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Sábado 28 Septiembre 2019
 
 
Este fin de semana, en que celebramos el Vigesimosexto Domingo del Tiempo Ordinario, siguiendo el ciclo C de las lecturas, en la misa oiremos la conocida parábola del pobre Lázaro y del rico que lo ignoró (Lc 16,19-31), una narración hermosa e inquietante que, como otras parábolas memorables de Jesús (la del buen samaritano, la del hijo pródigo, la del administrador astuto, y otras) solo encontramos en el evangelio de Lucas.

Hay un detalle en el que vale la pena que nos detengamos: Jesús, al narrar la historia, da nombre al pobre (“un mendigo llamado Lázaro”), pero no al rico. La tradición ha querido corregir esta supuesta deficiencia del texto, llamando Epulón al potentado, pero se trata de una práctica tardía (parece que se origina con Pedro Crisólogo en el siglo V), ajena a la Escritura.
 
Varias cosas llaman aquí la atención: en primer lugar, no es nada común que el protagonista de una parábola tenga nombre. De hecho, Lázaro es ni más ni menos que el único personaje de una historia contada por Jesús que lo tiene. ¿Cómo se llamaban el padre del hijo pródigo y sus dos hijos, o la mujer que perdió la moneda, o el hombre que cayó en manos de unos bandidos camino a Jericó, o el samaritano que lo socorrió, o el sacerdote que pasó de largo, o…? No se nos dice, nunca se nos dice: al contar sus historias, Jesús presenta a sus protagonistas como prototipos representativos, ejemplos de actitudes y de formas de ser que no deberían convertirse en personajes demasiado concretos: sus héroes y villanos son “un hombre”, “una mujer”, “un padre”, “un hijo”, “un rico”, “el dueño de una viña”… de entre todos ellos, solo Lázaro tiene nombre.
 
En segundo lugar, sorprende el hecho de que, en la misma parábola, uno de los dos protagonistas tenga nombre y el otro no. Y, en todo caso, tal vez más de uno hubiese esperado que, si así iban a ser las cosas en esta ocasión, Jesús diese nombre al rico, a la persona importante, exitosa y conocida, y no al miserable mendigo. «A las puertas de la mansión del rico Epulón había un mendigo», hubiese podido empezar Jesús, y a todos nos hubiese parecido muy bien. Pero hace justo lo contrario: «Había un rico que banqueteaba a diario, y a las puertas de su casa solía pedir limosna un mendigo que se llamaba Lázaro».
 
Nada de eso es casual (como nada es casual en los evangelios), ni mucho menos una deficiencia del texto. Todo lo contrario: se trata, sin duda, de un recurso narrativo muy pensado, con su propio significado y función.
 
Dando nombre al pobre, Jesús realza su humanidad: y así, en vez de cosificarlo, en vez de convertirlo en una cosa (“un mendigo”), hace que los que escuchamos la historia lo veamos como a una persona, como a alguien que una vez tuvo una familia, unos padres que, cuando él nació, le dieron ese nombre. Lázaro tiene una historia, como todo el mundo.
 
Y, al dar nombre a Lázaro y así humanizarlo, Jesús está señalando que el problema del rico era precisamente este: que no sabía ver al mendigo que agonizaba a la puerta de su casa como al ser humano que era. Ciertamente, no lo veía como a su igual. Ni en vida (pues de haberlo hecho lo hubiese atendido, conmovido ante la abyecta pobreza del indigente), ni tampoco lo vio como a su igual después de muertos los dos, cuando lo trató, en todo caso, como a su inferior, alguien a quien no quiso dirigir la palabra ni una sola vez, y en quien descubrió, de hecho, a un esclavo: «Padre Abrahán», dirá el rico, «manda a Lázaro a que me traiga agua, envíalo a mi casa a advertir a mis hermanos»…
 
La parábola, así, revela en toda su crudeza una de las peores consecuencias a la que puede llevarnos la idolatría del dinero: a pensar que solo quien lo tiene (y lo tiene en abundancia) es persona; que quien no tiene nada, o tiene poco, queda privado, por sus carencias, de la humanidad.
 
Pero hay más: si el texto subraya la humanidad del pobre al darle un nombre, ¿qué consigue dejando sin nombre al rico? También ahí hay un mensaje. Un mensaje doble, de hecho. Por un lado, Jesús nos invita, como siempre que los personajes de sus parábolas son anónimos, a que nos identifiquemos con ellos y nos preguntemos, en este caso: ¿Seré yo el rico? ¿Seré yo de los que desprecian, ignoran y se olvidan de todo aquel que no tiene dinero?

 
Pero en esta ocasión, además, al dejar sin nombre al rico, en marcado contraste con el pobre Lázaro, Jesús nos quiere hacer ver que, mediante su desprecio del mendigo, ese rico se estaba negando la humanidad a sí mismo. Su falta de empatía y de solidaridad lo convertían en aquello que despreciaba. Porque ser humanos es ser misericordiosos y solidarios: «Fulano es muy humano», decimos, para indicar que alguien muestra mucha compasión con quienes sufren, y se solidariza con ellos. La honda indiferencia que mostraba el rico dañó a Lázaro, sin duda, a quien hubiese podido ayudar; pero también dañó profundamente al mismo rico: ignorando a Lázaro, el potentado se negó la oportunidad de ejercer de ser humano. Se deshumanizó.
 
La lección del juego narrativo de Jesús, en definitiva, nos invita a no negarle el nombre a nadie. Reconocer que todo el mundo tiene uno, y que nadie debería ser cosificado es el primer paso, básico y fundamental, para empezar a ver a todos los que se cruzan por nuestra vida (sea cual sea su condición) como a las persona que son. Es decir, para verlos tal y como Dios los ve. Y es el primer paso, también, para no perder nosotros la humanidad que nos dignifica y nos hace ser quien somos.

 

Jueves 26 Septiembre 2019
Desde hace varias semanas, medios de todo el mundo han informado ampliamente de los grandes incendios que están asolando el Amazonas. El equipo de la Comunidad de San Pablo en Cochabamba nos cuenta cómo esta desgracia está afectando particularmente a Bolivia.
 
Desde hace dos meses, varios incendios invaden uno de los pulmones más verdes de Bolivia. Los noticieros hablan de más de dos millones de hectáreas quemadas en la zona de la Amazonía, la Chiquitanía y el Chaco boliviano. Se trata de un verdadero desastre ambiental para la fauna y la flora, así como humanitario, para los indígenas que habitan esas tierras, que lo están perdiendo todo.
 
Cada año, en esta época del año, se realizan los “chaqueos”, o quemas controladas, para preparar el terreno para la siembra o para la crianza de ganado. Normalmente no escapan del control humano, pero este año el gobierno boliviano ha aprobado un polémico decreto que promueve la ampliación de la frontera agrícola en zonas de bosques permitiendo la “quema controlada” y el asentamiento de nuevos colonos de otras zonas del país. Esto ha provocado que las quemas tradicionales se hayan descontrolado, causando la presente situación.
 
Varias instancias del país, entre ellas la Conferencia Episcopal Boliviana, están pidiendo a gritos que el gobierno declare una emergencia nacional en las zonas afectadas, y que se abra a la ayuda internacional de expertos para controlar los incendios. Además, para poner freno a esta catástrofe medioambiental muchas voces también solicitan la prohibición inmediata de los chaqueos así como de la instalación descontrolada de los nuevos campesinos en tierras de la zona no aptas para la agricultura. Esperamos que de manera inmediata y urgente se tomen las medidas para frenar esta tragedia que está afectando al país.


 

Martes 17 Septiembre 2019
 

La CSP está presente en la Ciudad de México mediante dos proyectos pastorales distintos: por un lado, en el sur de la ciudad coordinamos el Centro Comunitario de Desarrollo Infantil “San José”, en el que 122 niños y niñas menores de 6 años de un asentamiento irregular reciben a diario una atención integral en la etapa crucial de la primera infancia, y, por otro lado, en el poniente de la gran urbe apoyamos el trabajo pastoral y social en un barrio popular de población trabajadora.
 
Después de haber trabajado durante cinco años como vicario parroquial en esta segunda zona pastoral de la arquidiócesis, Pablo Cirujeda fue recientemente nombrado rector de la Rectoría Nuestra Señora del Rosario. Como responsable de esta parroquia atenderá una población de unas seis mil personas, en su mayoría familias humildes y de escasos recursos. Junto con la coordinación de los diferentes programas pastorales (catequesis infantil, pastoral de los enfermos, pastoral sacramental, etc.) también está abriendo espacios para el desarrollo comunitario, como talleres de artesanías para niños y jóvenes, activación física para adultos mayores, y un centro de escucha terapéutica, y se está integrando con otras instituciones y agentes sociales de la zona para iniciar un programa de capacitación laboral para jóvenes.
 
Este nuevo reto pastoral se suma a los esfuerzos que la CSP realiza para que sus compromisos aborden una evangelización integral de la persona, entendiendo la pastoral como un camino que abarca todas las dimensiones personales, familiares, y sociales del ser humano.


 

Miércoles 11 Septiembre 2019
 

Escucho esta canción: "La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios, la amistad con los rotos, con los solos…con Dios". De los últimos años de mi intensa vida de misión en República Dominicana, con muchos proyectos y actividades interesantes, con muchos logros y muchos aprendizajes, recuerdo hoy en especial a Tomás.
 
Tomás falleció hace unos meses. Tenía entre 60 y 70 años, ni él mismo lo sabía. Un hombre solo, a quien el azar de la vida llevó a Sabana Yegua. Sus hermanos y familiares se afincaron en otros pueblos y lo visitaban cuando sus ocupaciones se lo permitían. Tomás era un miembro activo de la Parroquia, acudía a las misas dominicales y también a las asambleas parroquiales. Es curioso cómo conocemos a mucha gente, pero hasta que no tenemos una relación más personal no conectamos con su chispa. Y eso me sucedió a mí. Él era uno más, un hombre mayor que salía adelante en la vida a pesar de una importante limitación intelectual que no le dejaba trabajar.
 
Nuestra amistad, o al menos el cariño mutuo, empezó cuando se le presentó una psoriasis tremenda en todo el cuerpo. Sin tapujos ni vergüenzas levantaba la camiseta y me mostraba el torso, como lo mostraba a otras personas, y nos explicaba el dolor que le producía y los múltiples ungüentos que se había aplicado. Muchos preguntaban si lo que tenía era contagioso pues hacía de mal mirar. Me negué a darle una ayuda económica para ir a una curandera supuestamente milagrosa de la capital y eso me comprometía con él. Conseguimos una dermatóloga especializada y fuimos juntos a Santo Domingo, ¡qué viaje! Ese hombretón de 1,90 tuvo que apoyarse en mí al subir por primera vez las escaleras mecánicas del metro. ¡Reímos mucho!
 
Al cabo de unos meses ya no quedaba rastro de la psoriasis, y me lo mostraba orgulloso levantándose la camiseta ¡cada vez que me veía! Pero ni Tomás ni yo somos los protagonistas de esta historia. ¿Quién le ayudó a no olvidar ponerse las cremas por la mañana, al mediodía, por la noche? ¿Quién le mantuvo la pobre casita limpia? ¿Quién le hacía la colada? Las vecinas. ¿Quién le daba de comer y le regalaba ropa? Las vecinas.
 
En estos últimos meses Tomás enfermó de nuevo, era diabético y se le iban acumulando otros dolores. Tuvimos que correr al hospital con él totalmente alterado y descompensado por el azúcar. Finalmente murió. ¿Quién limpió su cuerpo y lo vistió para que quedara digno? ¿Quién barrió y adecentó la casa y sirvió refresco para todos los que se acercaban a dar el pésame? Las vecinas. ¿Quién le acompañó hasta su sepultura en el cementerio? Las vecinas. Las valerosas y cariñosas vecinas lo hicieron siempre, desde que lo conocieron, con una naturalidad deslumbrante: atender al vecino que no puede valerse era para ellas algo normal. Quizás ellas intuyen desde el fondo de su corazón esta bonita frase de la canción: La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios.


 

Miércoles 4 Septiembre 2019
A veces el arte, por muy hermoso que sea, ha fomentado la idea del Dios severo, que nos prueba, olvidándose del Padre Misercordioso de Jesús


Entre muchos creyentes está viva, por lo menos en ciertos ambientes culturales y eclesiales, la idea de que las dificultades que nos salen al paso a lo largo de la vida son pruebas que Dios nos envía. Pruebas, grandes o pequeñas, con las que, supuestamente, el Señor quiere examinar la solidez de nuestra fe. De acuerdo con esa creencia, una enfermedad, un accidente, una relación afectiva truncada, la pérdida de un ser amado y cualquier otra desdicha que nos sobrevenga son exámenes a los que Dios nos somete para calibrar la fortaleza de nuestra fe. Si las tribulaciones nos roban la paz y nos hacen dudar de su amor por nosotros (“Señor, si me quieres, ¿por qué permites que me suceda esto? ¡Tal vez es que no me quieres!”), entonces es señal de que nuestra fe es débil y quebradiza. Si, por el contrario, los contratiempos, las amarguras e incluso las tragedias no logran hacer tambalear nuestra confianza en su amor, entonces podemos respirar tranquilos: aprobamos el examen.
 
Esta convicción, por muy arraigada que esté, no se sostiene teológicamente, no ayuda a que tengamos una vida espiritual saludable y es muy dudoso que jamás haya producido buenos frutos. De hecho, haríamos bien abandonándola.
 
¿Qué imagen de Dios presupone la idea de que los sinsabores de la vida son pruebas que Él nos envía para comprobar la salud de nuestra fe? Pensémoslo por un momento: en primer lugar, la de un Dios ignorante, que no nos conoce, que no sabe lo que hay en nuestros corazones, y tiene que probarnos para descubrirlo. En segundo lugar, la de un Dios inseguro y vanidoso, que necesita asegurarse constantemente de nuestra lealtad hacia Él. Y, en tercer lugar, la de un Dios cruel y retorcido, pues la forma que usa para confirmar una y otra vez que no le hemos dado la espalda es, paradójicamente, haciéndonos sufrir. Ante esta idea de Dios, tal vez lo más grave no sería que las desdichas nos hicieran perder la fe sino conservarla, pues, en caso de mantenerla, se trataría de una fe malsana y servil, fe en este Dios infantil, dubitativo, engreído y sin amor, más parecido a un tirano enloquecido (al Calígula de Camus, pongamos por caso) que al abbá que experimentó Jesús, representado por el padre del hijo pródigo, el buen pastor que salió en busca de la oveja perdida o el padre compasivo que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
 
El Dios que nos prueba, en resumen, contradice al Padre Misericordioso que anunció Jesús. Por eso, sea cual sea la respuesta que en cada momento de la vida vayamos dando al espinoso problema del mal y del sufrimiento en el mundo, lo seguro es que, con el evangelio en la mano, no podemos atribuírselos a Dios.
 
Hay una perspectiva que encaja mucho más con lo que nos narran los evangelios: la del Dios que nos sostiene y acompaña en medio de las tribulaciones y sufrimientos que la vida misma (esa vida frágil y accidentada, la única posible en este mundo) conlleva. En vez de suponer que Dios es el autor del sufrimiento, asumamos que la condición humana es frágil y está expuesta al dolor y a las decepciones, pero que, en medio de todas las tormentas, absolutamente de todas, Dios camina a nuestro lado, ofreciéndonos su apoyo y amor incondicional.
 
Es posible que, a más de uno, el Dios que surge de esta segunda perspectiva le parezca débil, menos majestuoso y omnipotente que el soberano absoluto que nos ponía a prueba enviándonos males. Y, sin embargo, si nos detenemos a meditar en ello, pronto nos daremos cuenta de que el Dios que escogió mostrar su grandeza mediante su ternura, su dulzura y su amor por nosotros, haciéndose solidario de nuestro dolor y acompañándonos en él hasta el final, es el que nos anunció Jesús de Nazaret. También es el único en el que vale la pena creer.


 

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