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Sábado 20 Noviembre 2021
 


Este fin de semana celebramos a Cristo Rey y con esta solemnidad llegamos al final de nuestro año litúrgico. Siempre me he preguntado sobre el significado de esta celebración a la luz de un pasaje de Juan 6, 15: “Cuando Jesús se dio cuenta de que iban a venir y tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo". En este pasaje, después de alimentar a cinco mil personas (Juan 6, 1-14), Jesús se resiste a ser visto como un rey. ¿Por qué? ¿Quizás no era el momento adecuado para hacerse rey? ¿O podría ser debido a la motivación detrás de la multitud para convertirlo en rey? Creo que se debe a la motivación de la multitud. ¡¿Quién no quiere un rey que puede multiplicar el pan?! Jesús, por supuesto, está dispuesto a alimentar a los hambrientos, pero si Jesús siempre hace el milagro, podríamos olvidar que, a través de la generosidad, renunciando a nuestros propios intereses, también podemos alimentar a los hambrientos. Es más fácil tener un rey que resuelva nuestros problemas. Es más difícil trabajar en esos problemas nosotros mismos, especialmente cuando debemos renunciar a nuestros propios bienes y esfuerzos.
 
También creo que Jesús se mostró reacio a ser visto como rey debido a las connotaciones políticas y elitistas que lo acompañan. Un rey es sociológicamente un miembro superior en la sociedad. Esta idea contrasta fuertemente con un Dios que se convirtió en uno de nosotros y adoptó nuestra humilde naturaleza humana.

De hecho, la Biblia hebrea refuta cualquier actitud elitista que pueda haber como rey de Israel. El libro de Deuteronomio no solo contiene la única ley impuesta a los reyes en esos tiempos, sino que también establece que ningún rey de Israel debe "exaltarse a sí mismo por encima de los demás miembros de la comunidad" (Deut 17, 20). Además, la idea de que Jesús sea un rey, separado de nosotros, es menos desafiante que verlo como igual a nosotros, alguien a quien seguir e imitar. No dudo que el título de rey sea apropiado para Jesús, ya que él es nuestro Dios, el único que debe ser alabado. Solo espero que la idea de su realeza no nos quite la responsabilidad que tenemos de imitarlo en su humanidad y no nos haga espectadores pasivos que solo piden favores. Su realeza es propia de los elogios que se le deben, no para considerarlo un monarca inalcanzable, cuyo único trabajo es otorgar favores a su pueblo.


 

Lunes 8 Noviembre 2021
 


Hace tres fines de semana, en las eucaristías correspondientes al Trigésimo Domingo del tiempo ordinario (ciclo B), leímos el pasaje del Evangelio de Marcos que nos narra la curación del ciego Bartimeo (Mc 10, 46-52). No queremos hacer aquí una interpretación exhaustiva del episodio, sino fijarnos tan solo en un detalle muy concreto: cuando algunos de los que andan con Jesús animan al mendigo ciego a levantarse, porque el Maestro lo está llamando, él, nos dice el texto, «soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús». Todos sabemos lo que ocurre después: Jesús le pregunta qué quiere, Bartimeo responde que desea volver a ver, Jesús le dice «Anda, tu fe te ha curado», y Bartimeo recobra la vista y empieza a seguir a Jesús por el camino (completando así su conversión, pues al iniciar el relato estaba sentado «al borde del camino», o sea, al margen, allá donde, si recordamos la parábola del sembrador, cayó la primera semilla, que no dio fruto).

El detalle en el que nos queremos fijar es la precisión que nos ofrece Marcos que hemos resaltado en cursiva: antes de levantarse para ir al encuentro de Jesús, el ciego soltó el manto. ¿Qué representa este manto?

Lo más probable es que, en la mente del evangelista, el manto simbolice la identidad vieja de Bartimeo (aquella que lo mantenía en la ceguera, por haberlo situado al borde del camino) a la que él debía renunciar para poder seguir a Jesús con toda libertad. O tal vez Marcos quiere que pensemos en aquel manto que Elías echó encima de Eliseo (1 R 19, 19), representando la autoridad del profeta, que traspasaba a su discípulo: el gesto de Bartimeo, de deshacerse del manto, significaría entonces la renuncia a una posición de poder a la que él, hasta entonces, estaría aferrado.

Queremos, sin embargo, probar otra interpretación que nos ha sugerido la lectura del pasaje.

Bartimeo es un mendigo, un indigente, y para ir al encuentro de Jesús se deshace de su única posesión. El manto, en efecto, era todo lo que tenía aquel desdichado para protegerse del frío, de la lluvia, de la intemperie. Visto así, el manto de Bartimeo se nos aparece como el símbolo de aquellas mínimas y precarias posesiones que tienen los pobres. Representa el bienestar rudimentario que nuestra sociedad regala los más pobres… para, así, tenerlos callados.

Nuestro mundo capitalista, tan orientado hacia la acumulación constante de riquezas, permite que los más pobres tengan un espejismo de patrimonio. Si, en nuestras sociedades cada vez más desiguales, vastos números de gente no poseyeran absolutamente nada, y se estuviesen muriendo literalmente de hambre, habría un estallido social y una revolución cada día. Para evitarlo, el sistema económico en que estamos inmersos tolera que los más desafortunados tengan algo: en los hogares más pobres y vulnerables de los barrios más periféricos de una gran urbe latinoamericana como pueden ser Bogotá o México (por poner un ejemplo) hay un televisor, así sea viejo; y la gente tiene un teléfono celular, aunque la pantalla esté rallada, o medio rota, o el aparato se descargue a cada instante porque la pila ya está muy gastada; y hay una nevera, y en la nevera hay comida, así sea de poca calidad, y no muy sana. Este televisor destartalado, este teléfono con la pantalla partida y esta comida enlatada y poco saludable son el manto con el que hoy millones de bartimeos siguen protegiéndose de la intemperie. Migajas que el sistema injusto les permite disfrutar, con tal de que, a cambio, no molesten demasiado.

El gesto del Bartimeo del Evangelio, deshaciéndose de su manto, revela entonces a la persona despierta, aquella que abre los ojos y se da cuenta de la vida infinitamente más plena de la que podría gozar al lado de Jesús, y se da cuenta de las migajas con las que le han querido adormecer la consciencia. Una vez camine al lado Jesús, recobrada ya la vista, habrá adquirido un sentido mucho más hondo de su propia valía. Habrá entendido que la fe exige justicia. Habrá comprendido que, desde los ojos de Dios, todos tenemos derecho a un bienestar real, no solo aparente. Bartimeo, en definitiva, echa el manto a un lado porque ahora es consciente de su propia dignidad.


 

Miércoles 15 Septiembre 2021
 

Los próximos días 9 y 10 de octubre, el papa Francisco dará inicio, en Roma, a la etapa preparatoria de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos. Una semana más tarde, el 17 de octubre, todas las diócesis del mundo inaugurarán la fase de consultas y preparación, a nivel local, de este sínodo de la Iglesia, que culminará con el encuentro, en Roma en octubre de 2023, de los participantes directos en la reunión sinodal, que deberán aprobar un documento final. El tema que se propone para este importantísimo evento eclesial es Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. En otras palabras, el asunto sobre el que se nos invita a reflexionar es precisamente la sinodalidad, el modo de ser, de operar y de avanzar de la Iglesia como auténtica comunidad de hermanos y hermanas, donde todas las voces sean escuchadas, donde nadie quede rezagado, donde todos nos sintamos compañeros en el camino, avanzando a la una (que es exactamente lo que significa la etimología de la palabra sínodo, compuesta por el prefijo griego “sin” —reunión, acción conjunta— y el sustantivo “odos” —camino). Practicar la sinodalidad es caminar juntos.
 
Francisco propone que la Iglesia, retomando el impulso del Concilio Vaticano II (que subrayó que la comunidad eclesial es, sobre todo, una familia, el Pueblo de Dios, donde todos cuentan y todos valen y todos deben sentirse protagonistas), asuma su identidad comunitaria, y renueve su compromiso de ser, cada vez más, un cuerpo articulado que avanza sin descartar ni marginar a nadie, un cuerpo en el que todos, desde los obispos hasta el bautizado más reciente, se sienten y son verdaderos compañeros de camino.
 
Este compromiso, y este sínodo, son necesarios. Porque, a pesar de los extraordinarios avances vividos desde el Concilio, cuando dirigimos la mirada hacia nuestras parroquias, comunidades y movimientos eclesiales, nos damos cuenta de que todavía nos queda mucho trabajo por hacer. ¿En cuántas parroquias todo (desde las decisiones más vitales a las más nimias) tiene que pasar por el párroco, que reina sobre sus feligreses con un estilo más propio de un señor feudal que de un pastor? ¿En cuántas congregaciones religiosas y diócesis la autoridad todavía se ejerce sin que exista el más mínimo diálogo entre quienes ordenan y quienes obedecen? ¿En cuántos movimientos e instituciones que se autodenominan cristianos los líderes y fundadores son objeto de un malsano culto a la personalidad, que asfixia cualquier crítica constructiva a su liderazgo antes de que esta pueda formularse? ¿Cuántos colectivos —empezando, cómo no, por las mujeres, que, si no me equivoco, son la mitad de la humanidad— todavía participan de la vida de la Iglesia de forma periférica y marginal, sin acceso a muchos ámbitos, cargos o funciones?
 
Nos llenamos la boca con hermosas frases del Concilio que enfatizan la participación de todos los bautizados en la vida de la Iglesia, pero en la práctica todavía somos una estructura fuertemente jerárquica, a menudo autoritaria, en la que los consensos importan poco y en la que algunas voces tienen un peso desproporcionado, en detrimento de otras.
 
En este sentido, el próximo sínodo es un motivo de esperanza. Recemos, desde ahora mismo, por su éxito. Para que el Espíritu, que, como el viento, «sopla donde quiere» (Jn 3, 8) nos guie por caminos de auténtica conversión en favor de la sinodalidad, esta voluntad tan cercana al corazón del evangelio de no dejar a nadie atrás, de escuchar todas las voces y de contar con todo el mundo, especialmente con aquellos que nuestra sociedad (y en gran medida también la Iglesia) tiende a marginar.


 

Jueves 9 Septiembre 2021
Messi se fue del F.C. Barcelona, y ahora el barcelonismo y quizás toda la ciudad de Barcelona están de duelo, lamentando la pérdida.
 
Messi se va a París, a jugar con el PSG, cobrando 36.500.000 euros (en dólares, 42.769.240) por temporada, sin contar los contratos publicitarios y otros incentivos que pueda ganar.[1] Es la mitad de lo que cobraba hasta ahora en el Barcelona.
 
Aaron Rodgers, estrella del futbol americano, renovará su contrato con su equipo de toda la vida, los Green Bay Packers de Wisconsin, por cuatro años, por un promedio anual de 33.500.000 dólares (28.589.067 euros).[2]
 
El salario medio anual, no el básico, en España es de 26.934 euros (31.561 dólares) y en los EE.UU. es de 52.723.00 euros (62.953 dólares).[3]
 
El trabajador medio en España necesitaría trabajar 1.355 años para ganar lo que ganará Messi en uno.
 
En Estados Unidos el trabajador medio necesitaría trabajar “solo” 635 años para apercibir lo que el Quarterback gana en uno. 
 
Soy seguidor del Barcelona por genes, y de los Green Bay por adopción, pero al enfrentarme a estos números solo puedo sentir tristeza y acaso un poco de rabia… y me siento un poco culpable de sentir a veces un cierto rencor hacia los aficionados de los “eternos rivales” del Barça y de los Packers, el Real Madrid y los Bears, cuando en realidad tengo mucho más en común con la gran mayoría de estos seguidores que con las estrellas de mis equipos.
 
Hay brechas que no deberían justificarse ni por nacionalismos, ni por lealtades patrias o locales ni mucho menos por los avatares del libre mercado.
 
¡Felicidades!, quiero decir. Y no a Messi ni Aaron Rodger, sino a los miles y millones de hombres y mujeres que trabajan duro y mucho, a veces con dos o tres trabajos, para poder mantener a sus familias, año tras año, con dignidad.


[1] https://elpais.com/deportes/2021-08-10/messi-acepta-la-oferta-del-psg.html
[2] https://www.spotrac.com/nfl/green-bay-packers/aaron-rodgers-3745/
[3] https://datosmacro.expansion.com/mercado-laboral/salario-medio


 

Martes 29 Junio 2021

Uno de los mayores mitos modernos es el del hombre que se hace a sí mismo. Desde el día en que nacemos, se nos dice que podemos hacer cualquier cosa y convertirnos en quien queramos por nuestro propio esfuerzo. Si vas a una librería (o en línea) hay toda una sección de libros dedicada a la superación personal. Títulos como “Siete Hábitos de Personas Exitosas” o “Domina tu Mente” están en todas partes hoy en día. Sin embargo, aunque quizás tengan buenas intenciones, estos conceptos son engañosos, ya que nadie puede crecer por sí mismo. La madurez y el desarrollo personal se consiguen mediante nuestra interacción con los demás, aunque sea de forma pasiva. La influencia de otras personas en nuestras vidas siempre es un factor que determina quiénes somos ahora y quiénes seremos en el futuro. Esto no socava el poder de la determinación y la autonomía que podemos tener para tomar nuestras propias decisiones, pero es arrogante pensar que nos "hacemos" nosotros mismos sólo por nuestras propias elecciones y que la interacción con los demás no cuenta.
 
Esto me hizo pensar en Pedro y Pablo, cuya fiesta celebramos hoy. Si alguna vez has estado en Roma en la Basílica de San Pedro, o si has visto una imagen de la fachada, verás las estatuas de Pedro y Pablo justo en la entrada. Son imágenes muy majestuosas, que aíslan a estos personajes de una rica historia de conversión que involucró a otras personas. Por mucho que Pedro y Pablo sean los pilares de nuestra Iglesia, ellos también pasaron por un proceso de cambio en el que otras personas influyeron directamente en su vocación. Dos claros ejemplos son Cornelio y Ananías. Su influencia sobre Pedro y Pablo nos recuerda que incluso para aquellos que se convierten en el fundamento de la Iglesia, se necesitaba la ayuda de otros.
 
Ambas historias, sobre la conversión de Pedro y Pablo, se encuentran en los capítulos nueve y diez de Hechos, y son notablemente paralelas. En el capítulo nueve encontramos la historia de la conversión de Pablo, con la que la mayoría de nosotros estamos familiarizados. Pablo, todavía llamado Saulo, se dirige a Damasco cuando tiene su encuentro con Jesús. Después de esto, pierde la vista y durante tres días espera en Damasco en la casa de un hombre llamado Judas. Mientras tanto, Ananías, a quien llaman discípulo, tiene una visión en la que el Señor le pide que vaya a buscar a Saulo. Ananías se muestra reacio porque sabe quién es Saulo. Pero el Señor insiste diciendo que Saulo ha sido destinado a convertirse en un instrumento para llevar el nombre de Jesús a los gentiles (Hechos 9, 10-16). Ananías va, impone las manos en Saulo y éste recupera la vista. Después, Pablo predicará que Jesús es el hijo de Dios.
 
Al final del capítulo nueve, que está dedicado principalmente a la conversión de Pablo, hay una introducción a Pedro, que lo ubica en Jafa en la casa de un hombre llamado Simón que es curtidor. (Hechos 9, 43). Este es un lugar curioso para que Pedro se quede, ya que un curtidor debería haber sido visto como una persona impura con respecto a las leyes de pureza judías. Un curtidor manipulaba constantemente cadáveres y pieles de animales muertos. Pero Lucas, el autor de Hechos, quiere que nos preparemos para lo que viene, poniendo a Pedro en relación con alguien que comparte su nombre judío pero que es visto como impuro. El siguiente capítulo nos presenta a Cornelio como un centurión romano devoto y que temía a Dios con toda su casa y que vivía en Cesarea. Un día, a las tres de la tarde, Cornelio tiene una visión en la que el Señor reafirma la devoción de Cornelio y le pide que busque a Simón Pedro que se aloja en la casa de Simón. Esto suena muy parecido a lo que le sucedió a Ananías en el capítulo nueve.
 
A continuación, Pedro tiene una visión en el techo de la casa donde se aloja. En la visión, Pedro ve los cielos abiertos y una gran sábana bajando al suelo por sus cuatro esquinas (Hechos 10, 11). La sábana contenía todo tipo de criaturas cuadrúpedas, reptiles y pájaros. Pedro ve tres veces bajar la sábana y una voz que le dice: "Levántate, Pedro, mata y come". Pero tres veces Pedro niega la oferta porque no debe comer nada impuro; pero la voz también responde tres veces: "Lo que Dios declara limpio, no lo llames profano". Pedro no sabe qué hacer con su visión, hasta el día siguiente, cuando llega a la casa de Cornelio y se da cuenta de que aunque era ilegal que judíos y gentiles se asociaran, no debería llamar profano o impuro a nadie. Después de esto, Pedro predica en la casa de Cornelio que Dios no muestra preferencia entre personas. Mientras hace esto, el Espíritu Santo desciende sobre todos los que están allí, en lo que parece un segundo Pentecostés, ya que los gentiles también comienzan a hablar en lenguas tal como lo hicieron los discípulos al comienzo del libro de los Hechos (uno puede commparar Hechos 2, 1- 4 y 10, 44-46ª, y ver las semejanzas).
 
Podemos ver elementos similares y sorprendentes en estas historias. Tanto Pedro como Pablo tienen visiones y se quedan como invitados en la casa de una persona cuyo nombre / profesión es importante para su experiencia de conversión. Además, para ambos hombres la misión a los gentiles está ligada a su experiencia de conversión. Pero el paralelo más interesante es la intervención de Cornelio y Ananías. Cuando Dios llama a Cornelio y Ananías, se les llama por su propio nombre y tienen una instrucción específica. Ambos son cruciales para ayudar a Pedro y Pablo a comprender que Dios no muestra parcialidad. Podemos considerar a Pedro y Pablo como los discípulos que están en la base de nuestra Iglesia, pero tenemos que reconocer que no llegaron a ese punto por sí mismos. Cornelio y Ananías, a través de la intervención de Dios, fueron fundamentales para que tanto Pedro como Pablo pudieran entender la misión que Dios les dio.
 
La experiencia de la conversión y crecimiento personal no es un asunto meramente personal; todos necesitamos personas como Cornelio y Ananías que nos ayuden a ver y crecer. Estos dos hombres son enviados por Dios para ayudar a cumplir la misión que desde el principio les fue encomendada a los apóstoles de anunciar el Evangelio a todos. Incluso Pedro y Pablo, los dos pilares de la Iglesia que celebramos hoy, requirieron la ayuda de otros para convertirse en mejores discípulos.


 

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