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Domingo 5 Abril 2020

Uno de los grandes protagonistas de la fiesta del Domingo de Ramos es la multitud, las multitudes. No sabemos si eran dos multitudes distintas, unas que gritaban Hosana, y otra que gritaba Crucifícalo; el caso es que las multitudes son, por un lado, manipulables, como comprobamos en los casos de regímenes populistas que les dan pan y circo, acallando su voz crítica, sometiendo su voluntad. Y, por otro lado, las multitudes tienen una gran influencia en el desarrollo de una sociedad, como en el caso de las revoluciones populares.

Hoy, cualquier referencia a las multitudes tiene que ver obligadamente con la pandemia del coronavirus. En este caso, lo que haga la “multitud” puede determinar el desarrollo (o no), de una enfermedad mortal. Y es importante darse cuenta de que las acciones de la multitud dependen de cada uno de nosotros como individuos. Para ello es indispensable que cada uno de nosotros actuemos con responsabilidad.  

Uno de los grandes manipuladores de multitudes es la desinformación. Vivimos en la época en la que es fácil sentirse abrumados y deprimidos por la cantidad de información que nos llega, hasta el punto de que uno no puede distinguir ya qué noticias son fiables, y cuáles no. 

Recibimos información sobre remedios caseros para la cura del virus, o sobre la fiebre del papel higiénico, o sobre explicaciones de tipo político o argumentos religiosos sobre el fin del mundo. Todo se mezcla en este enjambre de información. Podemos culpar, seguramente con razón, a los intereses particulares de los medios de comunicación, pero eso no significa que estemos exentos de nuestra responsabilidad de estar bien informados. Tradicionalmente se distingue entre la ignorancia inevitable que emana de nuestras propias limitaciones personales, y la ignorancia culpable, aquella por la cual nos conviene no saber y dejarnos llevar por la multitud. En estos días tendríamos que luchar contra ésta última de la misma manera que tan tenazmente estamos luchando contra el coronavirus.

 

Jueves 2 Abril 2020
Es bonito ver como a las 8:00 de la tarde en varios rincones del mundo la gente sale al balcón o a la puerta de sus casas para aplaudir a las personas que en estos días están al pie del cañón para que la vida pueda ser, si no normal, como mínimo llevadera.

El personal sanitario, personal de limpieza, reponedores de supermercado, vendedores, conductores, cargadores, carteros… El coronavirus ha puesto en primer plano a muchos de los trabajos y trabajadores/as que normalmente damos por asumidos pero que hoy son considerados curiosamente los trabajos indispensables.

Esta pandemia, en toda su brutalidad y dolor, ha puesto de manifiesto el grado de interdependencia de nuestra sociedad. La sociedad es orgánica, es un organismo en el que todas las partes son igualmente necesarias. De nada me valen todos los ejecutivos ni los banqueros, ni accionistas del mundo, sino tengo una persona que se encargue de llevar la comida al super, o alguien limpiando los baños de las oficinas de Wall Street.

De la misma forma que la epidemia es total (pan-demia), ojalá podamos reconocer que la sociedad no está basada en ideas como “la ley del más fuerte”, o el “sálvese quien pueda”, ni el mito de la persona hecha a sí misma. Vivimos en una pan-dependencia (la interdependencia total). Reconocer y aceptar esto nos va a ayudar a construir una sociedad que sea cada vez más igualitaria.

 

Domingo 29 Marzo 2020

Hoy, quinto domingo de Cuaresma, leeremos el conocido relato de la resurrección de Lázaro. Es un pasaje en el que ocurre algo curioso: en él aparecen dos rostros, dos dimensiones, de Jesús. Me parece que ambos nos pueden ayudar a vivir con fe y esperanza la situación presente de pandemia.
 
Por un lado, vemos al Jesús que confía plenamente en su Padre, que no se inmuta, que no se derrumba ante la adversidad, ante la pérdida del amigo querido: es el Jesús que dice a sus discípulos: «Esta enfermedad servirá para la Gloria de Dios», y el que más tarde dice a Marta: «Si crees, verás la Gloria de Dios». Este Jesús nos asegura que las situaciones de máximo dolor, de muerte, pueden ser también ocasiones para que en ellas se manifieste la ternura de Dios.
 
Por otro lado, vemos a Jesús conmovido, llorando por la muerte del amigo, una imagen a la que no estamos nada acostumbrados. Una imagen más impactante aún, si cabe, por hallarse en el evangelio de Juan, el que suele presentarnos un Jesús más impasible, más en control de todo, más divino (y, a veces, menos humano) que el que nos retratan los evangelios sinópticos.
 
El primer rostro de Jesús es hoy muy necesario, tal vez más necesario que nunca: nos asegura que toda situación dolorosa, también la actual pandemia, es ocasión para que se manifieste la ternura de Dios. Es una dimensión de Jesús que nos invita a preguntarnos: ¿y cómo puedo yo ayudar a que esta crisis global que estamos viviendo sea también ocasión para que se manifieste la ternura de Dios? Lo sabemos: practicando un “extra” de solidaridad, mostrando nuestra cercanía a los que peor lo están pasando, con llamadas, con mensajes, orando por ellos y por los que los cuidan, colaborando desde casa en todo lo que se pueda (tejiendo mascarillas, donando para que no falte material sanitario, ni alimento, a los sectores y países más vulnerables).
 
¿Y el segundo “rostro” de Jesús? Este Jesús que llora, humanísimo, por la muerte del amigo, es una imagen que hoy nos puede resultar -paradójicamente- consoladora: nos muestra que tenemos un Dios que comparte con nosotros el dolor, que no nos da la espalda, que entiende lo que es llorar por la pérdida de un ser querido, que ha experimentado exactamente lo mismo que hoy están experimentando miles de personas en todo el mundo. Es, por supuesto, una invitación a unirnos -ni que sea en la oración- con todos aquellos que sufren, como Marta y María, la pérdida de personas amadas.
 
Esta también es, por supuesto, la historia de una muerte y una resurrección. Me parece que ahí hay otro mensaje para nosotros, en la situación actual. Más allá de la muerte física de personas por causa del Covid19, que es, claro está, el mayor drama de esta crisis, en estas semanas muchas personas están experimentando otro tipo de “muertes”: han muerto nuestras rutinas, nuestras costumbres, nuestros hábitos, nuestros ritmos normales. Todo ha sido radicalmente cambiado por la pandemia. ¿Cómo queremos resucitar? Incluso ahora, cuando en muchos países todavía no se vislumbra el fin de la crisis, cuando en muchos otros está apenas empezando, es bueno que ya comencemos a pensar en cómo queremos salir de ella. ¿Cómo queremos “salir del sepulcro” en el que ahora, por decirlo así, estamos enterrados? Qué cosas queremos que se queden allí, y cómo queremos -sí- que la pandemia nos haga mejores.
 
¿Tal vez deberíamos pensar en “resucitar”, al final de esta crisis, más pendientes de las personas y menos de las cosas? ¿O más centrados en Dios y en los demás, menos en nosotros mismos? ¿O más preocupados por lo esencial de la vida (la amistad, la salud, el cariño), y menos preocupados por infinidad de asuntos que ahora, de pronto, hemos visto que no eran tan fundamentales ni importantes cómo creíamos hace apenas unas semanas?


 

Lunes 23 Marzo 2020

Estamos en tiempos de crisis. Tiempos difíciles para todos. Pero quizas precisamente por eso se nos presenta una oportunidad única para practicar el valor que hace de los seres humanos una especie única: la solidaridad.
 
Hay veces en que no sabemos muy bien como ser solidarios, no es tan fácil en sociedades tan estructuradas y legalistas como las nuestras. Pero en estos momentos ser solidario es bien simple.
En estos momentos, además, ser solidarios es lo que más nos conviene. Sugiero pues tres sencillas formas de mostrarnos solidarios:
 
Actuemos como si fuéramos nosotros los enfermos: No tratemos a los demás como si fueran una amenaza que nos pueden infectar. Asumamos que somos nosotros (cada uno de nosotros) los que estamos infectados (podemos estarlo, pero sin síntomas), y tenemos que prevenir infectar a los demás.  Quedarnos en casa sin salir, aunque nos sintamos bien, es hoy, un gran acto de solidaridad.
 
No acumulemos ilógicamente: El pánico no nos va a ayudar. Acumular sin medida siempre va a ser en perjuicio de alguna otra persona. Cuando los productos básicos se terminan, los más necesitados siempre serán los más afectados. Además, acumular cosas no es necesariamente lo mejor para nosotros. No deja de ser irónico que la gente quiera acumular mascarillas y productos desinfectantes para salvarse a ellos mismos, cuando en realidad lo que más nos convendría, casi por puro egoísmo, es que los demás puedan estar desinfectados y no nos contagien a nosotros.
 
Usemos el teléfono: En este tiempo de distanciamiento social, que sea nuestra misión solidaria estar bien pendientes de aquellos que son mas vulnerables. Vigilemos a nuestros abuelos y abuelas, nuestros padres, nuestros vecinos que viven solos, la gente que está enferma. Llamémoslos, enviémosles mensajes de ánimo, o chistes (el buen humor es una buena medicina). Preguntémosles si necesitan algo, que sepan que pensamos en ellos, y que rezamos por ellos.
 
Aceptemos estos momentos difíciles como una oportunidad de mostrar nuestra cara más solidaria.


 

Miércoles 18 Marzo 2020
La pandemia del Covid-19 ya es el principal motivo de preocupación del mundo entero. En el momento de escribir estas líneas se ha extendido ya por 162 países, en muchos de los cuales la cadena de contagios apenas está empezando. Es difícil aventurar, por lo tanto, cuándo remitirá y perderá fuerza, pero todo parece indicar que va a ser un proceso largo, de meses. Hoy no podemos calibrar, todavía, la dimensión de las secuelas que dejará, que serán de orden económico, social y político, aparte, por supuesto, de las secuelas emocionales que imprimirá en todos nosotros y en especial en aquellos que ya han perdido o perderán personas queridas.
 
Lo que sí es importante empezar a hacer, incluso ahora, cuando todavía hay tantos interrogantes en el aire, es tratar de leer esta situación desde la fe, en clave cristiana. La fe debería iluminar todo tipo de circunstancia, las más alegres y las más tristes, las de siempre y las inesperadas, las que nos confortan y las que nos angustian.
 
Y, en clave de fe, podemos, seguramente, apuntar por lo menos a dos lecturas de la crisis actual (habría, sin duda, muchas más, que ya habrá tiempo de ir desmenuzando).
 
Primera: la pandemia nos recuerda, con toda crudeza, que la condición humana es frágil, esté donde esté, hable el idioma que hable y tenga el color de piel que tenga. Eso no es banal. En una época marcada por la polarización entre extremos ideológicos, por el resurgir de un cierto espíritu tribal en el mundo, por propuestas políticas que nos invitan a levantar muros y resucitar el fantasma de la xenofobia, la pandemia actual nos llama a vernos, a todos, como la gran familia que somos: unidos, podríamos decir, en la fragilidad. El coronavirus no ve razas, ni estratos sociales, ni posiciones ideológicas: solo ve personas. Tal vez una consecuencia positiva de todo lo que estamos viviendo podría ser que aprendiéramos a relativizar nuestras pequeñas guerras ideológicas para recuperar un sentido más realista de quien somos, como gran colectivo humano, como la gran familia de las hijas e hijos de Dios.
 
Este pasado fin de semana, celebrando el tercer domingo de Cuaresma, leíamos la historia del encuentro entre Jesús y la mujer samaritana. Es el relato del encuentro entre dos necesitados, pues ambos tienen sed: Jesús, sed de agua; ella, de agua y de un sentido para su vida; y al compartir sin reparos su condición frágil, necesitada, Jesús y la samaritana son capaces de pasar por encima de las divisiones que la cultura y los conflictos políticos y religiosos de su tiempo habían creado para ellos, y terminan ignorándolas. No importa que él sea un judío y ella una samaritana. Lo esencial es que son dos personas necesitadas que pueden hacerse un bien mutuo. En este sentido, una pandemia que no respeta fronteras ni sabe de banderas puede servirnos a todos de sana advertencia: lo que tenemos es hermoso y muy frágil. No lo malogremos inventándonos divisiones artificiales entre nosotros.
 
La segunda lectura es que el coronavirus nos empuja a ser solidarios con los más vulnerables, los ancianos y los enfermos, al estilo de Jesús. Hay, indudablemente, una suerte de dimensión moral en esta pandemia: si soy un joven sano de veinte años, el Covid-19 no me amenaza mucho más que una gripe ordinaria. ¿Significa eso que puedo prescindir de toda prudencia y seguir con mi vida normal? No: porque si me contagio, yo podré a continuación contagiar a alguien (un adulto mayor o un enfermo), para quien el contagio sí será letal.
 
Con la respuesta decidida que la gran mayoría de países están dando, afortunadamente, a la crisis presente, estamos diciendo algo importantísimo: que no aceptamos la famosa cultura del descarte que tanto ha denunciado el papa Francisco. El hecho que las más afectadas sean personas “no productivas”, ancianos y enfermos, no ha llevado a nadie a minimizar el problema. He ahí un motivo para el orgullo y la esperanza: tal vez la fibra moral de la humanidad no estaba tan minada como podíamos haber pensado. Nos preocupan nuestros ancianos y nuestros enfermos, y por esto estamos, todos, tomando medidas inéditas en medio de esta situación sin precedentes.
 
Tal vez saldremos de esta tormenta un poco mejores: un poco más fraternos y un poco más solidarios. Desde la fe, eso sería, sin duda, una buena noticia.

 

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