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Lunes 11 Abril 2016
Martí Colom

Hace ya más de 50 años, Camilo Torres (el sacerdote colombiano que en 1966 se unió a la guerrilla y murió en combate, considerado por muchos como un precursor de la Teología de la Liberación), escribía que históricamente “América Latina había sido evangelizada en extensión, pero no en profundidad. Había mucho bautizado, pero poca conciencia cristiana”[i].
 
El diagnóstico de Torres nos recuerda una escena de la tercera entrega de la película El Padrino, en la que un alto jerarca de la Iglesia (un cardenal Lamberto con el que Michael Corleone, el protagonista de la saga, mantiene una larga conversación sobre su tenebroso pasado) saca un guijarro de un estanque y lo rompe, para mostrar que a pesar de haber pasado años bajo el agua, su interior está perfectamente seco. Y concluye el cardenal, ante la mirada indescifrable de Corleone, que lo mismo ha ocurrido «con los hombres en Europa: han vivido rodeados de cristianismo durante siglos, pero Cristo no ha penetrado en su interior. Cristo no vive en ellos»: evangelización sin profundidad.
 
La opinión de Camilo Torres sobre América Latina y la del ficticio cardenal Lamberto en la película de Coppola, en este caso sobre Europa, coinciden en señalar que una sociedad puede haber estado expuesta por largo tiempo al evangelio y sin embargo no haber abrazado en absoluto sus valores, perspectivas y criterios, produciendo, en efecto, “mucho bautizado pero poca conciencia cristiana”.
 
Es difícil no estar de acuerdo (por lo menos en parte) con estos análisis cuando todavía hoy vemos, en países tradicionalmente católicos, que muchos de los fieles que llegan a nuestras parroquias practican una fe primordialmente cultual (con una vivencia de la Eucaristía que a veces raya la superstición), individualista (“yo y mi Dios”), con poca base bíblica (la Escritura, incluso el Nuevo Testamento, sigue siendo una gran desconocida), desligada demasiadas veces del compromiso solidario con el extraño y el necesitado, y supeditada a una imagen de Dios bastante ajena al Padre cercano y misericordioso que Jesús anunció (se cree más bien en un ser severo, sorprendentemente obsesionado por nuestros pecados, caprichoso y arbitrario en sus decisiones de intervenir o no para resolver nuestros problemas, e instalado en su omnipotencia divina, muy lejos de nuestra humanidad). Y eso a pesar de los ingentes y creativos esfuerzos realizados desde el Concilio Vaticano II por transformar esta situación y promover una vivencia de la fe más eclesial, bíblica, evangélica y encarnada en la realidad —esfuerzos que, sin lugar a dudas, han obtenido muchos logros: ¡Provoca auténtico vértigo pensar en cómo estaríamos hoy sin el Vaticano II!
 
Desde hace ya algunas décadas es habitual que analistas de la situación de la Iglesia en los países tradicionalmente católicos de Europa y América describan la situación actual como de “descristianización”. Pues bien, lo que quisiéramos indicar a la luz de lo dicho en los párrafos precedentes es que el término nos parece equívoco, o por lo menos inexacto. Porque al hablar de “descristianización” estamos implicando que venimos de una época netamente “cristiana” cuyas esencias hoy se habrían perdido. Parecería entonces que pensamos que la organización social, económica y política de las sociedades de nuestros abuelos reflejaba los valores del evangelio con fidelidad, y que solamente en tiempos más recientes nos hemos alejado de él. Quizá sería más correcto afirmar simplemente que en los países de antigua raigambre cristiana ha disminuido en gran medida la práctica religiosa de la fe y la pertenencia formal a una Iglesia, lo cual es un hecho indiscutible, corroborado por toda clase de estadísticas. Deducir, sin embargo, que dichas sociedades se han “descristianizado” es ir demasiado lejos: porque lo cierto es que, de acuerdo con lo planteado más arriba, nunca fueron cristianas. Es decir, nunca se gobernaron realmente por criterios evangélicos tan fundamentales como la búsqueda del bien común por encima de intereses particulares, o la misericordia, o el perdón, o el servicio, o el amor al enemigo, o la atención preferencial a los más vulnerables, o el respeto a la libertad del otro o el rechazo radical de la injusticia, por mucho que tuvieran un barniz de cristianismo (o de Cristiandad) que hoy ha desaparecido o va desapareciendo.
 
¿Adónde queremos ir a parar con esta reflexión? No se trata, ciertamente, de concluir afirmando algo así como que “ya que por lo visto antes no estábamos tan bien como creíamos, la falta de relevancia actual del evangelio tampoco debería preocuparnos mucho”, argumento estéril y comodón que no aportaría demasiada luz a la búsqueda de pistas que nos ayuden a enfrentar a la situación presente. Lo que nos parece importante es que no caigamos en el error de buscar la solución y el remedio a los desafíos de nuestra situación actual (en la que es verdad que el mensaje cristiano cuenta poco) en una visión distorsionada de un supuesto pasado ideal en el que, precisamente porque no era tan ideal, no hallaremos las recetas adecuadas para sanar los males de nuestro tiempo.
 
La pasada situación de Cristiandad que se vivió en muchos países de Occidente fue la que fue, con sus bendiciones y sus problemáticas, y no nos toca a nosotros pasar sentencia sobre los aciertos y errores de otras épocas. Sin embargo, sí nos toca asumir el reto de vislumbrar cómo vamos a anunciar el evangelio hoy; y la lección del ayer no es, ciertamente, que haya que volver a él. La lección es que, hoy como en cualquier otro momento histórico, la evangelización (si quiere dar frutos de caridad y de transformación real del entorno) debe tratar de ser profunda antes que extensa; debe intentar transformar corazones y tocar conciencias antes que buscar privilegios para la Iglesia; debe apelar a la persona, no a la multitud.
 
En los años posteriores al concilio Karl Rahner afirmó en una conferencia que “los cristianos del siglo XXI serán místicos o no serán”[ii], subrayando que ante la desaparición de la Cristiandad el compromiso personal de cada bautizado iba a ser decisivo. Sin querer corregir al gran teólogo alemán, pues de hecho su frase nos parece acertadísima, nos atrevemos a apuntar, sencillamente, que en realidad dicha frase es tan cierta si la aplicamos al siglo XXI como al siglo XIII o al XVI: siempre, en efecto, lo determinante para una vivencia verdaderamente cristiana de la fe ha sido la profundidad del compromiso, fruto de una experiencia real, la existencia de lo que Camilo Torres llamó “conciencia cristiana”, o lo que es lo mismo, el testimonio, en medio del gran estanque de la sociedad, de piedrecillas realmente impregnadas y empapadas de evangelio.   
 
Comprender que es muy posible vivir rodeados de cristianismo sin abrirnos a la llamada transformadora de Jesús es, ante todo, una invitación a que examinemos cada día la calidad de nuestro compromiso personal y de nuestra apertura sincera al soplo del Espíritu. Hoy, como ayer y como mañana, la calidad de la comunidad cristiana no se medirá por la cantidad de templos o de estadios que seamos capaces de llenar (las grandes celebraciones son, a lo sumo, signos puntuales de la alegría de los fieles) sino por la autenticidad, la madurez humana y la caridad cristiana de las vidas de los que (llenen Iglesias o no) se llamen discípulos de Jesús.
 
 
 
[i] Encrucijadas de la Iglesia en América Latina, 19 de abril de 1965.
[ii] La paternidad de la frase se atribuye también al novelista francés André Malraux y al sacerdote catalán Raimon Panikkar, pues ambos habían formulado pensamientos muy parecidos, pero eso aquí es irrelevante.


 

Domingo 20 Marzo 2016
Martí Colom

Con la fiesta del Domingo de Ramos damos hoy inicio a las celebraciones de Semana Santa. Conocemos de sobra la historia y su desenlace, y sin embargo, la fuerza de los textos y de las diversas liturgias de estos días nos llevará un año más a vivir una sucesión de sentimientos intensos y a menudo contradictorios, un auténtico tobogán emocional, sobre todo durante el Triduo Pascual: de la calidez entrañable que transmite la imagen del grupo de hermanos reunidos festivamente el jueves por la noche al respeto impresionante que nos causa contemplar, al final de aquella cena, el gesto sencillo y a la vez potente de Jesús, arrodillado, lavando los pies de sus discípulos; de la angustia que experimentamos al ver su soledad en Getsemaní a la frustración que provoca su arresto; del dolor causado por la fractura de lealtad entre maestro y discípulos (“todos lo abandonaron”, nos dirá el evangelista) a la indignación por el cinismo y la mezquindad de sus acusadores; de la tristeza por su ejecución atroz a la euforia de una resurrección que da sentido a toda la trama cuando ésta ya parecía irreversiblemente concluida. Las liturgias nos recordarán que nuestra fe no es un frío ejercicio intelectual, sino que más bien empieza con el estremecimiento que deja en nosotros este relato formidable, a partir del cual, entonces, elaboramos nuestra reflexión teológica.
 
Pues bien, la aventura empieza hoy con la entrada de Jesús a Jerusalén, un episodio que ya anticipa los profundos desencuentros que precipitarán el desenlace final: el galileo es recibido en la capital por una muchedumbre entusiasta, el aire de la ciudad se llena de palmas, ramas de olivo y cantos de alegría; y sin embargo, intuimos que muy pocos captan el mensaje que él quiere comunicar entrando a lomos de un borrico. Él, que quiere ser un sencillo mensajero de paz, es recibido como un caudillo. A los pocos días, los mismos que proferían vítores pedirán su muerte en la cruz. Semana Santa comienza, en definitiva, con la narración del fracaso de la no violencia. Porque este es exactamente el significado de la decisión de Jesús de entrar en la ciudad montado en un manso pollino. El animal, que es una alusión a la profecía de Zacarías[1], constituye una declaración de principios por parte del maestro: él sí es el Mesías, pues realmente se sabe ungido, empapado y traspasado por el espíritu de Dios, pero (precisamente por eso) el suyo es un mesianismo no violento, inspirado en Isaías («ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba»[2]) y cimentado en su experiencia vital. Al fin y al cabo, Jesús ha invitado a sus seguidores a amar al enemigo y a rechazar la venganza («al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra»[3]).
 
La pasión narra el espectacular fracaso de este mesianismo: en pocos días, cuando los que lo recibieron con júbilo comprendan plenamente, al verle arrestado e indefenso, el significado de su entrada a lomos del pollino (o acaso capten que la propuesta no violenta iba en serio), declararán su repudio y desinterés por él: la no violencia será vencida por la brutalidad y la última lección de Jesús al pueblo de Jerusalén caerá en saco roto.

¿Qué enseñanzas nos deja este drama?

En primer lugar hay que señalar, naturalmente, que el verdadero fracaso de Jesús hubiese sido ceder a la tentación del poder y de su inevitable servidora, la violencia, y traicionar así toda su vida y misión: en este sentido, en el plano de la coherencia personal, él no fracasa, sino todo lo contrario.

En segundo lugar, en el plano de las ideas y los principios, cuyo acierto y valor solamente el tiempo va confirmando o negando, Jesús es ejemplar al proponer un camino, el de la no violencia, que hoy, dos milenios más tarde, encuentra eco en mucha gente (cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes), que lo avala como el camino más noble, maduro, constructivo, sensato y audaz de cuantos caminos pueda andar la persona humana.

Y sin embargo no deberíamos ser ingenuos ni estar exageradamente orgullosos de nuestro tiempo presente: ninguna de las dos puntualizaciones anteriores puede velar el hecho inequívoco de que Jesús fracasó estrepitosamente en su intento de convencer al pueblo de los valores de la no violencia. Y aquí lo más importante es admitir que, muy posiblemente, hoy volvería a fracasar: se impone el realismo de aceptar que, hoy como entonces (a pesar de la defensa de la paz que, como decíamos, muchos respaldan) la no violencia dista mucho de ser aceptada por la mayoría como la mejor vía para resolver nuestros conflictos.


Es más, no deja de ser asombroso constatar que vivimos en tiempos propicios para el populismo, y no sólo en los castigados países del sur. Vemos como líderes políticos portadores de mensajes simples e incendiarios, impregnados de violencia apenas disimulada (o ni eso) hacia los que no piensan como ellos o, sencillamente, son distintos (inmigrantes, refugiados, extranjeros…), recogen apoyo, aplausos y votos en democracias consolidadas de países desarrollados, tanto en Europa como en América. Hoy, los profetas de la no violencia tampoco lo tienen fácil.

Esta reflexión, a las puertas de Semana Santa, no quiere ser pesimista ni desalentadora: se trata simplemente de reconocer que aquella no violencia que Jesús no logró hacer atractiva para los hombres y mujeres de Jerusalén sigue hoy necesitada de partidarios y amigos. El fracaso del Mesías montado en el pollino se nos presenta como un reto y una invitación a seguir anunciando, como buenamente podamos, y sin cansarnos, la paz —esa paz que tantas veces se nos escapa, esa paz que únicamente conquistaremos desde el perdón, la tolerancia y el rechazo radical a toda forma de violencia.

 

[1] «Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna» (Zac 9,9).
[2] Is 50,6.
[3] Lc 6,29.

 

 

 


Miércoles 10 Febrero 2016
Esteve Redolad

“Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos...” (EG 223)

El Papa Francisco ha hablado en varias ocasiones de la primacía del tiempo sobre el espacio. El tiempo es dinámico, es cambio. El espacio, en cambio, es estático, estancado y permanente. El tiempo denota siempre un proceso optimista, mientras que el espacio simboliza inmovilismo, y puede adquirir un tono más pesimista.

Para los que hemos crecido en la tradición clásica de la física euclidea-newtoniana no deja de ser interesante y a la vez difícil asumir esta asimetría que expone el santo padre entre el tiempo y el espacio, pero la vamos a aprovechar para esta reflexión cuaresmal.

Con el miércoles de ceniza se inaugura el tiempo de cuaresma, cuarenta días de preparación que nos llevarán a la Semana Santa, culminando en la fiesta de la Resurrección. La cuaresma es un tiempo relacionado con la abstinencia, el ayuno, la conversión, el sacrificio y la penitencia. Un tiempo sobrio, casi sombrío. Cuarenta días de preparación para cincuenta días de celebración pascual.  

La cuaresma, como tiempo litúrgico y como tiempo vital, apunta al cambio, a la superación: del ayuno a la solidaridad, de la penitencia a la generosidad, del sacrificio al beneficio, de la Pasión a la Resurrección. Es la cuaresma de quien se sacrifica por un bien mayor, es la cuaresma de la superación, de la lucha por el desarrollo. El tiempo de cuaresma se reconoce como mera preposición, no como la última palabra.

Pero no solo hay un tiempo de cuaresma, también hay el espacio de cuaresma, un espacio donde se vive, y donde existe la cuaresma, la geografía de la cuaresma.

La cuaresma del espacio es mucho más cruel, más pesada que el tiempo de cuaresma. Es la cuaresma que podemos señalar en un mapa, el espacio geográfico de los países pobres, o resiguiendo las calles que delimitan los barrios más pobres de una ciudad. Es el ayuno involuntario, cruel e ignorado de los refugiados, el sufrimiento de millones de niños, de ancianos, mujeres e inmigrantes causado por el egoísmo, la insolidaridad y la injusticia que no solo tolera, sino que acepta y aún le conviene, que la necesidad conviva al lado del despilfarro y la miseria al lado de la ostentación. Dos espacios separados por finas pero muy bien definidas fronteras que separan dos mundos. Es una cuaresma que no va a ninguna parte. No se mueve, y solo de muy lejos ve la resurrección. Es la cuaresma de la pobreza sistemática, necesaria para el sistema del bienestar, porque éste se aguanta gracias a aquella.

Pero la primacía del tiempo no es solo filosófica sino también práctica. A pesar de lo pesadas que son las cuaresmas del espacio, tampoco ellas tienen la última palabra. Porque las cuaresmas del tiempo son las que invaden el corazón y el ánimo, y éstas siempre pueden cargar a aquellas.

Sabemos que la cuaresma del tiempo, esta cuaresma que empezamos a celebrar, irá conquistando despacio pero decididamente, la cuaresma del espacio que tiene atrapada a tantas personas. Depende de cada uno de nosotros.

 
 

 


Miércoles 27 Enero 2016
Esteve Redolad
 
Con cada curso escolar en la República Dominicana comienza un año más de ilusiones, y también de retos, no sólo para los estudiantes sino también para sus maestros. Y se reinicia también una vez más, el debate sobre la educación en el país.

Un dato tristemente significativo nos sirve para contribuir a este debate. El pasado 29 de julio de 2015 en el periódico dominicano Hoy aparecía la noticia: el país se encuentra en la posición 146 de 148 países en la calidad de educación primaria. El artículo no precisa cuáles son los 148 países, pero imaginamos que no estamos hablando de América Latina (46 países), sino de los casi 200 países en el mundo, donde 148 serán los que ofrecen datos estadísticos en referencia a este tema.

Que un país situado en la zona alta del Índice de Desarrollo Humano, con una democracia saludable y con estabilidad social y política, esté a la cola de esta estadística no deja de ser un dato trágico. Claro que el problema de la educación es siempre una cuestión compleja y en ella hay que considerar muchos elementos, como las infraestructuras y los planes educativos, entre otros. En este sentido, es una muy buena noticia que desde la consecución, en 2013, del 4% del presupuesto para la educación, se han venido construyendo un gran número de escuelas y se ha mejorado los equipamientos, aumentando significativamente la jornada escolar de gran parte de los estudiantes.

Pero aparte del problema de infraestructura tendremos que mirar también la situación del personal docente. Es un secreto a voces que uno de los principales problemas en la educación es la falta de preparación y motivación del profesorado. Es imposible poner en un mismo saco a un colectivo de 65.000 personas (entre docentes de primaria y secundaria) sin cometer algún tipo de injusticia. Pero, de hecho, en 2011 las carreras educativas sumaban el 42% de todos los graduados universitarios del país en ese año. No es casualidad: ni tampoco, y ahí radica el problema, un interés generalizado por enseñar a los más jóvenes. Lo cierto es que con el título de magisterio es relativamente fácil conseguir un trabajo bien remunerado y asegurado prácticamente de por vida, puesto que los maestros pasan a ser funcionarios del sector público del país y cuentan con el apoyo del sindicato ADP (Asociación Dominicana de Profesores), una de las organizaciones sociales más potentes e influyentes en el país.

La docencia es una profesión exigente y de un carácter netamente vocacional. Cuando se burocratiza y se convierte en una bolsa de trabajo de fácil acceso, donde los nombramientos (es decir, conseguir plaza fija) se usan a menudo para, y mediante, favoritismos políticos, el resultado es de dramáticas consecuencias: falta de motivación y preparación pedagógica, falta de seguimiento de estudiantes y sus familias, apatía, o estrés, entre el profesorado, altos índices de absentismo escolar y claro está, bajo rendimiento académico.

La solución a este círculo funesto de la educación (un bajo nivel profesional de los maestros produce un bajo nivel académico de los alumnos), pasa por aumentar el nivel de exigencia de los centros universitarios, demandar un buen nivel académico y profesional al personal docente, mejorar los incentivos y reconocer el rendimiento profesional, consolidar los procesos evaluativos del personal y de los centros, y sobre todo desvincular la docencia de injerencia políticas, creando órganos independientes que auditen en el sistema educativo, tanto en lo administrativo como en lo académico y pedagógico. Son cambios quizás utópicos y quiméricos, pero saber que estamos a la cola en la educación básica y no empezar a plantearse cambios profundos en el sistema educativo se nos antoja una irresponsabilidad.

Nos unimos a las palabras del ministro de Economía, Planificación y Desarrollo, Juan Temístocles Montás, al afirmar que si en República Dominicana no se propicia “un profundo cambio en el sistema educativo, no es verdad que vamos a estar preparados para competir con naciones que están dedicando esfuerzos, recursos y tiempo a investigación, desarrollo e innovación”.

 

 


Miércoles 6 Enero 2016
Javier Guativa
 
La fiesta de la Epifanía es fiesta de luz: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60,1). Con estas palabras del profeta Isaías, la Iglesia presenta el contenido de la fiesta.
 
Mateo es el único evangelista que nos cuenta el episodio de los magos que llegan a ver al recién nacido. Su relato de los “magos” tiene como objetivo mostrar que Jesús es, en efecto, el Mesías prometido, pues en Él se cumple cuanto los profetas anunciaron sobre los gentiles peregrinando a Jerusalén (Is 60,6; Sal 72, 10+), y así hacer ver que Dios ha traspasado su bendición y los privilegios del Israel histórico a la Iglesia, mayoritariamente gentil. Es en este contexto que Mateo escribió el relato de los magos.
 
Aprovechemos el episodio de Mateo que leemos en esta fiesta para ver cómo podemos llevar a la práctica estas palabras en nuestro día a día, para que esta fiesta de la luz ilumine nuestro caminar, al igual que iluminó el camino de los magos desde oriente hasta Belén.
 
“Entonces, unos magos de oriente se presentaron en Jerusalén” (Mt 2,1b).
 
Para captar la manifestación de Dios en nuestras vidas hay que empezar por salir de donde estamos. Dios se manifiesta en nuestra vida, pero depende de nosotros ponernos en camino. 
 
Sería bueno preguntarnos ¿Cuál es el “viaje” que tenemos que hacer nosotros? ¿De dónde tenemos que salir? ¿Cuáles son las posturas que tenemos cambiar?
 
Dios se quiere manifestar, quiere iluminar nuestras vidas, nuestro camino, pero es difícil que lo haga si nosotros no cooperamos, si seguimos anclados en el mismo lugar, defendiendo que lo nuestro sí que vale y que nuestras opiniones son las únicas válidas.
 
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.” (Mt 2,2).
 
La “manifestación” de Dios es silenciosa: ¡una estrella! Hermosa y a la vez lejana. No esperemos algo espectacular, porque si lo hacemos estaremos yendo por el camino equivocado. Los sabios de Oriente podrían haber ignorado aquel signo y haber continuado con sus vidas cotidianas.
 
A lo largo de nuestras vidas Dios ilumina nuestro camino con luces que nos permiten entrever el sendero, pero tenemos que estar atentos, vigilantes. La manifestación de Dios no trae grandes pancartas. Cuando nos parece que Dios calla, hay que saber que Él habla un distinto lenguaje y no con palabras humanas.
 
Nos tenemos que dejar conducir por la luz contagiosa del Señor y por otras personas que se presentan en nuestro caminar; entender la vida como una “aventura” de riesgo aceptando los retos y desafíos de un futuro marcado por la ilusión y la esperanza que nos guía a Belén, al encuentro gozoso. 
 
“Entonces Herodes llamó en secreto a los magos (…) Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría” (Mt 2,7a; 2,9).
 
Los magos son un buen ejemplo de cómo superar las noches de oscuridad que tenemos en nuestro caminar de fe. Los magos intuyen que al entrar al palacio de Herodes, signo de poder y de riqueza, la estrella ha desaparecido.
 
Lo único que encuentran los magos en el palacio son los celos de Herodes que teme perder su poder. Al igual que Herodes, nosotros también podemos caer en la tentación de brillar, de aferrarnos a los pequeños “reinos” que tenemos y no querer servir. Cuando lo hacemos la vida se hace amarga y la amargura repercute en los demás porque no se tiene paz.
 
Los magos intuyen que Herodes, nuevo Faraón, los quiere hacer esclavos suyos. Reemprendiendo el camino de silencio y humilde que habían empezado se alejan de la tentación y la estrella vuelve a brillar, superan la oscuridad y se llenan de alegría.
 
“Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino” (Mt 2,12b).
 
De la manifestación de Dios a todos los hombres, cuando se ha participado en ella de verdad, se sale por otros caminos. Ya no podemos vivir como antes. Hemos de tomar el camino del amor y de la fidelidad, del sacrificio y de la abnegación, de la alegría del trabajo de cada día bien hecho, de la paciencia en las contradicciones y de la afabilidad en el trato con los demás. El camino que nos lleva a regresar como nuevas estrellas de Belén para los demás.
 
Los primeros cristianos, al leer el episodio de los magos, entendieron muy bien que la salvación, que era Jesús, iba a ser salvación para todos los seres humanos. Sintamos hoy cerca a los magos, sabios compañeros de camino, que nos animan a levantar los ojos y ver las estrellas que siguen iluminando nuestro sendero.

 

 


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