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Miércoles 15 Marzo 2023
 
Una persona sin hogar durmiendo en la Avenida Décima de Bogotá


Las lecturas de los evangelios de los tres primeros domingos de Cuaresma, siendo tan diversas, tienen algo en común: todas reflejan la vulnerabilidad de Jesús.

El primer domingo, en el relato de las tentaciones del evangelio de Mateo, vimos a Jesús en el desierto, solo, y se nos dijo que (como le hubiese sucedido a cualquiera) tuvo hambre. Es este Jesús humano y necesitado al que tienta el demonio, y este mismo Jesús necesitado al que, finalmente, sirven los ángeles (imagen de todos aquellos que, a lo largo de su vida, ayudaron de un modo u otro a Jesús).

La Transfiguración, que leímos en el segundo domingo de Cuaresma, expresa la voluntad de Jesús de mostrarse con absoluta claridad ante sus discípulos, sin esconder nada, sin engaños, es decir, sin aparentar una fortaleza, una seguridad y una apuesta por el triunfo que él reconocía como destinada al fracaso. No, lo que quiere revelar en el monte es que en Jerusalén él no será aplaudido y coronado, sino abucheado y crucificado. Y es a ese Jesús que fracasará, vulnerable, a quien ellos deben escuchar.

El diálogo de Jesús con la mujer samaritana, que leímos este pasado domingo (el tercero de Cuaresma), arranca con un Jesús sentado bajo el sol abrasador del mediodía, cansado, y con sed. La conversación comienza con algo tan básico y humano como es su petición de que la mujer, que tiene un cubo, le dé un vaso de agua. Jesús no intenta impresionar a la samaritana con una exhibición de fortaleza, o con su sabiduría, no quiere deslumbrarla nombrando sus logros. Al contrario, se presenta frágil: «Tengo sed, ¿puedes darme de beber?».

Para algunos, un Jesús vulnerable puede resultar incómodo, incluso inaceptable. Si lo que buscamos en la fe son seguridades, certezas absolutas y verdades sólidas, un Jesús frágil no nos sirve. Lo preferiríamos seguro de sí mismo e invulnerable, autosuficiente, incluso prepotente…

Y, sin embargo, si lo pensamos bien, enseguida nos daremos cuenta de que el Jesús vulnerable de los evangelios es, en realidad, la mejor noticia que podríamos recibir.

¿Por qué?

Porque la vulnerabilidad de Jesús nos invita a no avergonzarnos de la nuestra. Más aun, a aceptar la nuestra con alegría, porque en la vulnerabilidad de Jesús descubrimos la llamada a la fraternidad: a caer en la cuenta de que sin los demás (sin su ayuda, apoyo, consejo, cariño…) no iremos muy lejos en la vida. Quienes deciden imitar al Jesús vulnerable acogen con alegría su condición de personas necesitadas porque descubren que esta condición los salva del peor de los infiernos: el infierno de la autosuficiencia, que nos aísla, empobrece y envenena. El Jesús vulnerable es buena noticia porque constituye la afirmación más clara que podamos imaginar de que, en definitiva, nadie puede vivir instalado en la autosuficiencia y ser feliz.

En la necesidad que Jesús experimenta de los demás descubrimos que nos necesitamos unos a otros, y que esta necesidad, lejos de ser un problema, allana el camino de la fraternidad y de la comunión, que es el único lugar donde las personas podemos alcanzar la dicha.


 

Lunes 2 Enero 2023

Iniciando este nuevo año 2023, nos unimos a los buenos deseos que todos expresamos al empezar esta nueva etapa, que queremos que sea positiva y feliz en nuestras vidas y en el mundo. Nada más humano que desear, de corazón, un feliz año nuevo a nuestros seres queridos.

Sin embargo, en vista de tantas situaciones personales y sociales de las que somos testigos al despedir un año que ha estado marcado por un aumento preocupante de los conflictos a nivel mundial, una polarización creciente en las relaciones humanas y entre los pueblos, y un deterioro significativo del entorno medioambiental que nos sostiene, no podemos simplemente desearnos un feliz año nuevo, como si estuviéramos invocando una especie de suerte para que todo se vaya a dar según nuestros deseos.

Quizás sea importante recordar que, para empezar una etapa nueva, siempre es necesario cerrar adecuadamente la etapa anterior. La mirada hacia lo pasado tiene que sanar para que se pueda dar un futuro mejor, y no vayamos simplemente a repetir lo vivido anteriormente, o, peor todavía, vayamos a agravar las situaciones negativas en las que nos podamos encontrar.

En el inicio del año nuevo, que empieza con la Jornada Mundial por la Paz, mencionemos una vez más las claves para construir la paz, con las que estamos invitados a despedir el año pasado, y el pasado en general: perdonar y agradecer. Perdonar el pasado, en especial a las personas con las que hemos tenido dificultades, como nos enseña Jesús en múltiples ocasiones, es esencial para liberarnos del rencor que eterniza los conflictos. Agradecer el presente, a su vez, es la condición necesaria para poder construir un futuro mejor, cuando valoramos lo que ya somos y tenemos, y nos vemos libres de la ansiedad de alcanzar o querer obtener lo que no es nuestro, pues solamente es libre quien reconoce que su vida, y todo cuando contiene, es un don gratuito.

Conscientes de que necesitamos perdonar el 2022 para poder realmente recibir con gratitud el 2023, ahora sí, ¡feliz año nuevo!


 

Lunes 12 Diciembre 2022

Jóvenes de la parroquia La Resurrección, de Bogotá, sembrando un árbol cerca de su iglesia

Las lecturas de los domingos de Adviento, en especial las del profeta Isaías, subrayan la importancia que tiene soñar. Nos recuerdan que la capacidad de imaginar un futuro mejor, un mañana en el que los problemas de hoy se hayan dejado atrás, es esencial. Isaías sueña, y sueña a lo grande; sueña sin límites. Sueña que, un día, de las espadas se forjarán arados y de las lanzas, podaderas, y que ya nadie se adiestrará para la guerra. Sueña un mundo sin violencia en el que los fuertes ya no destruirán a los débiles, en el que lobo y cordero, leopardo y cabrito, león y ternero habitarán juntos sin agredirse. Sueña en un desierto florecido, en que los ciegos recuperarán la vista, los sordos oirán y los cojos saltarán como ciervos. Alguien, sin duda, podría tildar a Isaías de ingenuo, de loco, de iluso, y reprocharle que vive en un mundo irreal. Él, seguramente, respondería que los verdaderos locos son los que no sueñan. Y que siempre es mejor excederse en la esperanza que encerrarse en la resignación de quien asume que los problemas del presente no tienen solución.
 
Los profetas sueñan. Jesús también sueña: en su caso, en un reino de fraternidad y justicia (el reino de Dios es el gran sueño de Jesús), un reino de personas libres, de hombres y mujeres nuevos, en el que hasta el más pequeño será más grande que Juan el Bautista («el más grande de los nacidos de mujer»).
 
El tiempo de Adviento nos recuerda que, si no nos quedan sueños, no nos queda nada.
 
Y es bueno recordar que todo (es decir, todo lo bueno) empieza con un sueño. Una familia, un amor, un proyecto, una comunidad… todo empieza con alguien cultivando una idea (que en el momento tal vez parezca una locura) y diciéndose que vale la pena trabajar por hacerla relaidad. «La lucha es larga. Empecemos ya», decía Camilo Torres. Y empezar es empezar a soñar. Mil y una cosas buenas que hoy damos por sentadas y consideramos muy normales, un día no lo eran. Más aún, para la mayoría se trataba de quimeras. Hoy son una realidad porque alguien se atrevió a soñarlas, se atrevió a pensar que eran posibles. Alguien, un día, imaginó un mundo sin esclavos. O un mundo sin dictadores, en el que cada cuatro años los pueblos votaran a sus gobernantes. Alguien soñó un mundo en el que las mujeres tuviesen los mismos derechos que los hombres. Un mundo donde los obreros tuviesen una jornada laboral humana y un salario digno. Un mundo en el que ya no importara el color de nuestra piel.
 
Todavía queda mucho camino por recorrer («la lucha es larga…»), pero que millones de personas vivan hoy en países sin esclavitud, democráticos, en los que mujeres y trabajadores pueden reclamar sus derechos y en los que se condene el racismo se debe a que alguien, un día, soñó con estos logros.
 
Adviento es un tiempo para que quienes dejaron de soñar vuelvan a hacerlo, y un tiempo para que nos podamos plantear qué desiertos, en nuestras vidas, deben reverdecer.
 
Uno de los mensajes de este tiempo de preparación para la Navidad es, sin duda, que no tengamos miedo a soñar en un futuro mejor. Y si entonces alguien nos tilda de ilusos o soñadores, en el sentido negativo que a veces damos al término, recordemos que, realmente, el único necio es quien que ha dejado de soñar.


 

Viernes 30 Septiembre 2022
 



La vida en el mundo contemporáneo, sin duda, es una vida marcada por eventos y experiencias que se suceden en una secuencia imparable desde el inicio y hasta el final de la misma. Como si se tratara de una carrera de obstáculos, o de un carrusel, vamos saltando de una etapa a la siguiente, viviendo intensamente cada una de ellas: el anuncio de una nueva vida en camino, su nacimiento, su desarrollo inicial, la consecución de sus logros personales o académicos, la participación en eventos sociales significativos, etc. Lo inmediato de nuestros medios de comunicación convierten además la vida en una colección de momentos que podemos compartir en directo frente a nuestro círculo social, construyendo así un itinerario de vida jalonado de sucesos que queremos recordar.

Sin embargo, estas etapas, o sucesos vitales, esconden los valles o vacíos que se encuentran entre un evento y el siguiente, y en los que aparentemente no sucede gran cosa: los días que se parecen al día anterior o siguiente, los encuentros y las conversaciones previsibles y ordinarios, el empeño diario en sacar adelante un compromiso o un proyecto personal, familiar o comunitario. La enorme mayoría de nuestros días, esa es la realidad, no están señalados por un suceso, sino por formar parte de un proceso. Poco o nada hay de destacable en un día cualquiera dentro de un proceso de maduración personal, de sanación, de aprendizaje, o de superación. Forman parte de un camino, de un itinerario que tiene como meta un destino más o menos lejano, y al que una persona se podrá ir acercando solamente a través de múltiples jornadas muy parecidas entre sí.

Los peregrinos de antaño se sabían en camino, viviendo los innumerables pasos de su itinerario sin la prisa ni la ansiedad de quien necesita poder anunciar que ya ha logrado conquistar un nuevo logro en su vida. Como si se tratara de una peregrinación, las etapas de un proceso de desarrollo humano solamente son significativas en su conjunto, pero vistas una a una no alcanzan a transmitir la satisfacción inmediata a la que aspira la vida moderna, ávida de sucesos que pretenden colmar los sueños y las necesidades vitales. Aprender a vivir en camino implica entender la vida como un lento proceso, con paciencia, y renunciar a los resultados y las experiencias inmediatas.

La gran pérdida de ser humano moderno es, seguramente, este sentido del tiempo y de los ritmos de los que la misma naturaleza lo impregna a diario en un entorno natural. Los pueblos originarios que todavía viven sujetos a la naturaleza conocen bien la paciencia del labrador o del pastor, cuyos días son prácticamente iguales entre sí, pero que poco a poco van alcanzando frutos y resultados. Jesús de Nazareth, un hombre que creció y se formó en el mundo rural, mencionó en muchas ocasiones esa sabiduría de quien sabe que la vida es camino, más que una secuencia de eventos: “El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en su huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas”. Les dijo también otra parábola: “El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar”. (Mateo 13, 31-33)

En contraste con esta sabiduría milenaria del mundo rural, nuestra época se caracteriza por lo inmediato de los sucesos, de la información, y de las comunicaciones. Pero la vida no es una cadena de sucesos, sino un proceso, lento y tranquilo, en el que el camino es muchas veces más significativo que el destino. Para poder hacer este camino de vida en paz, es necesario vivir cada etapa con su sabor propio, sin querer acelerar o adelantar los acontecimientos.

Una vida que está abierta a los frutos que maduran a su tiempo, y a la levadura que va fermentando poco a poco la masa de forma invisible, será una vida que no ansía resultados inmediatos, sino que confía en el itinerario elegido, y saborea cada una de sus etapas.


 

Miércoles 29 Junio 2022
 


El pasado domingo día 19 celebramos la fiesta de Corpus, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y para ilustrar la solemnidad en misa leímos el relato que nos ofrece Lucas de la multiplicación de los panes y los peces (Lc 9, 11-17). En este pasaje se adivinan, enseguida, dos modos distintos de enfrentar los desafíos que nos plantea la vida.

Por un lado, ante el problema acuciante de la falta de comida para toda la multitud que tienen enfrente, está la «solución» (llamémosla así) que plantean los discípulos: que cada cual se busque lo que necesite. Que la gente se disperse y que cada uno busque su pan. Es el sálvese quien pueda, la ley de la selva.

Y, por otro lado, está la opción de Jesús: quedémonos todos aquí, juntos, y, unidos, miremos qué podemos hacer y qué salida encontramos ante el problema que nos apremia. Este, podríamos decir, es el modo eucarístico (o sea, comunitario) de vivir la vida.

En la forma de enfrentar las cosas de los discípulos nadie asume la responsabilidad por el bienestar del hermano. Jesús, en cambio, sintetiza su propuesta precisamente con la invitación, o el mandato, de que sean los discípulos quienes se pongan a trabajar para resolver la necesidad de la muchedumbre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Y esta se convierte, entonces, en la frase clave del relato. «Dadles vosotros de comer» es una orden de Jesús que resuena a través de la Historia, que llega como una llamada inescapable a los oídos y a la conciencia de todos aquellos quienes, a veces, quisiéramos inhibirnos, encogernos de hombros, decir que la necesidad del hermano no es nuestro problema y optar, con los discípulos, por el sálvese quien pueda.

En cada celebración de la Eucaristía recordamos y subrayamos que nos acercamos a comulgar en tanto que miembros de una comunidad. Es decir, que comulgamos el cuerpo de Cristo (presente en la hostia consagrada), para seguir siendo cuerpo de Cristo (en tanto que Iglesia, pueblo, familia), como dijo San Pablo: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo» (1ª Cor 12, 27).

En este sentido, es obvio que no habría mayor contradicción que una vivencia intimista, privatizada e individualista de la Eucaristía. Es hermoso que experimentemos la recepción de la forma consagrada como un momento de profunda cercanía con Jesús: pero ello nunca debería constituir una excusa para, entonces, alejarnos y desentendernos de los demás, con el pretexto de que «ya estoy bien con el Señor, los demás ni me interesan ni me hacen falta». Comulgamos, y en el hecho de comulgar sentimos la cercanía del Señor, sí: pero el fruto lógico de esta cercanía con quien dijo «dadles vosotros de comer» debería ser, una y otra vez, que entonces quienes hemos comulgado queramos acercarnos y comprometernos más los unos con los otros, y en especial con quienes pasan hambre. Porque (insistamos) comulgamos el cuerpo de Cristo en tanto que miembros del Cuerpo de Cristo.

¿Y qué nos hace ser Cuerpo de Cristo, o Iglesia, o pueblo o familia? ¿Una partida de bautismo? ¿Un pasaporte, una bandera? ¿Un apellido, unos genes? No, sino justamente lo que pone de manifiesto el texto de Lucas: la capacidad por asumir la responsabilidad por el hermano.

Un grupo de personas donde unos asumen la responsabilidad por el bienestar de los demás es una comunidad. Uno en el que cada cual va a la suya (independientemente de que compartan nacionalidad, o apellido, o afiliación a una misma iglesia) nunca lo será.

Escuchemos, con oídos renovados, las clarísimas palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer». En la capacidad que demostremos por responder a esta invitación nos jugamos nuestra misma identidad de miembros de la Iglesia, de personas hermanadas, unas con las otros, formando el cuerpo de Cristo.


 

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