poco ama». Volveremos más tarde a esta conclusión.
 
Hay por lo menos dos razones que explican el motivo por el cual seguramente muchos traductores se inclinan por la interpretación según la cual en el verso 47a Jesús diría que los pecados le han sido perdonados a la mujer porque amó mucho. La primera, de carácter gramatical, es que la conjunción οτι —que es la palabra sobre la que gira la frase— se suele traducir, en efecto, como un “porque” causal. En este caso, sin embargo, el contexto nos hace ver, como venimos subrayando, que tal traducción no encaja con la enseñanza del pasaje, y que habría que entender οτι en el sentido de que explica por qué podemos saber que el perdón existe, y no por qué se ha producido el perdón.
 
La segunda razón vendría dada por una lectura equivocada (a nuestro parecer) del relato: del hecho que ella llegue a la casa y llore y bañe con sus lágrimas los pies de Jesús antes de que se produzca ninguna conversación entre ellos dos sobre sus pecados, se podría deducir, ciertamente, que es en respuesta al arrepentimiento mostrado en este gesto que Jesús decide perdonarla. No es hasta el controvertido versículo 47 que Jesús afirma que «se le han perdonado los pecados», y hasta el versículo siguiente que se lo dice directamente a ella: «Tus pecados están perdonados» (48). Esta demora en la declaración de que los pecados han sido efectivamente perdonados parecería indicar que ella, tomando la iniciativa de acercarse con lágrimas y gestos de ternura hacia Jesús, ha provocado su perdón, y así quedaría justificada la traducción de 47a que estamos cuestionando.
 
¿Cómo conciliar la enseñanza final de Jesús («a quien poco se perdona, poco ama»), que está en perfecta consonancia con la parábola de los dos deudores, con la sucesión de eventos en casa de Simón, que podría indicar que la mujer ha amado primero? Probablemente haya que buscar la respuesta a esta pregunta en las lágrimas de la mujer. ¿Qué clase de lágrimas son? ¿Por qué llora? ¿Por qué muestra afecto hacia el maestro? La única respuesta que nos permitirá encajar el rompecabezas es, en verdad, obvia: eran lágrimas de agradecimiento, no de arrepentimiento. La mujer llora porque se ya sabe perdonada, y es por gratitud que se acerca tan cariñosamente a Jesús. No llega al encuentro de Jesús a pedir, sino a agradecer el perdón. Habría entre esta mujer y Jesús una sintonía total: ella se le acerca porque, incluso antes de que él se lo confirme, ya se sabe acogida, rescatada de su vergüenza por aquel profeta de la misericordia, distinto del resto de hombres de la ciudad. Por eso llora, agradecida; por eso lo atiende, gozosa. Él la comprende, entiende desde el primer momento lo que está pasando, y cuando al final de la narración le dice «tus pecados están perdonados» simplemente está confirmando algo que ella sabía de antemano. Es más, el texto, con su referencia final a los demás comensales presentes en la escena observándolo todo con atención (49), incluso permite aventurar la idea de que la verbalización final del perdón tiene como propósito dejarles claro a ellos y a Simón que Jesús no rechaza a la mujer, más incluso que la función de decírselo a ella misma, quien, en verdad, ya lo sabría. Únicamente si las lágrimas de la mujer son de agradecimiento encaja de forma coherente todo el pasaje, que podríamos titular, por lo tanto, la escena de la mujer agradecida y el fariseo altivo.
 
Porque si ella representa a las personas conscientes tanto de su pecado como del perdón que Dios ofrece sin reservas, Simón describe aquel que, creyéndose sin culpa, se aleja de Dios porque no cree necesitar nada de Él. La frase lapidaria con que Jesús cierra la enseñanza («al que poco se le perdona, poco ama») es una seria advertencia al fariseo —y a los fariseos de todos los tiempos— que podría leerse así: «Aquel que, creyéndose perfecto, piensa que no necesita perdón, termina aislado en su soberbia». Tendría esta conclusión un alto componente irónico, exactamente el mismo que Jesús usa cuando en otra ocasión dice aquello de «no sienten necesidad de médico los sanos» (Lc 5,31), frase dirigida, como a Simón, a un grupo de fariseos que le reprochaban que comiera y bebiera con descreídos y a los que él, como a Simón, quiere hacer ver lo peligrosa que es su soberbia.    
 
Implicaciones del texto
 
Lo planteado hasta aquí tiene implicaciones importantes para el modo en que gestionamos nuestras relaciones, nuestros conflictos, y las heridas que nos han infligido o que nosotros hemos ocasionado a otros.
 
En el esquema de las traducciones que, violentando la coherencia del pasaje, hacen decir a Jesús que la mujer ha sido perdonada porque amó, la responsabilidad de resolver el conflicto recae en el pecador. Él o ella son los que tienen que convertirse, cambiar, empezar a amar, y sólo entonces, como consecuencia de esta conversión, serán perdonados.
 
En cambio, en el esquema de Jesús, aquel que refleja la traducción que creemos más correcta (y la única que es coherente con el resto del pasaje), donde se dice que ella ama porque mucho se le ha perdonado, la responsabilidad de desbloquear el conflicto no recae en el pecador sino en aquel que tiene capacidad de ofrecer el perdón.
 
Como en tantas otras ocasiones, Jesús hace gala de un gran pragmatismo y de un impecable conocimiento de la naturaleza humana. Porque pretender que el pecador, sin recibir ningún aliento, apoyo o estímulo, un buen día, de golpe, empiece a amar a los demás, es muy poco realista: no sucederá, por lo menos no habitualmente. Es pedir las proverbiales peras al olmo. En cambio, es mucho más plausible sugerir que si alguien se adelanta y le dice al pecador “quedas perdonado”, eso sea precisamente el desencadenante de una transformación en su interior. Jesús, en otras palabras, confiere la responsabilidad en el que puede ejercerla. Los deudores de la parábola, recordémoslo una vez más, «no tenían con qué pagar». Es decir, simplemente, no podían tomar la iniciativa.
 
¿Es realista pensar que, por arte de magia, sin mediación alguna, alguien sumergido en el egoísmo descubra la senda de la generosidad? No. ¿Es plausible pensar que, si recibe la seguridad, la certeza, de que sus mezquindades no le serán tenidas en cuenta, entonces algo profundo cambie en su interior? Quizá: esa es, por ejemplo, la intuición en la que se basa el famoso inicio de Los Miserables, de Víctor Hugo, cuando Jean Valjean es generosamente perdonado (sin hacer absolutamente nada para obtener tal gracia) por el obispo a quien había robado.
 
El esquema que emerge del «sus pecados, que eran muchos, se le han perdonado, por eso ama tanto» explica la relación de Dios con nosotros: el Padre no está encumbrado en su cielo, esperando con impaciencia, altivamente, como un niño ofendido, que vayamos hasta él a pedir disculpas. El Padre se adelanta, viene a nosotros, y nos ofrece gratuitamente su perdón y amor, esperando sin duda entonces que nuestra respuesta sea el amor: «Dios nos amó primero», dirá en este sentido la Primera Carta de Juan (1Jn 4,19).
 
Este mismo esquema es, obviamente, el que Jesús propone que guíe nuestras relaciones interpersonales y ayude a resolver nuestros conflictos. Sin torres de marfil, sin esperar que sea el otro que tome la iniciativa («si cuando vas al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a reconciliarte», dice Mt 5,23-24… ¡ni siquiera importa si el hermano tiene razón! La prioridad es que haya reconciliación, y ante esta realidad, la persona de fe —la que va al altar— debe tomar la iniciativa), sin pretender que para que yo, desde mi altivez, conceda mi perdón al hermano éste tenga que arrastrarse primero suplicando mi perdón.
 
Es una muy buena noticia, cuando lo aplicamos a nuestra relación con Dios. Es una exigencia y un reto, cuando lo aplicamos a nuestra relación con los demás.


 

[1] Esa es la traducción que, con ligeras variaciones, nos ofrecen por ejemplo, La Biblia de Jerusalén (en su Nueva Edición, Totalmente Revisada, de 2009): «Por eso te digo que sus numerosos pecados le quedan perdonados, porque ha mostrado mucho amor», o la Nueva Biblia Latinoamericana: «Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que ha manifestado».

 

Martes 4 Octubre 2016
Esteban Redolad
 
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada Maria, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.» Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
 
La Historia de Marta y María ha sido asociada, a través de la historia, a la dicotomía entre oración y acción, así como a la distinción del mundo religioso entre vida contemplativa y vida activa. Una interpretación distinta sería que Marta es el prototipo de mujer y María el prototipo de discípulo, al menos según los prototipos de hace 2.000 años.
 
Marta se dedicaba a todo aquello que, aún en muchas culturas, es el rol femenino: cocinar, limpiar y atender todo lo referente al hogar. María hizo lo que nadie esperaba de una mujer: sentarse a los pies del maestro, es decir, ser discípula. Y Jesús hizo lo que ningún maestro hacía: tener mujeres discípulas. “Marta, Marta”, exclama Jesús, “María ha elegido la mejor parte”.
 
Marta no ha sido capaz de salir de las ataduras de una sociedad patriarcal en el que su rol era secundario. Se conforma, aunque sea quejándose, con su papel de servidora. Marta se empequeñece por el peso de una cultura machista mientras que María se atreve a asumir una misión.
 
Ojalá que las Martas que todos llevamos dentro, quejosas, empequeñecidas, den paso a Marías valientes, desafiantes, conscientes de su valía, de su potencial y de su misión.
 

Martes 27 Septiembre 2016
Dolores Puértolas

Hace unos años era común encontrar en algunos lugares un cartel con las palabras que dan título a esta reflexión. Con el tiempo y la modernización de los nombres (que no de las realidades), existen hoy nuevos apelativos, como “sala VIP” o “priority”, que de alguna manera vienen a significar lo mismo: señalan lugares exclusivos, es decir, que excluyen. Y excluyendo quizá hagan sentir más importante o privilegiado al que puede entrar, ¡quién sabe!

Recuerdo una escena de la película “La vida es bella”, que relata de manera curiosamente amable las desgracias y atrocidades del nazismo. El padre y el hijo protagonistas ven en el escaparate de una tienda el cartel “prohibida la entrada a judíos y perros”, y el padre, para que el hijo no se dé cuenta del racismo creciente (que acabará en uno de los mayores horrores de la historia de la humanidad), le dice, con el humor tragicómico que caracteriza el filme, que él pondrá en su librería un cartel prohibiendo la entrada a algo que les caiga mal a los dos; convienen con el pequeño que pondrá “prohibida la entrada a las arañas y a los visigodos”.

Recientemente estábamos en la misa dominical en la parroquia de Sabana Yegua, aquí en República Dominicana, y todo esto me vino a la mente al asombrarme una vez más de la capacidad de la Iglesia por ser inclusiva, por ser justamente lo contrario de una elitista sala VIP o del racismo de estado: sentados en un mismo banco estaban, uno al lado de otro, “Diosbendiga” —un joven del pueblo con discapacidad, que vaga por las calles vestido con harapos—, un anciano, una joven y una señora que ahora tienen un alto cargo político en el país.

Y es que la Iglesia es un lugar de reunión para el que no hace falta carnet de socio ni puntos acumulados, para el que no son imprescindibles recomendaciones ni amigos influyentes, ni a ella acuden personas con una misma ideología o un mismo nivel profesional. ¡Cuántas personas vulnerables encuentran en nuestras comunidades parroquiales una mano amiga y un abrazo que acoge!

Aun así, no hemos llegado a la meta: seguimos en camino para acercarnos más y más al evangelio de Jesús y para escuchar el soplo del espíritu en este siglo XXI. Arrastramos todavía situaciones en las que se pone a prueba este carácter inclusivo, en que la participación como hijos e hijas de Dios con igual dignidad pasa por trabas, limitaciones y quizás también por anacronismos. Es por eso que como comunidad viva queremos leer constantemente los signos de los tiempos a la luz del evangelio actualizando el mensaje de Jesús de Nazaret. De lo que no nos cabe ninguna duda es de que el carácter inclusivo es intrínseco e irrenunciable en nuestra Iglesia. Ojalá que del cartel de “reservado el derecho de admisión” no quede pronto ni rastro.

 


 

Martes 26 Julio 2016
Pablo Cirujeda
 
Es de sobras conocido y estudiado el proceso de mestizaje que se inició hace más de 500 años en el continente americano a raíz de su descubrimiento, y que está en el origen de las actuales sociedades americanas. Por un lado, se llevó a cabo un mestizaje cultural, una mezcla o síntesis de valores y tradiciones que abarcan desde la cultura política hasta la gastronomía, pasando por otros ámbitos de la vida como el trabajo o los modelos familiares. Es también notorio el mestizaje racial que se generó a partir de la convivencia entre los tres principales grupos étnicos presentes a lo largo del proceso de colonización: los indígenas, los europeos y los africanos.

Tres siglos más tarde, las sociedades americanas, especialmente en la Nueva España y en el Perú, donde este mestizaje fue de mayor intensidad, hicieron un intento de sistematizar lo que se vino a denominar como las castas coloniales, en consonancia con el fervor científico característico de la época, en la que se empezaba a describir los fenómenos naturales y biológicos con metodología científica. Según los distintos autores, en las sociedades virreinales se llegaron a catalogar hasta 16 castas diferentes según el tipo y grado de mestizaje, o incluso más. Los nombres no parecían agotarse en una lista interminable de categorías raciales: español, mulato, mestizo, morisco, castizo, lobo, cambujo, coyote, albarazado… No se puede ignorar que este intento de clasificación tenía como objetivo principal reivindicar la superioridad por parte de los descendientes directos de los españoles respecto a las demás castas presentes en los virreinatos.

Varios artistas de la época incluso desarrollaron un género pictórico con las pinturas de castas, que alcanzó su máxima expresión en el pintor novohispano Miguel Cabrera en el siglo XVIII. En uno de estos cuadros, hoy expuesto en el Museo Nacional del Virreinato en Tepotzotlan, México, podemos observar esas 16 castas diferentes, dibujadas en forma de viñetas. Llama la atención la penúltima categoría (número 15), que dice: Tente en el Aire con Mulata: Notentiendo.

Es difícil dejar de esbozar una sonrisa estando frente al cuadro, al ver esta categoría que pareciera estar llevando el intento de clasificación sistemática del mestizaje al absurdo: ¡Notentiendo! Solo podemos imaginarnos las entrevistas que realizaría el pintor con los modelos dibujados en sus cuadros, intentando conocer con precisión matemática todos los antecedentes del mestizaje de los mismos, y cómo, habiendo avanzado hasta esta penúltima categoría, quizás plasmara, con cierta frustración, lo imposible de su proyecto con la elección del término “notentiendo”.

Dos siglos más tarde, sin embargo, el debate sobre la identidad racial y cultural de los pueblos y de las personas no parece haber sido superado todavía. Persisten las tensiones en muchas de nuestras sociedades alrededor de los hechos que distinguen a los diferentes representantes de nuestro género humano, y desgraciadamente no hemos sabido renunciar todavía al proyecto de clasificar, muchas veces en orden jerárquico, a las personas en función de sus orígenes. En ocasiones incluso se sigue postulando la existencia de razas originarias, propias del lugar, y con pretendidos derechos adquiridos que los distinguen de los demás. Nuestra miopía histórica nos hace olvidar los siglos y milenios de mestizaje vividos en todos los grupos humanos. Un claro ejemplo son las sociedades mediterráneas, crisol de civilizaciones y razas desde antes que existiera memoria histórica, en las que se integraron civilizaciones tan diversas como los romanos, fenicios, griegos, árabes, íberos, germánicos, egipcios, etc.

La ciencia moderna, además, ha verificado recientemente lo que hasta hace poco era tan solo una teoría: nuestra especie, el Homo sapiens (en Asia y en Europa), contiene en sus cromosomas hasta un 3% de ADN que provienen de un mestizaje llevado a cabo con el Hombre de Neandertal… ¡hace 100.000 años!

Vamos descubriendo, poco a poco, que el origen de “Notentiendo” es seguramente todavía mucho más remoto y complejo de lo que pensábamos y sabemos. Ante lo absurdo de las clasificaciones, distinciones e intentos ilusorios de catalogar a los seres humanos solamente cabe una posible respuesta: reivindicar con fuerza que los seres humanos somos miembros de la única familia de los Notentiendo, una familia ricamente diversa, de la que todos tenemos derecho a formar parte en condiciones de igualdad.

 
 

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