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Domingo 6 Enero 2019

Aún en el tiempo de Navidad, este fin de semana celebramos la fiesta de la Epifanía. En nuestro contexto de fe, epifanía significa la manifestación de Cristo a todas las naciones.
 
Hemos ido a Misa constantemente estos días. Seguimos escuchando todos estos relatos sobre el nacimiento de Jesús de los dos evangelios que nos lo explican, Lucas y Mateo. Una de las cosas hermosas de todos estos textos sobre la Navidad es ver cómo la Buena Nueva del nacimiento de Cristo tiene un efecto expansivo: primero, solo María lo sabe; entonces José; luego Elizabeth y Zacarías; luego los pastores (representando los marginados de Israel. En la Epifanía, la Buena Noticia llega a todo el mundo. Usando lenguaje del siglo XXI, Jesús se hace viral.
 
Cristo continua manifestándose en nuestro mundo, y nos corresponde a nosotros escuchar esta Buena Noticia y dejar que nos transforme, como transformó a los Magos de Oriente. Cuando empieza el relato de los magos, estos sabios buscan a Jesús en Jerusalén, en el centro de poder, y preguntan por él a Herodes, personificación del poder. Al final del texto, transformados por el encuentro con Cristo, se dan cuenta de que tienen que evitar Jerusalén y Herodes, y regresan a su tierra como personas transformadas, llevando consigo la buena nueva de Jesús.
 
Observamos la actitud de los Magos en este evangelio de la Epifanía, y aprendemos de ellos cómo dejar que Jesús transforme nuestras vidas como cambió las suyas:
 
(1) Los magos eran personas que estaban en movimiento, con una actitud de búsqueda. Lo opuesto es nuestra tendencia a establecernos, en la vida y en la fe, y dejar de buscar. Nos instalamos en la comodidad de las certitudes, y tenemos más respuestas que preguntas—caemos en la tentación de la complacencia. 
 
(2) En su búsqueda, los Magos leyeron un signo: una estrella. Dios nos manda continuamente señales y pistas para encontrar a Jesús. Quizá no son señales tan espectaculares como la estrella itinerante de hoy, pero Dios sigue comunicándose con nosotros a través de las personas y los acontecimientos de nuestra vida diaria. No deberíamos perder la sensibilidad para discernir estos signos de Dios.
 
(3) Una vez que se encuentran con Jesús, los Reyes Magos se lo dan todo. Le regalan al Niño regalos muy simbólicos. El oro, que representa la riqueza material, una preocupación contante de cualquier ser humano. Incienso, usado por múltiples culturas a través de la historia como elemento de ritual religioso, representando nuestra relación con la divinidad. Y mirra, un ungüento con efectos medicinales que también se usaba para embalsamar los cuerpos de los difuntos, representando la realidad del sufrimiento humano y la certeza de la muerte. Lo contrario sucede cuando no dejamos que Jesús nos cambie y optamos por vivir la fe a nivel superficial, centrándonos en los gestos y los rituales, en las normas y las leyes, y no nos sentimos interpelados por la increíble invitación a ser seguidores de Jesús. 
 
(4) Y los Magos se llenaron de alegría al encontrarse con Jesús—no sólo alegría, pero una alegría desbordada, la alegría del evangelio que es una opción más que un sentimiento. Todos tenemos problemas y dificultades, motivos para la tristeza y la preocupación. Pero el encuentro con Jesús—empezando por la Eucaristía, pero también en el resto de nuestras vidas—tendría que llenarnos de la alegría desbordada de los Magos. ¿Sentimos esta alegría intensa cada vez que encontramos a Jesús en el “otro” especialmente el extranjero, el distinto, el marginado?
 
La Epifanía es una explosión de alegría y significado, y su onda de choque nos alcanza hoy. Aprendamos de los Magos de Oriente como continuar el trayecto que nos lleva al Niño, y más allá, en constante itinerario de transformación.


 

Jueves 3 Enero 2019

La nueva alcaldesa de Meki (Etiopía) visita el centro educativo de la Comunidad de San Pablo

 
  
María José Morales nos cuenta, desde Etiopía, la visita de la nueva alcaldesa de Meki, y el impacto de la creciente paridad política entre hombres y mujeres en el país.
 
“Ayer tuvimos una visita sorpresa en el centro de capacitación Kidist Mariam. Sin previo aviso llegaron dos personas jóvenes muy interesadas en conocer el centro y su labor, y resultó que eran ni más ni menos que la nueva alcaldesa de Meki y el responsable del Distrito.  Las estudiantes les contaron los cursos en los que se capacitan, y los visitantes les agradecieron las explicaciones y las animaron a seguir mejorando.
 
Ya os podéis imaginar lo contentas que estaban nuestras estudiantes de haber conocido a la nueva alcaldesa: “Es muy joven… ¡y es mujer!”, decían. El nombramiento de la alcaldesa de Meki se enmarca en los cambios que se están produciendo a nivel social y político en todo país desde que Abiy Ahmed fue nombrado nuevo Primer Ministro de Etiopía, a principios del pasado mes de abril.
 
Se ha nombrado a muchas mujeres para ocupar cargos políticos importantes, y eso anima mucho a nuestras jóvenes estudiantes. De hecho, a finales de septiembre se anunció la formación de uno de los pocos gobiernos paritarios del mundo, con un 50% de ministras (ocupando, entre otros, los ministerios de defensa, comercio y paz). El Parlamento etíope eligió también por unanimidad a la abogada Meaza Ashenafi como primera presidenta del Tribunal Supremo Federal. A principios de octubre la diplomática Sahlework Zewde fue elegida presidenta del país, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar la jefatura de Estado etíope y la única actualmente en el cargo en toda África.
 
Por último, a finales de noviembre la líder opositora Birtukan Mideksa fue elegida presidenta de la Junta Nacional Electoral.
 
Y en este contexto, desde hace dos meses en Meki tenemos también alcaldesa. En el patio del centro, cuando ya salían las estudiantes después de acabar sus clases, se me acercó la joven Tigist y con una gran sonrisa me dijo: “He cambiado de idea, ya no quiero se cocinera… ¡Ahora quiero ser alcaldesa!”


 

Martes 25 Diciembre 2018
La Encarnación es, posiblemente, uno de los acontecimientos más retadores de todas las historias contenidas en la Biblia y, sin duda, aquella que más desafía nuestra razón y nuestra imaginación. Ninguna otra tradición religiosa se ha aventurado a proponer una paradoja semejante: Dios, aquel que representa lo eterno y todopoderoso, nace en Belén en forma de una de sus criaturas humanas, limitado y caduco.

En estas fechas navideñas somos testigos, un año más, de cómo el arte y la religiosidad popular se han prodigado en intentar representar a ese niño Jesús en su pesebre, humano a la vez que divino, acompañado de sus padres terrenales, de los pastores y de sus animales, pero también de los ángeles del cielo. Se trata de un niño que es, de forma sorpresiva, un Dios hecho carne y hueso.

Sin embargo, la Iglesia ha ido entendiendo que al acercarnos al pesebre de Belén no encontraremos a un Dios humanizado, o a un hombre divinizado, sino que en su persona se presenta una novedad que supera la tradicional oposición entre dos realidades excluyentes: entre el Creador y las criaturas, entre lo efímero y lo permanente. Jesús es, en verdad, la reconciliación perfecta entre dos opuestos. Las dos naturalezas de Cristo, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, nos indican que Jesús no es un término medio, o una quimera (como en el mítico “hombre lobo”, mitad hombre, mitad lobo). Jesús es ambas cosas a la vez, y ambas en su totalidad: consigue unir en un solo proyecto aquello que parecía incompatible.

En Navidad celebramos el nacimiento de Jesús, quien nos muestra un camino de síntesis ante cualquier dualismo excluyente: él es la afirmación de que en el mundo se encuentra la salvación; en lo humano, lo divino; en la acción, la contemplación. Jesús rompe toda división dualista, y su resurrección superará incluso el abismo entre la vida y la muerte. Navidad nos manifiesta que el encuentro del hombre con Dios se realiza en su propia naturaleza, al asumir él su cuerpo, su razón, su sexualidad, y sus sentidos.
Aun así, reconocemos que el dualismo es, seguramente, la herejía que mejor ha arraigado en el pensamiento cristiano occidental. La vida cristiana, a lo largo de los siglos, ha sufrido sus consecuencias, al oponer de nuevo acción vs. contemplación, vida terrena vs. vida del cielo, oración vs. trabajo, gracia vs. pecado, divino vs. humano, sagrado vs. profano, secular vs. religioso. Todas estas dicotomías han nacido de una falsa comprensión de la encarnación, el acontecimiento de salvación que superó para siempre los opuestos.

Reconocemos, también, que en nuestro mundo siguen prevaleciendo antiguos y nuevos antagonismos que nos dividen y nos enfrentan: hombres vs. mujeres, introvertidos vs. extrovertidos, derechas vs. izquierdas, espirituales vs. materiales, etc. Del nacimiento de Jesús aprendemos precisamente a integrar los opuestos, sin rechazar ni excluir, pues la espiritualidad cristiana nacida en Belén nos mueve a abrazar la totalidad de la experiencia humana.

Celebrar la encarnación nos llevará siempre a la proximidad física y a la cercanía con lo distinto, imitando al Dios que se ha personado en la historia humana en Jesús. La Navidad es la gran fiesta en la que reconciliamos las diferencias que parecía imposible superar, y nos unimos al proyecto unificador del Dios hecho carne y hueso.

 

 

Lunes 17 Diciembre 2018


Leía el siguiente verso en el poema de Benjamín González Buelta titulado “Futuro tan presente”: Ya no te preguntaré cuándo seremos numerosos, sino dónde está hoy la cueva de Belén.
 
Me gustó la idea de centrarnos en dónde está hoy esa cueva para nosotros; no dónde está el éxito, ni siquiera de un mundo evangelizado, ni de una iglesia llena, ni incluso de un mundo mejor y feliz, sino de dónde hay un núcleo de amor a nuestro alrededor. Esa cueva puede estar en nuestra familia, con nuestra pareja, con nuestros mejores amigos: ese lugar íntimo, agradable, protegido, lleno de cariño, ternura y honestidad.
 
Y una vez hayamos logrado reconocer dónde está hoy la cueva de Belén para nosotros, pensemos qué regalos llevaremos a esa cueva. Se acercan las fechas de la fiebre de los regalos. A la cueva de Belén llegaron los presentes sencillos que los pastores podían ofrecer, y también los necesarios para ese momento.
 
Un regalo puede ser, sin duda, unos días dedicados a los nuestros, quizá otro sea alguna dosis de cariño, unos kilos de diálogo, o unos galones de “pasarlo bien”. Incluso nuestro propio regalo —¿por qué no autorregalarnos algo, como parte que somos de esa cueva?— puede consistir en un tiempo para no hacer nada, para estar, para meditar, para respirar, para rezar; un regalo vacío, un regalo lleno de nada para desprendernos de todo aquello que importa poco y ocupa mucho espacio y tiempo… ¡Qué regalos mejores que estos para nuestra cueva de Belén en esta Navidad!


 

Domingo 2 Diciembre 2018


Hoy empieza, en el calendario litúrgico de la Iglesia, el Adviento: cuatro semanas que se suelen describir como un tiempo de espera, un tiempo durante el cual aguardamos y nos preparamos para la fiesta del nacimiento de Jesús.
 
Alguien podría preguntar: ¿Y es necesario el Adviento? Si lo importante es lo que viene después, es decir, la Navidad, ¿no nos podríamos ahorrar el preámbulo? En estas líneas quisiéramos subrayar que el Adviento, ese tiempo litúrgico “menor” (que tal vez no tiene la entidad del tiempo navideño que le sigue, de la Cuaresma o de la Pascua), esconde una invitación especialmente pertinente para hoy, que haríamos bien en atender: el Adviento señala la importancia de saber esperar, y no sería un disparate afirmar que actualmente estamos perdiendo la capacidad de hacer tal cosa, de hacerlo bien, y con ello estamos desaprovechando los beneficios que conlleva la espera.
 
No sabemos esperar: lo queremos todo para ahora mismo; vivimos en un mundo que ha hecho de la inmediatez un valor indiscutible, y de la espera, por lo tanto, una molestia a eliminar. Hacemos la compra desde nuestra casa, por internet, para no tener que esperar que nos atiendan en el mostrador de un comercio; vemos películas bajadas de una plataforma digital, en nuestra sala de estar, para no tener que hacer colas en un cine, esperar que todo el mundo esté sentado, que llegue la hora en punto y que terminen los tráileres; leemos las noticias en nuestros teléfonos porque nos irrita esperar que los periódicos lleguen a nuestro quiosco o que sea la hora del noticiero televisivo; para no perder tiempo aguardando a que la comida se guise llamamos a un servicio a domicilio, que en el menor tiempo posible aparece en nuestra puerta con la pizza o un plato preparado, caliente y listo para ser engullido. Las llamadas “salas de espera” (del médico, del abogado, de una oficina gubernamental) son para mucha gente una reliquia del pasado, y cuando no pueden evitarse las soportamos como si fueran auténticas salas de tortura, un suplicio para nuestra fobia a lo que llamamos “los tiempos muertos”: no le hallamos ningún valor al hecho de esperar.
 
Y, sin embargo, hay algo poco natural en nuestra pretensión de acelerar la obtención de los resultados que anhelamos, porque muchas de las cosas esenciales de la vida siguen requiriendo, nos guste o no, que sepamos esperar: la gestación de un bebé en el vientre de su madre dura nueve meses; la maduración de un fruto en la rama del árbol demora semanas; tejer una amistad puede requerir años; igual que estudiar una carrera, que aprender a dominar el arte de tocar un instrumento o que saberse expresar en un nuevo idioma. Saborear un buen libro puede requerir muchas horas de lenta inmersión en sus páginas; hay poetas que han pasado décadas retocando y rehaciendo una misma poesía; Miguel Ángel tardó más de cuatro años en pintar la capilla Sixtina; Tolstoi cinco en escribir Guerra y Paz; la construcción del Taj Mahal duró 22 años; hace 136 que empezó la de la Sagrada Familia, y aún está inacabada.
 
Es muy posible que el culto moderno a la inmediatez nos esté convirtiendo en personas más eficientes (hacemos más cosas en menos tiempo) pero más toscas, porque hacer las cosas bien requiere paciencia, esmero, descubrir los ritmos pausados de la naturaleza… y sí, saber esperar, y aún más, saborear la espera como aquello que nos hará disfrutar y valorar la obtención de lo que con paciencia hayamos esperado. En efecto: el gran peligro de obtenerlo todo (¡o casi todo!) en un segundo, oprimiendo una tecla de nuestro teléfono u ordenador, es que podemos perder la capacidad de distinguir entre el arte y la basura, la verdad y la mentira, lo profundo y lo superficial, un amor auténtico y una amistad pasajera. La basura, la mentira, lo superficial y las amistades pasajeras se pueden producir en un instante, sin esfuerzo; en cambio, el arte, la verdad, lo profundo y el amor auténtico cuestan, necesitan tiempo para irse gestando, como el cuerpo de un niño en la entraña de su madre, como un árbol que tarda décadas en crecer, como una obra maestra, como la confianza, como la sinceridad.
 
El Adviento, en definitiva, nos lanza una advertencia: «No desprecies el arte de esperar». Es una advertencia imprescindible, y por eso necesitamos (¡y mucho!) este tiempo que hoy empezamos.


 

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