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Jueves 14 Abril 2022
 


El martes pasado dirigí una reflexión sobre el papel de Judas, María Magdalena y Pedro en la narrativa de la pasión para la Comunidad Católica en Racine Central. Hablamos del significado del lavatorio de pies que hemos ritualizado para la liturgia del Jueves Santo. Utilizando Lectio Divina y con la ayuda de algunos datos de antropología bíblica, reflexionamos primero sobre la persona de Judas. Empezamos la discusión preguntándonos, ¿has pensado alguna vez en Jesús lavando los pies de Judas? Cada Jueves Santo leemos el relato del lavatorio de pies del evangelio de Juan 13:1-15. Al comienzo de la narración, leemos que Judas está presente, decidido a entregar a Jesús a las autoridades religiosas. Es después del lavatorio de los pies y después de recibir el pan de Jesús que Judas sale de la habitación (Juan 13:30). Esto significa que Jesús lavó los pies de Judas y compartió pan con él. Según el evangelio de Juan, Jesús sabía que Judas lo traicionaría. Esto hace que la imagen de Jesús lavando los pies de Judas sea aún más llamativa.
 
Para muchos de nosotros, Judas es solo el traidor. Si nos quedamos con la narrativa de la pasión, especialmente del evangelio de Juan, Judas es un ladrón (Juan 12:6) y alguien inducido por el diablo e incluso poseído por Satanás (Juan 13:2; 13:27). Igualmente famosos son el beso de Judas que se encuentra en los tres evangelios sinópticos (Marcos 14:45; Mateo 26:49; Lucas 22:47), y las treinta monedas de plata que aceptó para traicionar a Jesús (Mateo 26:15). Mateo y Lucas difieren en cómo murió, pero la versión de Mateo (27:5) de Judas quitándose la vida es la más popular. Les sugiero que lea también la versión de Lucas (Hechos 1:18).
 
Solo podemos imaginar cómo se sintió Jesús lavando los pies de alguien que lo traicionaría. Pero Judas ciertamente fue más que eso. Sus pies no eran sólo los pies de un traidor, sino los pies de alguien que traía buenas noticias. Judas fue comisionado por Jesús con los demás discípulos para proclamar el evangelio (Mc 6, 7-11; Cf Mt 10, 1; Lc 9, 1-5). ¡Judas incluso recibió poder para curar enfermedades y él con los otros discípulos informaron cuán exitosos fueron! (Marcos 6:12-13, 30-31). Para algunas personas él no era el traidor, sino Judas el Sanador, o Judas el Apóstol, Judas el instrumento de la gracia y el amor de Dios. Sus pies no solo recorrieron el camino de la traición sino el camino de la misión exitosa de cuidar a los pobres y enfermos. Los pies de Judas trajeron buenas noticias y salud a la vida de otros, y creo que eso es algo que Jesús no olvidó mientras los lavaba. Soy consciente de que esta es un área de especulación, pero vale la pena orar y pensar en la imagen de Jesús lavando los pies de sus discípulos.
 
Bruce Malina en su Social-Science Commentary on the Gospel of John (1998, 223) dice que la antropología mediterránea tradicional entiende la experiencia humana dentro de tres zonas de interacción: ojos-corazón, boca-oídos, manos-pies. El último par representa nuestras acciones, desempeño y quehacer. Malina dice que cuando Jesús lava los pies de los discípulos, está limpiando, es decir, perdonando, sus malas acciones, incluso las futuras. Esta idea tiene sentido, ya que el comienzo de la escena del lavatorio de los pies en Juan comienza afirmando que Jesús amó a los suyos hasta el extremo, hasta el fin (Juan 13:1). Me gusta pensar que los pies de Judas le recuerdan a Jesús cómo llevaron buenas noticias y caminaron por caminos polvorientos para traer esperanza a la vida de los demás. Me gustaría terminar con una cita del libro de Isaías mientras pensamos en los pies de Judas: “qué hermosos sobre los montes son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia salvación” (Isaías 52:7).


 

Domingo 10 Abril 2022
 


En la ya clásica película Gladiator, en una escena, uno de los personajes aconseja al gladiador, acostumbrado a ganar sangrientas luchas con suma rapidez y facilidad: “No basta con ganar: el público quiere espectáculo. Gánate al público y obtendrás la libertad.” 

Esto es lo que, en buena medida, recordamos de forma trágica y dramática hoy, en la fiesta del Domingo de Ramos. Quien controla las masas (en este caso las jerarquías religiosas) tiene el poder.

Qué diferencia entre las multitudes que cantan ¡Hosana, hosana! y las masas que gritan ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

El domingo pasado leíamos la historia de la mujer adúltera, y en ella se refleja cuál es en realidad la voluntad de Jesús: no perderse dentro de una masa sin asumir nuestra responsabilidad, ser capaces de pensar como individuos para discernir nuestras acciones con humildad compasión y tolerancia. Los peores abusos y pecados suelen cometerse en nombre de colectivos o grupos: desigualdad, pobreza, injusticia, racismo, exclusión, intolerancia, corrupción… son, la mayoría de las veces, llevados a cabo por masas inmersas en estructuras de pecado. ¡Qué fácil es caer en dinámicas de abuso e intimidación casi sin darnos cuenta, cuando somos parte de una multitud no pensante y a menudo injusta!  

Es fundamental recordar las palabras de Jesús al grupo de hombres que querían apedrear a la mujer adúltera: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.” Ojalá que en las multitudes de Jerusalén, cada persona hubiera asumido su propia responsabilidad, y se hubieran dado cuenta de que lo que estaba sucediendo no era tanto un juicio, o una acción legal, contra Jesús… sino un linchamiento hacia una persona que molestaba porque era un líder que ni los poderes políticos ni los religiosos podían controlar.

No nos convirtamos en multitudes que abusan de los vulnerables (ya sean inmigrantes, pobres, refugiados, minorías), culpándolos de nuestras desgracias para poder tranquilizar nuestras conciencias. En su linchamiento y pasión, Jesús, en manos de una masa enardecida, fue un chivo expiatorio, para aquellos que querían ganarse a las multitudes. Irónicamente, también se convirtió en la víctima inocente que expía el pecado del mundo.


(Foto: El autor, celebrando Domingo de Ramos en Sabana Yegua, República Dominicana).




 

Jueves 24 Marzo 2022

Nuestra relación con el tiempo puede ser opresiva o liberadora: todo depende de los ojos y las expectativas con que miremos el pasado, el presente y el futuro.


 
Vivimos insertos en el tiempo: ser persona es existir en la historia y desarrollarse a través de las etapas que nos marcan los años. Y es saludable plantearnos qué relación tenemos con el tiempo: con el pasado, con el presente y con el futuro. Estas tres dimensiones de la existencia pueden convertirse en dictaduras opresivas o en hermosos regalos, según el modo que cada uno tenga de relacionarse con ellas.
 
El pasado puede ser una dictadura, una losa pesada que nos aplasta e impide crecer, cuando está repleto de sufrimiento y somos incapaces de soltar amarras y desvincular nuestro hoy y nuestro mañana de ese ayer sembrado de momentos dolorosos. Es frecuente que personas con una historia sombría y penosa vivan sometidas por el recuerdo de las heridas que sufrieron, y se sientan definidas, maniatadas y subyugadas por este pasado que quisieran olvidar, pero no pueden borrar de su memoria.
 
En otros casos, el pasado puede ser una dictadura cuando ocurre lo contrario y, en vez de ser fuente de malos recuerdos, está lleno de alegrías. Haciendo memoria del gozo y de la dicha saboreados, algunas personas pueden encadenarse a ellas, y caer en una nostalgia enfermiza que les impide disfrutar del presente o tener sueños ilusionantes de futuro, pues viven intentando repetir obsesivamente, una y otra vez, lo que ya pasó: puesto que mis mejores años son los que ya quedaron atrás, se dicen, debo hacer todo lo posible para reproducirlos. Esta preocupación nostálgica y fútil nos frena, nos frustra y nos impide ver las posibilidades que nos brindan el presente y el futuro.
 
Otras personas viven inmersas en la dictadura del presente, cuando se empecinan en conseguir que hoy sea el mejor día de sus vidas. Hoy es cuando debo experimentarlo todo, se dicen: el ayer no cuenta, porque ya se fue… y el mañana es incierto; por lo tanto, lo único real es este momento, es ahora, y ahora es cuando debo realizarme al máximo. En vez de concebir el presente como un momento más entre lo ya vivido y lo que está por venir, algunos pueden concebirlo como el escenario urgente de una plenitud impostergable. Y es verdad que el ayer ya se ha ido y que el mañana es incierto, pero vivir sin tenerlos en cuenta, magnificando y exaltando el presente como lo único que importa, empobrece nuestra perspectiva. La dictadura del presente (la auto imposición de pensar que hoy debo lograr todos mis sueños) nos convierte en personas sujetas a la inmediatez de este preciso instante, desprovistas tanto de la sabiduría que ofrece la meditación acerca de todo lo vivido como de la esperanza que nos invita a cultivar lo que aún está por venir. La obligación de conseguir que el presente sea perfecto, maravilloso y estimulante es una quimera (y, como tal, una fuente de frustración). Habrá ratos en que el ahora será bello, hermoso y placentero, y habrá “ahoras” decepcionantes, incómodos o dolorosos. “Hoy” no puede ser constantemente mi mejor día.
 
El futuro también puede ser una dictadura, cuando van pasando los años, vamos acumulando vivencias de todo tipo y, sin embargo, nos obstinamos en creer que lo mejor todavía está por venir. Desdeñamos pasado y presente apostando toda nuestra felicidad a un mañana que anticipamos indudablemente luminoso. ¿Y si no lo es? ¿Y si lo más bello o estimulante o profundo de tu vida no yace en el futuro, sino en el pasado? No se trata de dejar de soñar o de renunciar a tener proyectos; sí se trata de agradecer lo ya vivido y rechazar esa dictadura del futuro, esa obligación de vivir siempre proyectándonos hacia lo que vendrá. Se trata de rechazar el sutil engaño de creer a pies juntillas que lo importante, significativo y relevante de nuestro periplo todavía está por suceder. Puede que sí, o puede que no: tal vez aquel viaje de hace unos años, o aquella lectura apasionante que terminé ayer, o aquella conversación, o esa amistad, o este momento de profunda intimidad con alguien o este abrazo ya vividos serán lo más hermoso que te deparará tu biografía. La eterna expectativa respecto a lo que vendrá puede impedir que disfrutemos con sosiego de las riquezas del presente y que valoremos en su justa medida las alegrías del pasado.
 
Nuestra relación con el tiempo, en definitiva, puede ser dolorosa: es muy posible caer bajo la dictadura del pasado, del presente o del futuro cuando convertimos a una de estas dimensiones en la única que importa (olvidándonos de las demás), y, a sobre, le pedimos algo que no puede darnos.
 
Pasado, presente y futuro, por el contrario, pueden ser una inagotable fuente de alegría, un don estupendo y un regalo maravilloso cuando los concebimos como un todo interconectado (el pasado es una dimensión del presente, decía William Faulkner) y cuando le pedimos a cada uno aquello que realmente nos ofrece.
 
El pasado es un regalo cuando logramos asumir que todo lo vivido (desde lo más hermoso a lo más triste) es escuela de aprendizajes, incluidos los conflictos y sinsabores que un día nos hicieron sufrir. Y los años que dejamos atrás son un don cuando conseguimos aceptar estos sufrimientos de ayer como parte de nuestra biografía… una parte de nuestra biografía que, si bien preferiríamos no haber experimentado, ahora podemos integrar en nuestra comprensión de la vida, conscientes de que todo (desde lo más alegre a lo más funesto) contiene aprendizajes válidos. El pasado también es un regalo cuando entendemos que, si bien lo hermoso y estimulante que un día vivimos no debe convertirse en motivo de nostalgia, sí puede ser motivo de satisfacción, y es saludable conservar como auténticos tesoros los recuerdos de tantas personas que en su día nos acompañaron, de tantos momentos gratificantes que hoy miramos con hondo agradecimiento. El pasado es un regalo cuando lo entendemos como la tierra donde ha madurado nuestra identidad, el taller donde se ha forjado lo mejor de nosotros, la historia llena de enseñanzas que nos equipa para vivir el presente y el futuro con más sabiduría, sin repetir errores, con serenidad. En vez de mirar al pasado como aquello a lo que siempre estamos obligados a volver (ya sea porque en él sufrimos heridas que aún nos duelen, o porque deseamos recuperar lo bueno que nos dio), es posible vivir agradeciendo las experiencias acumuladas: sin negarles su importancia, ni atribuirles un papel exagerado. El pasado sí es el artífice de nuestra identidad, pero nada nos impide soltar amarras de sus aspectos más tóxicos o liberarnos de una nostalgia que nos frena y nos priva de entregarnos con entusiasmo al presente y al futuro.
 
El presente es un regalo cuando (sin exigirle que cada instante sea el más bello, el más feliz o el más rico que hayamos vivido) lo entendemos como el ámbito en el que podemos tomar plena consciencia de estar vivos, y tomar consciencia asimismo del mundo que palpita a nuestro alrededor. El presente es también el espacio de creatividad donde podemos llevar a cabo algo nuevo; el territorio donde, sin olvidar el pasado, nos podemos superar y tal vez alcanzar alguna cota de madurez hasta hoy desconocida. El presente es el ámbito donde podemos ser plenamente libres, el ahora en el que es posible poner todo lo vivido al servicio de un esfuerzo renovado por sintonizar plenamente con nuestro entorno, con los demás, con nuestra interioridad… y con Dios. Porque, mirado desde la fe, el presente es el momento en que se manifiesta el “hoy” de Dios, ese hoy que nos invita a entender lo que estamos viviendo ahora mismo como el escenario en el que el Padre nos muestra su cercanía y su amor, el “hoy” que anunció Jesús en la sinagoga de Nazaret después de leer el rollo de Isaías: «Hoy se ha cumplido este pasaje que habéis oído» (Lc 4, 21).
 
Y el futuro es un regalo cuando, sin dejar de ser conscientes de su fragilidad y de las incertidumbres que lo rodean, lo vislumbramos como el horizonte donde tal vez aún nos será entregada la posibilidad de crecer, de seguir buscando el sentido de nuestro paso por el mundo, de descubrir nuevas lecciones sobre la vida, sobre los demás o sobre uno mismo. El futuro es el territorio de la esperanza, es el ámbito del que podemos esperar nuevos inicios, nuevos encuentros y nuevos proyectos. El futuro es el lugar donde podemos intuirnos mejores, libres de las miserias que ayer nos limitaron, que tal vez hoy todavía nos empequeñecen. El futuro nos invita a soñar.
 
Nuestra relación con el tiempo puede ser opresiva o liberadora: todo depende de los ojos y las expectativas con que miremos el pasado, el presente y el futuro.


 

Jueves 24 Febrero 2022
 


Hay una trágica y amarga ironía en el hecho de que estalle una nueva guerra en el corazón de Europa (algo que a muchos ya nos parecía una imposibilidad) pocos días después de que en todas nuestras iglesias, el pasado domingo, oyéramos la radical propuesta de Jesús para terminar con la violencia.

La lectura del evangelio del séptimo domingo del tiempo ordinario, que celebrábamos hace apenas cuatro días, era el pasaje del capítulo sexto de Lucas en el que, justamente, Jesús nos invita a romper con el ciclo de la violencia (Lc 6, 27-38). Pidiéndonos que amemos al enemigo y pongamos la otra mejilla Jesús no nos está pidiendo que seamos flojos, ni pusilánimes, ni a dejarnos pisotear. No va por ahí la cosa. Lo que Jesús propone, por arduo que sea de llevar a la práctica, es el único camino posible hacia una paz sólida y duradera. Es el camino de la no-violencia que desarma, que desactiva la lógica de la guerra. No es rendición ni debilidad: de hecho, hay que ser muy valiente para poner la otra mejilla. Solo quien ha comprendido que la guerra es el peor de los males, que debe ser detenida como sea, será capaz de hacerlo.

Este espantoso «fracaso de la palabra» que es la guerra (así la definió Mark Twain) se abate hoy sobre Ucrania. La imagen de tanques y aviones cruzando una frontera europea e invadiendo una nación vecina y soberana es sobrecogedora. La tentación sería creer que la humanidad no avanza. Que siempre volvemos atrás. Que cuando parecía que habíamos entendido que la paz era un bien sagrado y que nada justifica la violencia, lo volvemos a olvidar.

Y, de repente, una noticia distinta a pie de página: el mismo día en que el ejército ruso invade la nación vecina, se convocan manifestaciones en contra de la guerra en más de cincuenta ciudades de Rusia. Hay más de 1.500 detenidos entre los que protestan.

Son valientes. Levantan la voz en contra del uso primitivo y espantoso de la fuerza por el que ha optado su gobierno.

Tal vez, a fin de cuentas, las palabras de Jesús no cayeron en saco roto. A la larga, solo ellas, solo la decisión inquebrantable de frenar la violencia amando al enemigo y presentado la otra mejilla, garantizarán la paz.


 

Martes 18 Enero 2022
 

Era temprano en la mañana y yo iba con mi padre en la camioneta, para ayudarle en alguno de sus trabajos de jardinería. Nos dirigíamos hacia el este para empezar el día con los clientes en los barrios del norte de Milwaukee, en la orilla del lago Michigan. Salía el sol, y aunque todavía estaba yo medio dormido, pude apreciar que era un amanecer particularmente hermoso. Mi papá también lo notó. «Oh, mira eso», dijo. «En momentos como este me entran ganas de decir la oración de “Gloria al padre, y al hijo, y al Espíritu Santo”». Y, conociendo a mi papá, estoy seguro de que terminó la oración en voz alta, en ese mismo momento.
 
Quizás me uní a él, honestamente no lo recuerdo. Yo era un adolescente y, como dije, estaba medio dormido. Pero el concepto se me quedó grabado: que la oración, incluso usando una oración memorizada, puede ser espontánea y estar relacionada con el momento presente, y no estar limitada a momentos o lugares específicos. Con el tiempo, me di cuenta del aprecio de mi padre por la naturaleza, y cómo era una parte clave de su espiritualidad personal. En efecto, «a través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sab 13,5).[i] Hoy me refiero a tales experiencias, es decir, a instantes de sentir la presencia de Dios y a sentirme llamado a responder de alguna manera, como «momentos de Gloria al Padre».
 
Me di cuenta de lo importantes que son los momentos de Gloria en mi vida espiritual poco después de comenzar en mi primera parroquia, menos de un mes después de mi ordenación. Como uno esperaría de un sacerdote, la gente empezó a venir a hablar conmigo sobre la oración y su relación más amplia con Dios. Y ¡esperaban que yo tuviera algo que decir! Me encontré volviendo a los fundamentos espirituales de mi relación con Dios, y así comencé a compartir con ellos este concepto de los «momentos de Gloria».
 
Ahora, mientras escribo esto, no diría que soy un sacerdote experimentado (llevo ordenado 5 años y medio). Pero he trabajado en tres parroquias en tres países distintos. Y al tener este tipo de conversaciones con personas de diferentes lugares, niveles económicos y educación, culturas e idiomas, todavía me encuentro regresando a este concepto básico de los momentos de Gloria. No creo que sea por pereza; más bien me ha sorprendido la cantidad de personas que carecen de un sentido básico de conexión permanente con Dios, de ver su presencia como algo constante y activo en sus vidas. Me imagino que las palabras de Pablo les parecerán a muchos tan distantes como debieron sonar a la gente de Atenas: «él no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser» (Hechos 17, 27-28).
 
Por lo tanto, me ha parecido que reflexionar sobre los momentos de Gloria es una herramienta eficaz para ayudar a alguien en un momento difícil cuando Dios se siente lejos, o al comienzo de un período más profundo de dirección espiritual. Nos ayuda a centrarnos en los principios básicos de la espiritualidad (cristiana o de otro tipo), a llamar la atención al momento presente y la presencia de Dios en ese momento presente. Y este tipo de «toma de conciencia es una herramienta poderosa en la etapa inicial de la transformación espiritual»[ii].
 
Al comienzo del proceso, por lo general invito a la persona a implementar el simple ejercicio de decir tres “Glorias” a lo largo del día. El truco es decir uno después de experimentar algo que sea hermoso, bueno o enternecedor, y hacerlo de inmediato, en el momento. No hay que esperar a que sea algo inmenso, fabuloso, sino que puede ser tan básico como una deliciosa pizza, una puesta de sol o el abrazo de un nieto. Para algunos, esto puede parecer simple, pero he descubierto que para otros (como fue para mí) cambia profundamente su relación con Dios. Es un ejercicio intencional que luego se convierte en un hábito y, con suerte, le lleva a uno a cumplir la instrucción de Maestro Eckhart, el gran teólogo y místico medieval: «Sé en todas las cosas un buscador de Dios y en todo momento, uno que sale para encontrar a Dios, entre todo tipo de personas y en todo tipo de circunstancias».[iii]
 
Después de años de reflexión sobre mi experiencia con este concepto de “momentos de Gloria” en mi vida personal de oración y en la guía de otros, ahora encuentro que es un ejercicio que vale la pena explorar y promover. A través de una futura serie de reflexiones, aquí en el Blog Ágora XXI, mi objetivo es reflexionar sobre este ejercicio para explicarlo y ofrecer cómo tiene el potencial de conducir a una relación más profunda con Dios. Creo que este simple ejercicio, convertido en hábito, puede tener resultados importantes en nuestras vidas como personas de fe cristiana. Porque, como muchas cosas relacionadas con Dios, lo que parece simple a menudo tiene la mayor profundidad.
 
En futuras reflexiones comentaré cómo mantener una apertura habitual a los momentos de Gloria y responder de inmediato a ellos establece una comunicación regular, que es fundamental en nuestra relación con Dios (como en cualquier relación duradera). Además, nos hace conscientes de la presencia de Dios para ayudarnos en tiempos difíciles; se convierte en una actitud de gratitud que crea verdadera humildad; nos impulsa a enfrentar nuestro pecado y a luchar por la justicia. De esta forma, con el tiempo, este sencillo ejercicio puede conducir a la conversión del corazón y, de ahí, a la alegría y la misión.
 
Sé que esto parece que sea esperar mucho de la más corta de las oraciones de memorización básicas, pero lo que propongo es una herramienta, no un fin en sí mismo. Como herramienta, puede ayudarnos a enseñarnos a «andar por la fe, no por lo que vemos» (2 Cor 5, 7). Es caminar por la fe, entonces, que nos damos cuenta de cómo «el Señor nos habla de modos muy variados en medio de nuestro trabajo, a través de los demás y en todo momento»[iv]. A lo cual respondo diciendo: Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era un principio, ahora, y siempre, por los siglos de los siglos.
 
En cada reflexión de esta serie, les invitaré a participar en un ejercicio sencillo. No debería sorprenderles que en esta introducción le invite a lo siguiente:
 
Trate de identificar tres “momentos de Gloria” a lo largo de su día, todos los días.
Haz una pausa y reza el Gloria de inmediato, en este momento.


[i] Traducción de la cita de Sabiduria como se encuentra en Papa Francisco, Laudato Si, n.12.
[ii] Haase, Albert (OFM). 2014. Catching Fire, Becoming Flame: A guide for spiritual transformation. Brewster, Massachusetts. Paraclete Press. p. 21.  Albert Haase es un fraile franciscano quien ha escrito mucho sobre la espiritualidad cristiana. Traducción del autor.
[iii] Talks of Instruction, 22.  Como citado en Haase, p. 77. Traducción del autor.
[iv] Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, n. 171.

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