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Lunes 6 Junio 2016

Con fecha 19 de marzo el papa Francisco publicó la tan esperada Exhortación Apostólica postsinodal Amoris Laetitia (“La alegría del amor”). Un texto largo, como ya nos tiene acostumbrados el actual pontífice, donde no deja escapar la ocasión para incluir en un mismo escrito tanto principios generales como afirmaciones de lo más concreto y práctico.
 
Grande era la expectativa tras dos Sínodos dedicados a la familia, en 2014 y 2015, de manera especial respecto a temas candentes como pueden ser el acceso a la comunión por parte de los divorciados vueltos a casar, la acogida de las personas con orientación homosexual en la Iglesia, o los métodos anticonceptivos. Y, como era de esperar, nunca llueve a gusto de todos. Desde los sectores más intransigentes se acusa al texto de ambiguo, mientras que desde ciertos ámbitos progresistas se le considera tibio, se esperaba más.
 
¿Qué podemos decir al respecto? Creemos sinceramente que se trata de una exhortación que abre puertas, y hacemos nuestra la frase del patriarca Máximos IV Saigh en el Vaticano II: “Hay puertas que, una vez abiertas por el Espíritu Santo, nadie puede en adelante cerrar”. Quien las esperaba abiertas de par en par se queja de que sólo están “entreabiertas”. Quizá sí, pero, desde luego ¡lo que no han quedado es cerradas como estaban! Constreñidos por el espacio, y aún a riesgo de sintetizar demasiado un texto tan amplio, veamos los puntos que nos parecen más destacables:
 
En primer lugar hay que resaltar el tono marcadamente conciliar del texto: Huele a Vaticano II por todas partes. No sólo por su optimismo antropológico, sino en gran parte por la utilización del método inductivo -de manera especial en el capítulo segundo-, relegado desde hacía tiempo en la Iglesia únicamente a cuestiones de moral social: Francisco parte de la observación de la realidad, constatando la diversidad de “situaciones familiares” (nº 52) con las que nos encontramos. También está muy en línea con la “escucha al mundo” (Gaudium et Spes 40 y 44) el recurso a citas de autores seculares -y no necesariamente creyentes- como Borges, Octavio Paz, Fromm, o Benedetti, de quien se permite copiar en el texto un precioso poema (nº 181); la guinda a este respecto la pone una referencia a la película El festín de Babette, en el nº 129. No recordamos nada parecido en un documento papal.
 
Dicho esto, cinco serían, a nuestro modo de ver, los pilares teóricos de los que parte su reflexión. En primer lugar, tres desde la reflexión humana: El empleo de dicho método inductivo; una postura realista y posibilista (hay que hacer “el bien posible”; nº 308); y finalmente, uno de los principios a que nos tiene acostumbrados desde la Evangelii Gaudium: “el tiempo es superior al espacio” (nn. 3 y 261; es decir, son más importantes los procesos que el control de una determinada situación). Junto a esos fundamentos filosóficos, se añaden dos principios desde la fe: todo hay que interpretarlo en clave de misericordia[1] (va siendo la tónica de su pontificado amén del lema del presente año); y debemos emplear la “lógica de la integración” (nº 299).
 
Partiendo de ese armazón teórico, ¿qué propuestas concretas plantea Francisco? Junto a recomendaciones y consejos de carácter práctico, típicos de esa naturalidad del actual pontífice, en los que no nos vamos a entretener[2], encontramos afirmaciones relevantes tanto en lo estrictamente doctrinal como sobre todo en lo pastoral:
 
  • Respecto a la doctrina no hay cambios[3], ciertamente, pero sí una nueva óptica –en línea con el Vaticano II- según la cual ya se nos advierte desde el inicio del texto que subsisten “diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunos aspectos que se derivan de ella” (nº 3), es decir, habrá variedad de interpretaciones de la doctrina, dependiendo del contexto: “Además en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas”. La doctrina no es por tanto algo monolítico[4], sino algo interpretable y adaptable. Asoma pues ahí el camino de la descentralización[5] así como la aplicación de la subsidiariedad. 
 
  • Abundando en el mismo tema, nos parece significativa la afirmación de que “la ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión” (nº 305, uno de los números clave de todo el documento). Vemos como Francisco desplaza el centro de interés hacia el proceso personal de cada individuo (que retomaremos después). 
 
  • También en lo doctrinal, Francisco presenta el matrimonio como un proceso, un camino de maduración (sobre todo en el excelente capítulo cuarto, sobre el amor; cf.: nn. 122, 134; también en 221). Se nos recuerda que la finalidad del matrimonio no es sólo la procreación (nn. 36, 125, 151), y se resalta repetidamente una valoración positiva de la sexualidad humana (nn. 61, 148, 151, 156, 157, 317). Muestra gran realismo al presentar asimismo el matrimonio como “proyecto común estable”, aunque “no podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida” (nº 163). 
 
  • Cambiando ahora al campo de la pastoral, se afirma que no hay soluciones sencillas[6], dada la variedad (nº 52) y complejidad (nº 79) de situaciones. Debemos aplicar la ley de gradualidad, según la cual cada ser humano “avanza gradualmente” en el camino de conversión (nº 295). Es relevante que al hablar de “situaciones familiares” diversas, se esté incluyendo ahí a los que simplemente conviven sin casarse, a los casados por lo civil únicamente, a los divorciados vueltos a casar, e incluso a las uniones entre personas del mismo sexo (nº 52). Y lo es más aún que se reconozca que todas ellas “pueden brindar cierta estabilidad”. Más adelante añadirá que la “Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio” (nº 292). Francisco no sólo afirma por tanto que debemos saber integrar todas las posibles situaciones familiares en la Iglesia, sino que además debemos saber reconocer lo positivo en ellas. 
 
  • Concretando la tarea de la Iglesia, ésta será: hacer autocrítica, lo primero (nº 36); comprender, consolar e integrar (nn. 49, 297, 312); tener cuidado pastoral de los que simplemente conviven, los que han contraído matrimonio solamente civil, o los divorciados vueltos a casar (nº 78); estar atentos al sufrimiento de la gente a causa de su condición (nn. 79 y 296); acompañar y ayudar a discernir (nº 243); se nos recuerda una vez más que “la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un hospital de campaña” (nº 291); la Iglesia valora “los elementos constructivos” en las situaciones familiares que no se corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio (nº 292); debe formar conciencias, no intentar sustituirlas (nº 37). ¡Todo un programa! 
 
  • En definitiva, como anunciábamos, Francisco va desplazando el centro de interés de la preeminencia de la norma a la de la conciencia[7]: “la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio” (nº 303). Si no hay novedad en la doctrina, sí es cierto que nos encontramos con la innovación de llevar la solución al ámbito de la conciencia personal[8]
 
  • Y no podemos terminar sin hacer referencia a la cuestión tan esperada y comentada de la comunión de los divorciados vueltos a casar. En primer lugar hay que aplicarles lo que Francisco afirma de modo general respecto a todos los que viven en una situación “irregular”: 1) en el discernimiento pastoral hay que tener en cuenta las circunstancias atenuantes[9]; 2) ya no es posible decir que viven en una situación de pecado mortal (nº 301). Y en segundo lugar se afirma específicamente respecto a ellos que: 1) no están excomulgados, sino que integran la comunión eclesial (nº 243); 2) en ciertos casos pueden recibir la ayuda de los sacramentos (en nota 351, referida al nº 305). Hay quien ha criticado que esta afirmación sólo aparezca en una nota a pie de página, pero lo cierto es que ya está dicho. Además, por el tenor de toda la exhortación, está clara la voluntad inclusiva del documento. 
 
  • Por si fuera poco, dicho trascendental nº 305 contiene una crítica –quizá la más directa de todo el documento- hacia aquellos que se esconden tras las enseñanzas de la Iglesia “para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar”. Resuena aquí el “¿quién soy yo para juzgar?” de los inicios del presente pontificado. 

En definitiva, ambigüedad ninguna, más bien claridad absoluta en cuanto a afirmar que no estamos para juzgar sino para acoger, acompañar e integrar. El cambio de tono es notable y, como sabemos, la forma comunica contenido. Francisco no es ambiguo, en todo caso lo es la realidad compleja con que nos encontramos día a día. Su mensaje va dirigido a una Iglesia de personas adultas, capaces de pensar por sí mismos, de discernir ante lo complejo, y de asumir responsabilidades por las decisiones tomadas. Un signo de nuestros tiempos, llenos de esplendorosa libertad, es que no se nos dan recetas hechas para nuestras vidas, las decisiones las tomamos nosotros. Mensaje evangélico donde los haya, que sin duda deja puertas abiertas.
 


[1] “La misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios” (nº 311); es el “corazón palpitante del evangelio” (nº 309) y “la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (nº 310).
[2] Por ejemplo todo un análisis de la importancia del diálogo en la familia (nn. 136-141), o sobre la educación de los hijos, que se pueden encontrar fácilmente en el texto (especialmente el capítulo siete).
[3] “Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas (…) puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos” (nº 300).
[4] Literalmente en un par de ocasiones empleará precisamente el término “roca”: aplicada a las normas, que no deben imponerse a la gente como si lo fueran (nº 49); y referida a las leyes morales que no pueden lanzarse como rocas contra quienes viven en situaciones “irregulares” (nº 305).
[5] “Serán las distintas comunidades quienes deberán elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos locales” (nº 199).
[6] En el nº 298 cita a Benedicto XVI afirmando que no existen “recetas sencillas”.
[7] “Nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles” (nº 37).
[8] Como ya ha hecho notar el gran moralista Marciano Vidal (en “Pliego”, Vida Nueva nº 2984, 16-22 de abril de 2016).
[9] El pontífice enfatiza la disminución –o incluso supresión- de responsabilidad moral en algunos casos (nn. 301, 302).



 

Domingo 15 Mayo 2016
Juan Manuel Camacho
 
A menudo vemos en los telediarios y noticieros las consecuencias negativas del creciente abismo entre personas de diferentes lenguas y creencias religiosas. Muchos se apegan a su religión precisamente para marcar la diferencia con otros y resaltar, en definitiva, lo que nos divide y nos disgrega más que lo que nos une para trabajar por el bien común. Ante esta realidad, algunos teólogos han expresado que la paz mundial sólo vendrá cuando las diferentes religiones de la tierra sean más tolerantes y dialogantes entre ellas mismas (es el caso, por ejemplo, de Hans Küng y su propuesta de construir una “ética mundial”). Hace falta un nuevo Pentecostés para que todos empecemos a entendernos cuando hablemos. Y nos entenderemos porque el lenguaje será el mismo: el respeto por la humanidad y la creación encomendada a nuestro cuidado.
 
Si analizamos el texto de Hechos de los Apóstoles que nos narra el día de Pentecostés (Hch 2,1-13), vemos lo que significa hablar el lenguaje de todos: entendimiento entre los individuos más diversos social y culturalmente. Es el reverso de la división que comenzó en la torre de Babel, episodio que recoge el libro del Génesis (11,1-23). En esta historia las distintas lenguas eran motivo de división y confusión para el pueblo. En Pentecostés, en cambio, todos los pueblos diversos y dispersos se unen en un mismo lenguaje: el de las maravillas de Dios. El lenguaje que hace que personas de distintos lugares del mundo se junten bajo un mismo mandato, el mandato del amor.
 
Pentecostés se da en un momento de miedo y encierro por parte de los discípulos seguidores de Jesús. Están todos encerrados. Esta actitud los está alejando de la misión encomendada por el Señor: “Den testimonio de mí hasta los confines de la tierra”. En Pentecostés la experiencia del Espíritu da a los discípulos el valor que les hacía falta para salir de su encierro. Y también el Espíritu les da conocimiento: unos simples pescadores empiezan a hablar las lenguas de diferentes rincones del mundo.
 
El valor infundido por el Espíritu Santo en los discípulos los llevó a expandir el mensaje de Jesús desde Jerusalén hasta Roma, según nos narra el libro de los Hechos. Es ese mismo valor el que lleva a Esteban a anunciar a Jesús hasta la muerte. A Felipe el Espíritu lo arrebatará, convirtiéndolo en un misionero audaz de la fe en Jesús de Nazaret, llevándolo hasta lugares y gentes que nadie había evangelizado todavía. Es el Espíritu que hace que todos superen sus límites y limitaciones humanas para poder dar frutos en el anuncio del mensaje liberador de Jesús de Nazaret.
 
Necesitamos un nuevo Pentecostés para reunir el valor que hace falta para anunciar caminos de entendimiento entre personas de diferentes religiones y pensamientos. Necesitamos un nuevo Pentecostés para proponer salidas a las injusticias y calamidades que achacan a la humanidad y a nuestra casa común. Necesitamos un nuevo Pentecostés para obtener el conocimiento necesario para anunciar el mismo evangelio de Jesús que anunciaron los discípulos, y que hoy requiere un nuevo lenguaje para ser atractivo y que entusiasme a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

 

Martes 10 Mayo 2016
Esteve Redolad

Fue en uno de aquellos momentos en los que, a través de los cristales del vehículo, uno pierde la mirada, hipnotizada, fascinada por el apresurado paisaje urbano de Santo Domingo. Entre anuncios y carteles de Pollo vivo o matado,  SVD casa, o salpicado por lemas electorales como Pa´lante o Regresa Papá, un escrito en especial me llamó la atención. Era pequeño, sin muchas pretensiones, sin colores, ni imágenes. Era una pregunta en forma de página web: www.porquesomospobres.

No se entretengan en buscar la página porque, curiosamente, no existe. Pero la pregunta es tan pertinente que no surge a menudo en el día a día, aquí en la República Dominicana. ¿Por qué somos pobres? A veces la pregunta sale con rabia, a veces con tristeza, a veces con impotencia y frustración. Es una pregunta simple, pero que no acepta una respuesta fácil. Las causas de la pobreza se encuentran en factores geográficos, históricos, económicos, políticos, sociales. En cierto modo la pregunta podría ser descartada por improcedente, por simplista. Pero no contestarla es un acto de irresponsabilidad. Es aceptar la realidad de la pobreza como una suerte de destino fatídico, como si no hubiera formas de erradicarla, es admitir que lo único que nos toca hacer es poner parches a una realidad que nos sobrepasa.

Es difícil desgranar todas las causas de la pobreza, pero sí es posible enumerar los factores principales. Quizás uno de los elementos de mayor envergadura y más fácilmente identificable es el factor político. Porque la solución de la pobreza es política. Su erradicación, o como mínimo su disminución, pasa por unas buenas políticas económicas y sociales, y unas prácticas políticas solidarias, transparentes y justas. Se necesita una fuerte dosis de cinismo para creer que los pobres quieren ser pobres para aprovecharse así de los servicios públicos y no tener que trabajar. Nadie es pobre por elección propia. Es injusto exigir responsabilidades laborales, económicas y cívicas a los ciudadanos si no hay igualdad de oportunidades, especialmente en materia de educación, salud y con éstas, igualdad de acceso al mundo laboral. Una de las causas de la pobreza es precisamente el mal uso (es decir la apropiación para uso privado o político) de los recursos públicos destinados a crear estas oportunidades.

Los proyectos que llevamos a cabo en la zona de Sabana Yegua (en el suroeste del país) están encaminados a la lucha contra la pobreza y por la dignidad de toda persona. Los programas de nutrición, educación y de salud, son una forma de ir igualando, ni que sea a largo plazo,  oportunidades. Pero también queremos involucrarnos en la educación social y política de la población para que pueda asumir responsabilidades y así poder exigir derechos.

La erradicación de la pobreza pasa por superar la cultura del asistencialismo y de las dádivas con fines políticos y ofrecer, en cambio, herramientas y oportunidades para que los ciudadanos puedan vivir y prosperar por ellos mismos.

Es por ello que desde la parroquia La Sagrada Familia, a cargo de la Comunidad de San Pablo, estamos involucrados en varias iniciativas sociales, junto con otras organizaciones populares. Con asociaciones de vecinos y la compañía eléctrica, por ejemplo, estamos realizando una campaña comunitaria para poder tener luz las 24 horas del día, en lugar de las diez horas actuales. Eso pasa por hacer un seguimiento barrio por barrio de los niveles de morosidad e intentar disminuir el robo nada disimulado de energía eléctrica con conexiones ilegales a los postes eléctricos. Qué duda cabe que poder tener electricidad las 24 horas sería un factor clave para el desarrollo de la zona. También intentamos presionar, junto con las autoridades de los municipios afectados, para que prosiga la construcción de la carretera entre las localidades de Sabana Yegua y Los Negros, construcción que paró hace dos años dejando las condiciones de carretera peor aún de lo que estaban antes, cuando quedó destrozada por el huracán Noel en el 2007. También seguimos involucrados en el proceso de regularización de inmigrantes haitianos, para que este se haga sin abusos y conforme a la ley. Queremos participar y motivar grupos de apoyo a las mujeres, juntas de vecinos y, en la medida que se pueda, queremos hacernos presentes en el funcionamiento de las escuelas públicas.

¿Porquesomospobres? Es cierto que la respuesta a este interrogante puede ser compleja, pero creemos que luchar contra el paternalismo político, fomentando la responsabilidad y el compromiso social de todos, es uno de los factores clave para ayudar en el desarrollo de un pueblo.


 

Lunes 11 Abril 2016
Martí Colom

Hace ya más de 50 años, Camilo Torres (el sacerdote colombiano que en 1966 se unió a la guerrilla y murió en combate, considerado por muchos como un precursor de la Teología de la Liberación), escribía que históricamente “América Latina había sido evangelizada en extensión, pero no en profundidad. Había mucho bautizado, pero poca conciencia cristiana”[i].
 
El diagnóstico de Torres nos recuerda una escena de la tercera entrega de la película El Padrino, en la que un alto jerarca de la Iglesia (un cardenal Lamberto con el que Michael Corleone, el protagonista de la saga, mantiene una larga conversación sobre su tenebroso pasado) saca un guijarro de un estanque y lo rompe, para mostrar que a pesar de haber pasado años bajo el agua, su interior está perfectamente seco. Y concluye el cardenal, ante la mirada indescifrable de Corleone, que lo mismo ha ocurrido «con los hombres en Europa: han vivido rodeados de cristianismo durante siglos, pero Cristo no ha penetrado en su interior. Cristo no vive en ellos»: evangelización sin profundidad.
 
La opinión de Camilo Torres sobre América Latina y la del ficticio cardenal Lamberto en la película de Coppola, en este caso sobre Europa, coinciden en señalar que una sociedad puede haber estado expuesta por largo tiempo al evangelio y sin embargo no haber abrazado en absoluto sus valores, perspectivas y criterios, produciendo, en efecto, “mucho bautizado pero poca conciencia cristiana”.
 
Es difícil no estar de acuerdo (por lo menos en parte) con estos análisis cuando todavía hoy vemos, en países tradicionalmente católicos, que muchos de los fieles que llegan a nuestras parroquias practican una fe primordialmente cultual (con una vivencia de la Eucaristía que a veces raya la superstición), individualista (“yo y mi Dios”), con poca base bíblica (la Escritura, incluso el Nuevo Testamento, sigue siendo una gran desconocida), desligada demasiadas veces del compromiso solidario con el extraño y el necesitado, y supeditada a una imagen de Dios bastante ajena al Padre cercano y misericordioso que Jesús anunció (se cree más bien en un ser severo, sorprendentemente obsesionado por nuestros pecados, caprichoso y arbitrario en sus decisiones de intervenir o no para resolver nuestros problemas, e instalado en su omnipotencia divina, muy lejos de nuestra humanidad). Y eso a pesar de los ingentes y creativos esfuerzos realizados desde el Concilio Vaticano II por transformar esta situación y promover una vivencia de la fe más eclesial, bíblica, evangélica y encarnada en la realidad —esfuerzos que, sin lugar a dudas, han obtenido muchos logros: ¡Provoca auténtico vértigo pensar en cómo estaríamos hoy sin el Vaticano II!
 
Desde hace ya algunas décadas es habitual que analistas de la situación de la Iglesia en los países tradicionalmente católicos de Europa y América describan la situación actual como de “descristianización”. Pues bien, lo que quisiéramos indicar a la luz de lo dicho en los párrafos precedentes es que el término nos parece equívoco, o por lo menos inexacto. Porque al hablar de “descristianización” estamos implicando que venimos de una época netamente “cristiana” cuyas esencias hoy se habrían perdido. Parecería entonces que pensamos que la organización social, económica y política de las sociedades de nuestros abuelos reflejaba los valores del evangelio con fidelidad, y que solamente en tiempos más recientes nos hemos alejado de él. Quizá sería más correcto afirmar simplemente que en los países de antigua raigambre cristiana ha disminuido en gran medida la práctica religiosa de la fe y la pertenencia formal a una Iglesia, lo cual es un hecho indiscutible, corroborado por toda clase de estadísticas. Deducir, sin embargo, que dichas sociedades se han “descristianizado” es ir demasiado lejos: porque lo cierto es que, de acuerdo con lo planteado más arriba, nunca fueron cristianas. Es decir, nunca se gobernaron realmente por criterios evangélicos tan fundamentales como la búsqueda del bien común por encima de intereses particulares, o la misericordia, o el perdón, o el servicio, o el amor al enemigo, o la atención preferencial a los más vulnerables, o el respeto a la libertad del otro o el rechazo radical de la injusticia, por mucho que tuvieran un barniz de cristianismo (o de Cristiandad) que hoy ha desaparecido o va desapareciendo.
 
¿Adónde queremos ir a parar con esta reflexión? No se trata, ciertamente, de concluir afirmando algo así como que “ya que por lo visto antes no estábamos tan bien como creíamos, la falta de relevancia actual del evangelio tampoco debería preocuparnos mucho”, argumento estéril y comodón que no aportaría demasiada luz a la búsqueda de pistas que nos ayuden a enfrentar a la situación presente. Lo que nos parece importante es que no caigamos en el error de buscar la solución y el remedio a los desafíos de nuestra situación actual (en la que es verdad que el mensaje cristiano cuenta poco) en una visión distorsionada de un supuesto pasado ideal en el que, precisamente porque no era tan ideal, no hallaremos las recetas adecuadas para sanar los males de nuestro tiempo.
 
La pasada situación de Cristiandad que se vivió en muchos países de Occidente fue la que fue, con sus bendiciones y sus problemáticas, y no nos toca a nosotros pasar sentencia sobre los aciertos y errores de otras épocas. Sin embargo, sí nos toca asumir el reto de vislumbrar cómo vamos a anunciar el evangelio hoy; y la lección del ayer no es, ciertamente, que haya que volver a él. La lección es que, hoy como en cualquier otro momento histórico, la evangelización (si quiere dar frutos de caridad y de transformación real del entorno) debe tratar de ser profunda antes que extensa; debe intentar transformar corazones y tocar conciencias antes que buscar privilegios para la Iglesia; debe apelar a la persona, no a la multitud.
 
En los años posteriores al concilio Karl Rahner afirmó en una conferencia que “los cristianos del siglo XXI serán místicos o no serán”[ii], subrayando que ante la desaparición de la Cristiandad el compromiso personal de cada bautizado iba a ser decisivo. Sin querer corregir al gran teólogo alemán, pues de hecho su frase nos parece acertadísima, nos atrevemos a apuntar, sencillamente, que en realidad dicha frase es tan cierta si la aplicamos al siglo XXI como al siglo XIII o al XVI: siempre, en efecto, lo determinante para una vivencia verdaderamente cristiana de la fe ha sido la profundidad del compromiso, fruto de una experiencia real, la existencia de lo que Camilo Torres llamó “conciencia cristiana”, o lo que es lo mismo, el testimonio, en medio del gran estanque de la sociedad, de piedrecillas realmente impregnadas y empapadas de evangelio.   
 
Comprender que es muy posible vivir rodeados de cristianismo sin abrirnos a la llamada transformadora de Jesús es, ante todo, una invitación a que examinemos cada día la calidad de nuestro compromiso personal y de nuestra apertura sincera al soplo del Espíritu. Hoy, como ayer y como mañana, la calidad de la comunidad cristiana no se medirá por la cantidad de templos o de estadios que seamos capaces de llenar (las grandes celebraciones son, a lo sumo, signos puntuales de la alegría de los fieles) sino por la autenticidad, la madurez humana y la caridad cristiana de las vidas de los que (llenen Iglesias o no) se llamen discípulos de Jesús.
 
 
 
[i] Encrucijadas de la Iglesia en América Latina, 19 de abril de 1965.
[ii] La paternidad de la frase se atribuye también al novelista francés André Malraux y al sacerdote catalán Raimon Panikkar, pues ambos habían formulado pensamientos muy parecidos, pero eso aquí es irrelevante.


 

Domingo 20 Marzo 2016
Martí Colom

Con la fiesta del Domingo de Ramos damos hoy inicio a las celebraciones de Semana Santa. Conocemos de sobra la historia y su desenlace, y sin embargo, la fuerza de los textos y de las diversas liturgias de estos días nos llevará un año más a vivir una sucesión de sentimientos intensos y a menudo contradictorios, un auténtico tobogán emocional, sobre todo durante el Triduo Pascual: de la calidez entrañable que transmite la imagen del grupo de hermanos reunidos festivamente el jueves por la noche al respeto impresionante que nos causa contemplar, al final de aquella cena, el gesto sencillo y a la vez potente de Jesús, arrodillado, lavando los pies de sus discípulos; de la angustia que experimentamos al ver su soledad en Getsemaní a la frustración que provoca su arresto; del dolor causado por la fractura de lealtad entre maestro y discípulos (“todos lo abandonaron”, nos dirá el evangelista) a la indignación por el cinismo y la mezquindad de sus acusadores; de la tristeza por su ejecución atroz a la euforia de una resurrección que da sentido a toda la trama cuando ésta ya parecía irreversiblemente concluida. Las liturgias nos recordarán que nuestra fe no es un frío ejercicio intelectual, sino que más bien empieza con el estremecimiento que deja en nosotros este relato formidable, a partir del cual, entonces, elaboramos nuestra reflexión teológica.
 
Pues bien, la aventura empieza hoy con la entrada de Jesús a Jerusalén, un episodio que ya anticipa los profundos desencuentros que precipitarán el desenlace final: el galileo es recibido en la capital por una muchedumbre entusiasta, el aire de la ciudad se llena de palmas, ramas de olivo y cantos de alegría; y sin embargo, intuimos que muy pocos captan el mensaje que él quiere comunicar entrando a lomos de un borrico. Él, que quiere ser un sencillo mensajero de paz, es recibido como un caudillo. A los pocos días, los mismos que proferían vítores pedirán su muerte en la cruz. Semana Santa comienza, en definitiva, con la narración del fracaso de la no violencia. Porque este es exactamente el significado de la decisión de Jesús de entrar en la ciudad montado en un manso pollino. El animal, que es una alusión a la profecía de Zacarías[1], constituye una declaración de principios por parte del maestro: él sí es el Mesías, pues realmente se sabe ungido, empapado y traspasado por el espíritu de Dios, pero (precisamente por eso) el suyo es un mesianismo no violento, inspirado en Isaías («ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba»[2]) y cimentado en su experiencia vital. Al fin y al cabo, Jesús ha invitado a sus seguidores a amar al enemigo y a rechazar la venganza («al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra»[3]).
 
La pasión narra el espectacular fracaso de este mesianismo: en pocos días, cuando los que lo recibieron con júbilo comprendan plenamente, al verle arrestado e indefenso, el significado de su entrada a lomos del pollino (o acaso capten que la propuesta no violenta iba en serio), declararán su repudio y desinterés por él: la no violencia será vencida por la brutalidad y la última lección de Jesús al pueblo de Jerusalén caerá en saco roto.

¿Qué enseñanzas nos deja este drama?

En primer lugar hay que señalar, naturalmente, que el verdadero fracaso de Jesús hubiese sido ceder a la tentación del poder y de su inevitable servidora, la violencia, y traicionar así toda su vida y misión: en este sentido, en el plano de la coherencia personal, él no fracasa, sino todo lo contrario.

En segundo lugar, en el plano de las ideas y los principios, cuyo acierto y valor solamente el tiempo va confirmando o negando, Jesús es ejemplar al proponer un camino, el de la no violencia, que hoy, dos milenios más tarde, encuentra eco en mucha gente (cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes), que lo avala como el camino más noble, maduro, constructivo, sensato y audaz de cuantos caminos pueda andar la persona humana.

Y sin embargo no deberíamos ser ingenuos ni estar exageradamente orgullosos de nuestro tiempo presente: ninguna de las dos puntualizaciones anteriores puede velar el hecho inequívoco de que Jesús fracasó estrepitosamente en su intento de convencer al pueblo de los valores de la no violencia. Y aquí lo más importante es admitir que, muy posiblemente, hoy volvería a fracasar: se impone el realismo de aceptar que, hoy como entonces (a pesar de la defensa de la paz que, como decíamos, muchos respaldan) la no violencia dista mucho de ser aceptada por la mayoría como la mejor vía para resolver nuestros conflictos.


Es más, no deja de ser asombroso constatar que vivimos en tiempos propicios para el populismo, y no sólo en los castigados países del sur. Vemos como líderes políticos portadores de mensajes simples e incendiarios, impregnados de violencia apenas disimulada (o ni eso) hacia los que no piensan como ellos o, sencillamente, son distintos (inmigrantes, refugiados, extranjeros…), recogen apoyo, aplausos y votos en democracias consolidadas de países desarrollados, tanto en Europa como en América. Hoy, los profetas de la no violencia tampoco lo tienen fácil.

Esta reflexión, a las puertas de Semana Santa, no quiere ser pesimista ni desalentadora: se trata simplemente de reconocer que aquella no violencia que Jesús no logró hacer atractiva para los hombres y mujeres de Jerusalén sigue hoy necesitada de partidarios y amigos. El fracaso del Mesías montado en el pollino se nos presenta como un reto y una invitación a seguir anunciando, como buenamente podamos, y sin cansarnos, la paz —esa paz que tantas veces se nos escapa, esa paz que únicamente conquistaremos desde el perdón, la tolerancia y el rechazo radical a toda forma de violencia.

 

[1] «Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna» (Zac 9,9).
[2] Is 50,6.
[3] Lc 6,29.

 

 

 


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