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Jueves 10 Diciembre 2015
Esteve Redolad

A pesar de que nos gustaría poder compartir siempre noticias esperanzadoras y positivas de los lugares en que vivimos y trabajamos, a veces la crudeza de la realidad nos lo impide. Hoy escribo con pesar: hace unas semanas, en la carretera que cruza por delante de Sabana Yegua, en la República Dominicana, ocurrió un hecho trágico y macabro: un hombre mató de cuatro tiros a su amante y luego él mismo se disparó en la sien acabando con su vida en el acto. Un acto terrible que apunta de forma horrorosamente gráfica a otros cien casos de violencia machista que se registran constantemente, de forma más callada, en esta sociedad.

La triste ironía del destino hizo que para dos días más tarde hubiésemos convocado en nuestro salón parroquial una charla sobre la violencia intrafamiliar, organizada por el grupo de mujeres de la parroquia. Se trata de un grupo pequeño pero lleno de vida y de propósito, que pretende precisamente liberar a las mujeres del yugo de una sociedad machista que cuenta a sus víctimas no solo en disparos, no solo en golpes, y maltratos físicos, verbales y psicológicos sino también en el abandono escolar de miles de adolescentes que dejan su educación al quedar embarazadas (el 20% de las mujeres de 15 a 19 años y el 23% de las de 20 a 24 años). Otras víctimas son  las incontables madres solteras, no por voluntad propia sino por irresponsabilidad, manipulación y cobardía de unos padres que cuentan con la aprobación tácita y factual de una sociedad machista que los defiende con su silencio.  

La charla quería enseñar a las mujeres, y a los hombres, que también estaban invitados, signos de posibles actitudes violentas, además de estrategias para intentar escapar de la cárcel-inferno de la amenaza y el miedo. Pero el evento, ese evento liberador, restaurador, iluminador para tantas mujeres que viven atrapadas entre el temor y la ignorancia, se tuvo que cancelar, porque justamente aquella tarde tuvo lugar en Sabana Yegua un mitin electoral multitudinario, y por encima de las miradas valientes de las mujeres reunidas se elevaba el rugido ensordecedor de decenas de motos que desfilaban en apoyo a un candidato político local. Masas de gentes gritando, música a todo volumen, discursos encendidos, que tapaban sin remedio, en otra metáfora inescapable, la voz de estas mujeres. Seguro que entre estas masas efervescentes se encontraban otras mujeres con vidas quebradas por hombres que confunden el amor con la propiedad, y la felicidad con la autocomplacencia, y que seguro  estaban también dentro de la masa anónima. Y estas mujeres aplaudían y gritaban entregadas a ilusiones ajenas y a las promesas convenientes de una política paternalista y amiguista. Ante la imposibilidad de poder mantener un diálogo a causa del ruido político de la calle, suspendimos la reunión.
 
Sin embargo, volveremos a convocarla: regresarán las mujeres, tendremos la charla y no dudamos que poco a poco, quizá muy lentamente, iremos logrando de que nuestra presencia de Iglesia en esta sociedad también ayude a reducir, y finalmente a eliminar, el horror de la violencia machista.  

 

 


Domingo 29 Noviembre 2015
Martí Colom

Hoy iniciamos el Adviento, y una mirada a las lecturas de este primer domingo nos puede ayudar a enfocar y a vivir de manera fructífera el tiempo de preparación para la Navidad que ahora empezamos.
 
Tenemos, por un lado, la voz optimista y confiada de Jeremías: «Mirad que llegan los días en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel… en aquellos días suscitaré a David un vástago que hará justicia… en aquellos días se salvará Judá y en Jerusalén vivirán tranquilos». Por otro lado Jesús también asegura, en consonancia con el profeta, que «se acerca vuestra liberación», pero su mensaje es más matizado, pues antepone a esta promesa final una advertencia inquietante, de resonancias apocalípticas: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes… los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo». Jesús, más realista y sobrio que Jeremías, quiere ser quizá más honrado con aquellos que le escuchamos, y nos dice: “sí llegará la paz, y es cierto que los que buscan la justicia no quedarán defraudados… pero ¡ojo!, primero habrá pruebas, conflictos, angustia y sufrimiento”. El Adviento no es, en otras palabras, un tiempo de baja intensidad, huérfano de preocupaciones, durante el cual lo único que se nos pide es que decoremos nuestros hogares con pesebres, árboles y ornamentos navideños mientras esperamos la noche del 24 de diciembre al son de villancicos, pretendiendo que vivimos en un mundo sin dolor. El nacimiento ya próximo del Príncipe de la Paz no significa la desaparición mágica de toda violencia. El niño, de hecho, nace cada año en un mundo herido por ella.
 
 
Quizá en este 2015 la verdad que encierran las palabras de Jesús sea para muchos especialmente obvia. Más de uno habrá escuchado la descripción de “la angustia de las gentes”, de los “hombres sin aliento por el miedo y la ansiedad” y se habrá dicho: está hablando de nosotros. El terrorismo brutal en París, Beirut y Egipto de las últimas semanas, las guerras que en vez de cesar se multiplican por doquier, las imágenes espeluznantes de colas interminables de refugiados cruzando los caminos de Europa, las frágiles embarcaciones que alcanzan a diario las costas griegas, italianas o españolas cargadas de inmigrantes, la intolerancia creciente con la que algunos responden al dolor de los que llegan… todo ello parece confirmar, con creces, el dramatismo del Evangelio de este domingo. Y sin embargo no podemos olvidar que al final Jesús coincide con Jeremías y anuncia sin ambigüedades la victoria de la paz y una aurora de libertad.
 
Lo que queríamos subrayar con estas líneas, por lo tanto, es que la vivencia profunda del Adviento requiere que escuchemos el mensaje completoque hoy Lucas pone en boca del Señor: y que en consecuencia huyamos tanto de la ilusión estéril de pensar que habitamos en un jardín sin conflictos como de la desesperanza (igualmente infecunda, y errada) de creer que las calamidades tendrán la última palabra.
 
Tan importante es que los que podrían entender este tiempo como una invitación a inhibirse y a pretender que el mundo es un paraíso escuchen con atención la advertencia de Jesús, y abran los ojos al dolor ajeno, como que los que podrían prestar oídos solamente al anuncio de tragedias oigan también la conclusión del pasaje: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación», y trabajen por un mañana mejor, con confianza y optimismo.      
 
Nuestro tiempo no es muy distinto de las épocas que nos precedieron: como sucede ahora, toda edad tuvo aquellos que creyeron que su mundo era la culminación de la historia humana, que habían alcanzado la cima y habían logrado la sociedad perfecta. Y se engañaban, pues sólo podían mantener dicha ficción a base de ignorar el dolor de sus hermanos. También hubo siempre aquellos para quienes, en cambio, sus tragedias superaban las de cualquier momento anterior, los que aseguraban que su horror era nuevo, más cruel o insalvable que el de sus abuelos, señal irrefutable de que la victoria definitiva del mal ya era un hecho. También ellos se engañaban: primero, porque su dolor no era más feroz que el de sus ancestros (la violencia siempre es desgarradora, suceda hoy o hace mil años, y ocurra en las calles de Francia o en las de Mosul); y segundo, y sobre todo, porque al final Jeremías y Jesús tendrán razón, y el Adviento es espera de aquel que, en efecto, un día traerá la paz.
 
¿Cómo vivir este Adviento? Rechazando tanto la ceguera del ingenuo como la del pesimista. Esta es la tarea de quien quiera escuchar, sin miedo y con confianza, las palabras de Jesús.
 

 


Martes 20 Octubre 2015
Martí Colom
 
Decía el hermano Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, que «Dios nunca condena a nadie al inmovilismo»[1]. Hermosa frase de alguien que entendió que las personas estamos hechas para avanzar y caminar, de alguien que quiso vivir en la desinstalación permanente y a quien siempre preocupó (tanto en individuos como en instituciones) la falta de horizontes.
 
Una paradoja de nuestro tiempo, de la época en que vivimos, es que combina cambios rapidísimos y aceleración constante en la superficie con un profundo inmovilismo de fondo. La tecnología a la que tenemos acceso evoluciona a tal velocidad que a veces es difícil seguirle el ritmo: lo que hace apenas unos años era impensable se convierte en habitual, y pronto caduca para dar paso a nuevos avances que invaden nuestras vidas y nos permiten, entre otras cosas, comunicarnos de formas nuevas, más rápidas y más precisas. Vivimos en la “desinstalación permanente” de nuestros hábitos cotidianos, pues las costumbres de hace muy poco (cómo compartíamos información, cómo accedíamos a ella, cómo comprábamos un libro o un billete de tren, cómo aprendíamos un idioma, cómo tomábamos notas de una reunión…) han sido radicalmente transformadas por nuevos medios, que han modificado hasta la manera misma en que nos relacionamos. Y sin embargo, sería un error asumir que dicha aceleración constante nos hace inmunes al inmovilismo: pues, como decíamos, se trata de una transformación superficial, de lo externo, de “la corteza” de nuestras vidas, que es perfectamente posible gestionar sin que el fondo, nuestra sustancia, cambie ni un ápice.

Es en el ámbito de nuestras opciones íntimas, de las ideas, de nuestros sistemas de valores personales y colectivos (en los que el impacto de la tecnología es mucho menor) donde el inmovilismo más debería preocuparnos, porque allí es donde suele reinar y ser más dañino. Y a pesar de la rápida transformación tecnológica en que todos vivimos sumergidos, nuestro tiempo no se caracteriza por un avance igualmente ágil de nuestras mentalidades: personas y sociedades seguimos atrincherados en cien pequeñas ideologías que a menudo nos enfrentan, en viejos antagonismos, en prejuicios hacia lo desconocido, en recelos, en ausencias incomprensibles de diálogo.


 
Este inmovilismo es dañino porque en la rigidez del espíritu perdemos las grandes oportunidades de avanzar, de vislumbrar caminos nuevos de entendimiento; en la inflexibilidad del pensamiento es donde nos empequeñecemos. El inmovilismo, en definitiva, es realmente una condena porque nos limita. Lo formuló hace más de un siglo el cardenal Newman: «En un mundo más elevado es de otro modo; pero aquí, vivir es cambiar, y ser perfecto es cambiar frecuentemente»[2].
 
En el momento vibrante en que nos hallamos hoy en la Iglesia, en medio de la llamada “primavera del papa Francisco”, es importante recordar voces como las de Schutz y Newman, que sin renunciar a la riqueza de la tradición nos invitan a desconfiar de la rigidez, y a vernos a nosotros mismos como personas en movimiento, miembros de una Iglesia peregrina, de una comunidad en camino, espíritus en evolución que no quieren vivir condenados del inmovilismo. Como cristianos, sabemos que no se trata de olvidar nuestras raíces sino de ahondar cada día, más y más, en la profundidad del mensaje de Jesús. Lo dijo de forma inmejorable Juan XXIII: «No es el evangelio el que cambia: somos nosotros los que comenzamos a comprenderlo mejor»[3].
 
Sólo avanzaremos en esta mejor comprensión gradual de la fe si renunciamos, convencidos y de raíz, al inmovilismo en nuestros corazones.
 
 
[1] K. Spink, Hermano Roger. La vida del fundador de Taizé. Herder, Barcelona, 2009, p. 80.
[2] J. H. Newman, An Essay on the development of Christian Doctrine. Longmans, Green and Co., London/New York, 1900, p. 40.
[3] Citado en G. Gutiérrez, “La recepción del Vaticano II en Latinoamérica”, en G. Alberigo;  J. P. Jossua (eds.), La recepción del Vaticano II. Cristiandad, Madrid, 1987, pp. 213-237; cita en p. 217.
 

 


Jueves 8 Octubre 2015
Pablo Cirujeda
 
“Cuando estéis orando, perdonad lo que tengáis contra quien sea, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras faltas” (Mc. 11, 25).

Llama la atención en el evangelio de Marcos esta frase de Jesús, que parece limitar o condicionar el perdón de Dios a nuestra capacidad de perdonar. Otros evangelistas (Mateo y Lucas) han incorporado este dicho de Jesús a la famosa oración del Padrenuestro, que repetimos a diario: “perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6, 12; Lc. 11, 4).

 
En el entender popular, parecería que Jesús estuviera estableciendo una condición previa para poder recibir el perdón de Dios: si no perdonas a los que te han ofendido, Dios no te perdonará. En nuestra mentalidad tantas veces proporcionalista o comercial,  podríamos llegar a pensar que Jesús estuviera limitando el perdón divino a nuestra capacidad de perdonarnos los unos a los otros. Si me das, te doy…¡me temo que muchos saldríamos perdiendo en este intercambio!

Por otro lado, el mismo Jesús, cuando habla en otras ocasiones de la capacidad de perdonar de Dios, lo hace apoyándose en imágenes y parábolas que parecen indicar todo lo contrario, como por ejemplo en el dicho “Vuestro Padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45). Las parábolas del Hijo Pródigo o de la Oveja Perdida, entre otras muchas, también apoyarían esa idea de un Dios que no entiende de proporciones ni de justicia cuando se trata de ejercer la misericordia y el perdón.

Entonces, ¿por qué esa petición de Jesús de que seamos nosotros los que perdonemos primero? Pues porque el perdón es un arte en el que hay que ejercitarse, y que solamente se aprende practicándolo. Y Jesús indica a sus discípulos la fórmula para capacitarnos en este arte de perdonar: Quien no aprenda a perdonar, a vivir sin rencor, a soltar el fardo pesado del odio y de los deseos de venganza y de justicia, tampoco sabrá aceptar ni recibir el perdón de los demás, y mucho menos el de Dios.


Porque no solo hay que aprender a perdonar, sino también a ser perdonados. En definitiva, quien no sabe perdonar, tampoco sabe ser perdonado. El perdón del que habla Jesús siempre es gratuito, ya que no es proporcional al agravio cometido, ni tampoco es merecido porque uno se lo haya ganado a través de algún tipo de restitución o pago. El perdón se otorga libremente, cuando elegimos vivir una vida sin cuentas pendientes con los demás.
 
En esta escuela del perdón que Jesús propone, primero hay que aprender a perdonar, es decir, a hacer una opción personal por no vivir con agravios ni con rencor, renunciando a reivindicar las deudas que los demás puedan haber contraído conmigo. A partir de esa libertad interior, en la que ya no esperamos ni exigimos la restitución de la culpa, ni que los demás vengan a disculparse conmigo, somos capaces también de recibir el perdón del prójimo como un regalo, y, a través de ellos, el perdón gratuito de Dios, que no conoce el rencor ni el odio.

Rezando el Padrenuestro, cada día repetimos las palabras de Jesús, que nos enseña un arte que él llegó a dominar: el arte del perdón, y que llevó a su perfección en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que se hacen” (Lc. 23, 34).

 


Lunes 28 Septiembre 2015
Dolores Puértolas
 

No hay ni el dramatismo ni ciertamente la espectacularidad de las mutaciones mecánicas de los Transformers en las famosas películas que llevan este título, pero no hay duda de que nuestras vidas son una transformación constante: desde que nacemos hasta que morimos se transforma cada célula de nuestro cuerpo, crecemos, engordamos, adelgazamos, envejecemos... y también se transforman nuestro pensamiento, nuestros sentimientos, nuestro actuar, nuestra forma de ver la vida. Lo mismo ocurre con las culturas. Si bien nos esforzamos por preservar todo lo valioso que hay en ellas, lo queramos o no, las culturas se encuentran también en constante transformación. Como ejemplo, un par de pequeñas iniciativas de la Parroquia de Sabana Yegua, en el suroeste de la República Dominicana, donde trabajamos.

La más reciente es la campaña “Creando cultura de la limpieza”, iniciada por la Pastoral Juvenil y que pretende fomentar, a través de repartir cubos de basuras en puntos estratégicos de los pueblos y también de la limpieza de una playa local, la noción de que la basura se tiene que tirar al zafacón. Se trata de que la gente se vaya concienciando hasta que haya una transformación real de los hábitos, para que el cuidado y la limpieza de las calles de nuestros pueblos en la República Dominicana sea parte de la cultura de todos.

La otra iniciativa transformadora es la red de mini-bibliotecas de la que ya hemos hablado en este blog en más de una ocasión. También se trata de transformar la cultura promoviendo el hábito de lectura sobre todo en los más pequeños: aunque no cabe duda que una minoría de población más cultivada tiene esta afición, la mayor parte de los adultos y niños no dedican apenas tiempo a la lectura (de hecho muchos no tienen casi libros en sus casas). El objetivo es que leer sea una actividad cotidiana, parte de la cultura con la que crecerán los niños. 

Si somos mujeres y hombres en constante transformación, aceptemos el desafío de toda transformación cultural que nos lleve a una vida más digna y más plena. ¡Vale la pena!

 


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