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Jueves 29 Agosto 2024
 

 

Hoy, 29 de agosto, la Iglesia recuerda el martirio de Juan el Bautista. Siempre he pensado que la historia que nos cuenta Marcos en el capítulo sexto de su evangelio (Mc 6, 17-29) funciona como un paréntesis, dentro del relato general, para describir los peores aspectos del mundo en el que Jesús quiere anunciar su buena noticia. En la escena, llena de detalles, hay traición, odio, violencia, manipulación, vanidad, cobardía. Es decir, todo lo que se opone al mensaje esperanzado del profeta de Nazaret. La terrible muerte del Bautista es como una advertencia: ¡Ojo! Nos viene a decir el evangelista: este es el panorama con el que se enfrenta Jesús… y todos nosotros.

El personaje más inquietante del relato es la joven bailarina, la niña que, sin pretenderlo, se encuentra en el centro de la acción. Marcos no la nombra (simplemente la presenta como «la hija de Herodías»). Es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías, que nos informa de que la pequeña se llamaba Salomé (libro XVIII, capítulo 5,4).

Salomé es inquietante porque es inocente y, sin embargo, se convierte en el instrumento necesario para la muerte de Juan.

Herodías, su madre, aparece como alguien sin escrúpulos, rebosante de odio y malas intenciones, que desde el principio desea eliminar al Bautista. Es, por así decirlo, «la mala de la película», un personaje sin matices, casi caricaturesco. Su hija, en cambio, es una joven sin malas intenciones que simplemente obedece lo que le ordenan: que baile frente al rey. Y, una vez ha bailado y Herodes, obnubilado, le ha prometido que le dará lo que le pida («así sea la mitad de mi reino», jura, el muy insensato), ella corre a preguntarle a Herodías qué debe pedir. Cuando su madre le dice que solicite la cabeza de Juan, la niña, sin pensárselo dos veces, en vez de negarse a participar en la tragedia, regresa ante el rey y le pide la vida del profeta.

Nadie somos Herodías, pero todos podemos llegar a ser Salomé. He ahí la razón de la inquietud que nos debería causar este joven personaje. No somos perversos como la madre, pero todos, a veces, podemos ser ingenuos y frívolos como la hija. Entonces nos dejaremos manipular por fuerzas oscuras que nos sobrepasan y podemos terminar siendo instrumentos que favorezcan la causa del mal.

Salomé es una advertencia: nos avisa del peligro de caer en la superficialidad, de pecar de ingenuos.

No se trata, por supuesto, de cultivar una desconfianza malsana y de vivir sospechando de todo el mundo. Sí se trata de no pecar de inocentes. Cuando ignoramos la fuerza del odio que habita en algunas personas, entonces es posible que este odio termine aprovechándose de nuestra ceguera.

Es evidente que debemos evitar ser como Herodías, pero eso no es difícil. Lo verdaderamente arduo en no ser nunca, tampoco, como Salomé.


 

Miércoles 17 Julio 2024
 


Recientemente el cardenal de Bogotá, Mons. Luis José Rueda Aparicio, junto con sus dos obispos auxiliares (Germán Medina y Alejandro Díaz), realizó una visita pastoral de tres días a la Vicaría Episcopal San Pablo, en el suroriente de la capital colombiana. La Parroquia La Resurrección, que está al cargo de la Comunidad de San Pablo, se halla en esa Vicaría Episcopal.
 
En el transcurso de la visita se organizó un encuentro del cardenal con jóvenes de la Vicaría, que tuvo lugar en la parroquia La Resurrección. Terminado el encuentro, Mons. Luis José Rueda y sus obispos auxiliares acompañaron a los jóvenes de la parroquia en la Ruta del Aguapanela: estuvieron casi tres horas caminando por el barrio, saludando a los habitantes de calle que se iban encontrando y brindándoles un vaso de aguapanela caliente y un pastel de pollo.
 
Fue una bonita experiencia, y una hermosa ocasión para que señor cardenal conociera de primera mano la realidad de quienes viven en la calle en este sector de Bogotá, en su mayoría personas que consumen sustancias psicoactivas. Al terminar la Ruta, Monseñor Luis José expresó su satisfacción, señalando que esas actividades son esenciales para que la Iglesia se acerque a quienes más sufren en nuestra sociedad.


 

Martes 28 Mayo 2024
 

Denny Jacob con su familia, minutos después de la ordenación


El pasado 18 de mayo nueve jóvenes fueron ordenados sacerdotes en la catedral de Milwaukee, Wisconsin (EE. UU.). Entre ellos había un miembro de la Comunidad de San Pablo: Denny Jacob, natural de la India, que después de un largo proceso formativo con nuestra Comunidad (primero en la República Dominicana y después en los EE. UU.) culminó ese día su preparación para el ministerio presbiteral.

Sus padres y los miembros de la CSP pudimos acompañarlo en su ordenación, orando para que Dios le conceda muchos años de fructífera vida pastoral. Sabemos que para Denny y sus compañeros de ordenación ahora empieza un camino lleno de alegrías y también, por qué negarlo, de dificultades: un camino a la vez hermoso y exigente, marcado, siempre, por el deseo de servir a los más necesitados. ¡Felicidades a los nuevos ordenados!


 

Martes 14 Mayo 2024
 
Ruinas de la antigua ciudad de Filipos

Durante todo el tiempo de Pascua, que concluiremos este próximo domingo con la gran fiesta de Pentecostés, hemos estado leyendo en las Eucaristías el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cada año, al hacer este ejercicio de lectura continuada del segundo volumen de la obra de Lucas, uno se asombra ante la profundidad, la riqueza narrativa y la sabiduría de este relato. Hoy simplemente quisiera fijarme en una escena que encontramos en el capítulo 16: la conversión del carcelero de Filipos.
 
Recordemos el episodio: Pablo y Silas se encuentran en el norte de Grecia, en la ciudad de Filipos, «la principal colonia romana del distrito de Macedonia» (16,12). Allí Pablo libera de un espíritu maligno a una esclava que, con sus dotes de adivinación, hasta ese momento procuraba grandes ganancias a sus señores. Estos, «al ver que se les iba toda esperanza de ganar dinero» (16,19) acusan a Pablo y a Silas de ser unos alborotadores. En consecuencia, los magistrados ordenan que los dos hebreos sean apaleados. Les quitan la ropa y los muelen a palos. Después los meten en la cárcel, ordenando al carcelero que los vigile bien.
 
Por la noche, un terremoto sacude los cimientos de la prisión, cuyas puertas se abren de par en par. El carcelero lo ve, asume que los presos han aprovechado la ocasión para huir y ya está a punto de suicidarse cuando Pablo, desde su celda, le avisa de que nadie ha escapado. El hombre, estupefacto, se echa a los pies de Pablo y de Silas y les pregunta qué debe hacer para salvarse. Ellos le exponen el Evangelio. Acto seguido (y ahí es donde queríamos llegar), el carcelero se los lleva consigo, les lava las heridas y se hace bautizar junto con su familia (16,33). Antes de bautizarse, lava las heridas de Pablo y de Silas. Son las mismas heridas, fruto de la paliza que ellos recibieron antes de entrar en la cárcel, que el carcelero ignoró cuando horas antes los encerró sin contemplaciones. Aquellas heridas a las que entonces no dio la menor importancia, ahora le conmueven. Es más: ahora son una urgencia. Lo primero es lavar las heridas; después, bautizarse.
 
La mirada del carcelero hacia las heridas de Pablo y Silas no es un asunto menor. Lo que antes de su cambio de corazón era invisible (las magulladuras, los moratones, la carne abierta, la sangre), después se convierte en algo prioritario. Tal vez este buen hombre (dedicado a una profesión tan dura y deshumanizante como la de encerrar y vigilar a malhechores), dibuje con su proceso vital un itinerario en el que todos podemos vernos reflejados. También es un itinerario que establece un criterio infalible para evaluar nuestro grado de comprensión del Evangelio. Porque seguramente todos podemos reconocernos en el carcelero, cuando pensamos en aquellas veces en que las heridas de otras personas nos dejaron (o nos dejan) indiferentes. Todos podemos pensar en momentos en que Dios se nos manifestó precisamente a través de personas heridas. Y quizá podamos recordar con alegría aquellos momentos en que las heridas de los demás nos conmovieron, y quisimos hacer algo para contribuir a cerrarlas.
 
Y en el proceso del carcelero descubrimos el criterio fundamental que distingue a una persona alejada del Evangelio de la persona que quiere vivirlo: la primera es indiferente ante las heridas de los demás. La segunda, en cambio, se lanza a la tarea de aliviar el dolor del otro. El carcelero ya convertido, deseoso de seguir a Jesús, no cae de rodillas, arrebatado de piedad, y alaba a Dios con los ojos entrecerrados, ni corre al templo o ofrecer un sacrificio, ni se pierde en discursos altisonantes acerca de la fe: se arremanga y limpia las heridas de sus hermanos.
 
La medida en que las heridas de los demás nos conmuevan o nos dejen indiferentes siempre indicará, con sorprendente precisión, la calidad de nuestra fe.


 

Jueves 9 Mayo 2024

Este próximo domingo se celebra en muchos países el Día de la Madre. En este contexto, ofrecemos la siguiente reflexión.

 

No soy madre, pero sé cuánta presión ejercemos sobre las madres, cuando las solemos señalar por los éxitos y, sobre todo, los fracasos de sus hijos e hijas. El amor de una madre es instintivo, lo que no significa necesariamente que provenga del corazón, sino todo lo contrario, está arraigado y en cierto modo impuesto por sus genes. El amor de una madre, incluidas, por supuesto, las que adoptan, difícilmente se elige. Es la certeza de sentirse plenamente responsables por sus hijos, independientemente de sus acciones. Las madres no siempre son modelos de bondad y ternura, pero a menos que se lo impidan alguna condición física o mental, las madres aceptan las alegrías, el sufrimiento y los dolores de sus hijos como si fueran propios.

En las guerras y conflictos que vivimos hoy en día, pensar en las madres me ayuda a tener una perspectiva más allá de las opiniones ideológicas o políticas.

Pienso en el sufrimiento de las madres ucranianas al ver a sus hijos e hijas ser enviados a la guerra para defender su tierra, y (enfático "y" aquí), pienso en las madres de los soldados rusos que también son enviados a matar o a morir en una guerra que tal vez no entiendan del todo.

Y pienso en las madres de los asesinados o retenidos como rehenes por Hamas solo porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, y me aflijo igualmente por las madres de todos los palestinos asesinados en la ola de violencia (muchos de los cuales eran madres).

Me niego a dar sentido a explicaciones sobre cálculos políticos, motivaciones nacionalistas, legitimidades históricas, y me niego a racionalizar sobre males menores o respuestas proporcionadas. Elijo detenerme a pensar en el sufrimiento de todas las madres (y de los padres, y de las hermanas, hermanos, abuelos...).

Es más complejo que tomar partido, pero más humano, menos analgésico, pero más empático. Siento por igual el dolor de todas las madres, rusas, ucranianas, israelíes y palestinas. Por supuesto, tengo una opinión sobre algunos de estos conflictos. Pero mis razones, mi visión ideológica, mi posición política (que sin duda tengo) no me harán sentir que la muerte de un ser humano, la muerte de la madre o el padre de alguien, es políticamente necesaria o moralmente merecida o justificada.

No importa de qué lado estés, no importa cuál sea tu persuasión ideológica y qué razones tengas para ello; Si no logramos sentir el sufrimiento de una madre en Ucrania, en Rusia, en Israel, en Palestina, o de cualquier madre y padre que pierden a sus hijos, si no logramos empatizar con ellas, si, de hecho, no logramos empatizar con cualquier dolor y sufrimiento, nuestra humanidad se habrá rendido y sucumbido al mundo de las ideas y la política. Así, habremos convertido nuestros corazones en corazones en piedras.


 

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