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Viernes 6 Diciembre 2019
 


Estamos empezando el tiempo de Adviento, esas semanas de preparación para la Navidad que, todos los años, constituyen una invitación a que allanemos el camino al Señor. Es decir, a que nos preguntemos qué hacemos y qué actitudes adoptamos para facilitar que el evangelio de Jesús sea una realidad viva y central en nuestras vidas. Tal fue el mensaje de Juan el Bautista, uno de los dos personajes principales (junto con María) del Adviento: la voz que, en el desierto, dijo a los que iban a escucharle (citando a Isaías): «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale» (Lucas 3, 4-5).
 
Hay algo singular en el hecho de que Juan predicase en el desierto. Si tenía un mensaje importante a comunicar, si lo que buscaba era que el mayor número posible de gente lo oyera, ¿por qué se fue al desierto? ¿No hubiese sido más lógico ir a la ciudad y plantarse en la explanada del templo de Jerusalén o en una de sus plazas más bulliciosas? Podríamos bromear e interrogarnos si acaso Juan no tuvo un buen asesor de imagen ni un buen director de campaña: quiso llegar a la gente… ¡y se fue al desierto, donde no había nadie!
 
Por supuesto que hay en todo eso algo más serio que la falta de una buena estrategia de publicidad: en el lenguaje densamente simbólico de los evangelistas, el desierto en el que Juan predica es más que un lugar geográfico. Es un símbolo, y un símbolo que hay que entender a partir de otro símbolo: la ciudad.
 
La ciudad representa la sociedad, con sus virtudes, pero también con sus flagrantes injusticias: la ciudad es, en efecto, (entonces, como hoy) el lugar donde las desigualdades sociales se hacen más patentes, donde los muy ricos viven a tocar de los muy pobres. En el campo, todo el mundo vive más o menos con lo mismo. Es en la ciudad donde algunos habitan en palacios y disfrutan de los lujos más sofisticados mientras que otros mendigan un mendrugo en la misma puerta de las mansiones de los ricos (recordemos a Lázaro, agonizando en el umbral de la casa de aquel potentado que cada día banqueteaba espléndidamente).
 
El desierto donde Juan predica simboliza, precisamente, el rechazo a la ciudad. Y, así, el lugar de la predicación se convierte en parte esencial del mensaje del Bautista: para convertirse, para preparar de verdad los caminos del Señor, lo primero que hay que hacer es abandonar la ciudad, alejarse de las dinámicas que hacen posible la desigualdad, distanciarse de la mentalidad que impera en ella. Yéndose al desierto, Juan escenifica el contenido de la conversión que propone.
 
Cuando llega el Adviento y contemplamos la figura de Juan el Bautista, a menudo pensamos que ir con él al desierto significa aminorar el ritmo de nuestra actividad, evitar distracciones y buscar momentos de silencio para meditar; y que, haciendo todo eso, prepararemos los caminos del Señor. Así es, sin duda. Pero no deberíamos ignorar el sentido complementario que también tiene el hecho de salir al desierto: es rechazar la injusticia, es alejarnos de toda mentalidad que la fomenta y es buscar, en la intemperie, un espacio que no esté intoxicado por los esquemas egoístas que crean desigualdad.
 
Instalados en medio de la ciudad y de sus comodidades será muy difícil que preparemos los caminos del Señor: no solo porque la ciudad está llena de distracciones. También, sobre todo, porque vivir acríticamente en medio de la ciudad, sin reparar en las injusticias que la sustentan, nos impedirá tener la sensibilidad que debería caracterizar a los que queremos seguir a Jesús.


 

Sábado 28 Septiembre 2019
 
 
Este fin de semana, en que celebramos el Vigesimosexto Domingo del Tiempo Ordinario, siguiendo el ciclo C de las lecturas, en la misa oiremos la conocida parábola del pobre Lázaro y del rico que lo ignoró (Lc 16,19-31), una narración hermosa e inquietante que, como otras parábolas memorables de Jesús (la del buen samaritano, la del hijo pródigo, la del administrador astuto, y otras) solo encontramos en el evangelio de Lucas.

Hay un detalle en el que vale la pena que nos detengamos: Jesús, al narrar la historia, da nombre al pobre (“un mendigo llamado Lázaro”), pero no al rico. La tradición ha querido corregir esta supuesta deficiencia del texto, llamando Epulón al potentado, pero se trata de una práctica tardía (parece que se origina con Pedro Crisólogo en el siglo V), ajena a la Escritura.
 
Varias cosas llaman aquí la atención: en primer lugar, no es nada común que el protagonista de una parábola tenga nombre. De hecho, Lázaro es ni más ni menos que el único personaje de una historia contada por Jesús que lo tiene. ¿Cómo se llamaban el padre del hijo pródigo y sus dos hijos, o la mujer que perdió la moneda, o el hombre que cayó en manos de unos bandidos camino a Jericó, o el samaritano que lo socorrió, o el sacerdote que pasó de largo, o…? No se nos dice, nunca se nos dice: al contar sus historias, Jesús presenta a sus protagonistas como prototipos representativos, ejemplos de actitudes y de formas de ser que no deberían convertirse en personajes demasiado concretos: sus héroes y villanos son “un hombre”, “una mujer”, “un padre”, “un hijo”, “un rico”, “el dueño de una viña”… de entre todos ellos, solo Lázaro tiene nombre.
 
En segundo lugar, sorprende el hecho de que, en la misma parábola, uno de los dos protagonistas tenga nombre y el otro no. Y, en todo caso, tal vez más de uno hubiese esperado que, si así iban a ser las cosas en esta ocasión, Jesús diese nombre al rico, a la persona importante, exitosa y conocida, y no al miserable mendigo. «A las puertas de la mansión del rico Epulón había un mendigo», hubiese podido empezar Jesús, y a todos nos hubiese parecido muy bien. Pero hace justo lo contrario: «Había un rico que banqueteaba a diario, y a las puertas de su casa solía pedir limosna un mendigo que se llamaba Lázaro».
 
Nada de eso es casual (como nada es casual en los evangelios), ni mucho menos una deficiencia del texto. Todo lo contrario: se trata, sin duda, de un recurso narrativo muy pensado, con su propio significado y función.
 
Dando nombre al pobre, Jesús realza su humanidad: y así, en vez de cosificarlo, en vez de convertirlo en una cosa (“un mendigo”), hace que los que escuchamos la historia lo veamos como a una persona, como a alguien que una vez tuvo una familia, unos padres que, cuando él nació, le dieron ese nombre. Lázaro tiene una historia, como todo el mundo.
 
Y, al dar nombre a Lázaro y así humanizarlo, Jesús está señalando que el problema del rico era precisamente este: que no sabía ver al mendigo que agonizaba a la puerta de su casa como al ser humano que era. Ciertamente, no lo veía como a su igual. Ni en vida (pues de haberlo hecho lo hubiese atendido, conmovido ante la abyecta pobreza del indigente), ni tampoco lo vio como a su igual después de muertos los dos, cuando lo trató, en todo caso, como a su inferior, alguien a quien no quiso dirigir la palabra ni una sola vez, y en quien descubrió, de hecho, a un esclavo: «Padre Abrahán», dirá el rico, «manda a Lázaro a que me traiga agua, envíalo a mi casa a advertir a mis hermanos»…
 
La parábola, así, revela en toda su crudeza una de las peores consecuencias a la que puede llevarnos la idolatría del dinero: a pensar que solo quien lo tiene (y lo tiene en abundancia) es persona; que quien no tiene nada, o tiene poco, queda privado, por sus carencias, de la humanidad.
 
Pero hay más: si el texto subraya la humanidad del pobre al darle un nombre, ¿qué consigue dejando sin nombre al rico? También ahí hay un mensaje. Un mensaje doble, de hecho. Por un lado, Jesús nos invita, como siempre que los personajes de sus parábolas son anónimos, a que nos identifiquemos con ellos y nos preguntemos, en este caso: ¿Seré yo el rico? ¿Seré yo de los que desprecian, ignoran y se olvidan de todo aquel que no tiene dinero?

 
Pero en esta ocasión, además, al dejar sin nombre al rico, en marcado contraste con el pobre Lázaro, Jesús nos quiere hacer ver que, mediante su desprecio del mendigo, ese rico se estaba negando la humanidad a sí mismo. Su falta de empatía y de solidaridad lo convertían en aquello que despreciaba. Porque ser humanos es ser misericordiosos y solidarios: «Fulano es muy humano», decimos, para indicar que alguien muestra mucha compasión con quienes sufren, y se solidariza con ellos. La honda indiferencia que mostraba el rico dañó a Lázaro, sin duda, a quien hubiese podido ayudar; pero también dañó profundamente al mismo rico: ignorando a Lázaro, el potentado se negó la oportunidad de ejercer de ser humano. Se deshumanizó.
 
La lección del juego narrativo de Jesús, en definitiva, nos invita a no negarle el nombre a nadie. Reconocer que todo el mundo tiene uno, y que nadie debería ser cosificado es el primer paso, básico y fundamental, para empezar a ver a todos los que se cruzan por nuestra vida (sea cual sea su condición) como a las persona que son. Es decir, para verlos tal y como Dios los ve. Y es el primer paso, también, para no perder nosotros la humanidad que nos dignifica y nos hace ser quien somos.

 

Miércoles 11 Septiembre 2019
 

Escucho esta canción: "La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios, la amistad con los rotos, con los solos…con Dios". De los últimos años de mi intensa vida de misión en República Dominicana, con muchos proyectos y actividades interesantes, con muchos logros y muchos aprendizajes, recuerdo hoy en especial a Tomás.
 
Tomás falleció hace unos meses. Tenía entre 60 y 70 años, ni él mismo lo sabía. Un hombre solo, a quien el azar de la vida llevó a Sabana Yegua. Sus hermanos y familiares se afincaron en otros pueblos y lo visitaban cuando sus ocupaciones se lo permitían. Tomás era un miembro activo de la Parroquia, acudía a las misas dominicales y también a las asambleas parroquiales. Es curioso cómo conocemos a mucha gente, pero hasta que no tenemos una relación más personal no conectamos con su chispa. Y eso me sucedió a mí. Él era uno más, un hombre mayor que salía adelante en la vida a pesar de una importante limitación intelectual que no le dejaba trabajar.
 
Nuestra amistad, o al menos el cariño mutuo, empezó cuando se le presentó una psoriasis tremenda en todo el cuerpo. Sin tapujos ni vergüenzas levantaba la camiseta y me mostraba el torso, como lo mostraba a otras personas, y nos explicaba el dolor que le producía y los múltiples ungüentos que se había aplicado. Muchos preguntaban si lo que tenía era contagioso pues hacía de mal mirar. Me negué a darle una ayuda económica para ir a una curandera supuestamente milagrosa de la capital y eso me comprometía con él. Conseguimos una dermatóloga especializada y fuimos juntos a Santo Domingo, ¡qué viaje! Ese hombretón de 1,90 tuvo que apoyarse en mí al subir por primera vez las escaleras mecánicas del metro. ¡Reímos mucho!
 
Al cabo de unos meses ya no quedaba rastro de la psoriasis, y me lo mostraba orgulloso levantándose la camiseta ¡cada vez que me veía! Pero ni Tomás ni yo somos los protagonistas de esta historia. ¿Quién le ayudó a no olvidar ponerse las cremas por la mañana, al mediodía, por la noche? ¿Quién le mantuvo la pobre casita limpia? ¿Quién le hacía la colada? Las vecinas. ¿Quién le daba de comer y le regalaba ropa? Las vecinas.
 
En estos últimos meses Tomás enfermó de nuevo, era diabético y se le iban acumulando otros dolores. Tuvimos que correr al hospital con él totalmente alterado y descompensado por el azúcar. Finalmente murió. ¿Quién limpió su cuerpo y lo vistió para que quedara digno? ¿Quién barrió y adecentó la casa y sirvió refresco para todos los que se acercaban a dar el pésame? Las vecinas. ¿Quién le acompañó hasta su sepultura en el cementerio? Las vecinas. Las valerosas y cariñosas vecinas lo hicieron siempre, desde que lo conocieron, con una naturalidad deslumbrante: atender al vecino que no puede valerse era para ellas algo normal. Quizás ellas intuyen desde el fondo de su corazón esta bonita frase de la canción: La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios.


 

Miércoles 4 Septiembre 2019
A veces el arte, por muy hermoso que sea, ha fomentado la idea del Dios severo, que nos prueba, olvidándose del Padre Misercordioso de Jesús


Entre muchos creyentes está viva, por lo menos en ciertos ambientes culturales y eclesiales, la idea de que las dificultades que nos salen al paso a lo largo de la vida son pruebas que Dios nos envía. Pruebas, grandes o pequeñas, con las que, supuestamente, el Señor quiere examinar la solidez de nuestra fe. De acuerdo con esa creencia, una enfermedad, un accidente, una relación afectiva truncada, la pérdida de un ser amado y cualquier otra desdicha que nos sobrevenga son exámenes a los que Dios nos somete para calibrar la fortaleza de nuestra fe. Si las tribulaciones nos roban la paz y nos hacen dudar de su amor por nosotros (“Señor, si me quieres, ¿por qué permites que me suceda esto? ¡Tal vez es que no me quieres!”), entonces es señal de que nuestra fe es débil y quebradiza. Si, por el contrario, los contratiempos, las amarguras e incluso las tragedias no logran hacer tambalear nuestra confianza en su amor, entonces podemos respirar tranquilos: aprobamos el examen.
 
Esta convicción, por muy arraigada que esté, no se sostiene teológicamente, no ayuda a que tengamos una vida espiritual saludable y es muy dudoso que jamás haya producido buenos frutos. De hecho, haríamos bien abandonándola.
 
¿Qué imagen de Dios presupone la idea de que los sinsabores de la vida son pruebas que Él nos envía para comprobar la salud de nuestra fe? Pensémoslo por un momento: en primer lugar, la de un Dios ignorante, que no nos conoce, que no sabe lo que hay en nuestros corazones, y tiene que probarnos para descubrirlo. En segundo lugar, la de un Dios inseguro y vanidoso, que necesita asegurarse constantemente de nuestra lealtad hacia Él. Y, en tercer lugar, la de un Dios cruel y retorcido, pues la forma que usa para confirmar una y otra vez que no le hemos dado la espalda es, paradójicamente, haciéndonos sufrir. Ante esta idea de Dios, tal vez lo más grave no sería que las desdichas nos hicieran perder la fe sino conservarla, pues, en caso de mantenerla, se trataría de una fe malsana y servil, fe en este Dios infantil, dubitativo, engreído y sin amor, más parecido a un tirano enloquecido (al Calígula de Camus, pongamos por caso) que al abbá que experimentó Jesús, representado por el padre del hijo pródigo, el buen pastor que salió en busca de la oveja perdida o el padre compasivo que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
 
El Dios que nos prueba, en resumen, contradice al Padre Misericordioso que anunció Jesús. Por eso, sea cual sea la respuesta que en cada momento de la vida vayamos dando al espinoso problema del mal y del sufrimiento en el mundo, lo seguro es que, con el evangelio en la mano, no podemos atribuírselos a Dios.
 
Hay una perspectiva que encaja mucho más con lo que nos narran los evangelios: la del Dios que nos sostiene y acompaña en medio de las tribulaciones y sufrimientos que la vida misma (esa vida frágil y accidentada, la única posible en este mundo) conlleva. En vez de suponer que Dios es el autor del sufrimiento, asumamos que la condición humana es frágil y está expuesta al dolor y a las decepciones, pero que, en medio de todas las tormentas, absolutamente de todas, Dios camina a nuestro lado, ofreciéndonos su apoyo y amor incondicional.
 
Es posible que, a más de uno, el Dios que surge de esta segunda perspectiva le parezca débil, menos majestuoso y omnipotente que el soberano absoluto que nos ponía a prueba enviándonos males. Y, sin embargo, si nos detenemos a meditar en ello, pronto nos daremos cuenta de que el Dios que escogió mostrar su grandeza mediante su ternura, su dulzura y su amor por nosotros, haciéndose solidario de nuestro dolor y acompañándonos en él hasta el final, es el que nos anunció Jesús de Nazaret. También es el único en el que vale la pena creer.


 

Miércoles 21 Agosto 2019

Las ciencias estadísticas no suelen tener muy buena reputación. A menudo es ofensivo saber que, para administraciones y gobiernos, solo somos un número más. Para nada parecen contar nuestras experiencias, sufrimientos y alegrías. Solo somos números que forman porcentajes demográficos, cifras para pagar impuestos y calcular pensiones, o determinar e influenciar votos. No es de extrañar, pues, que nos sintamos poco atraídos por las estadísticas y en cambio nos mueva (el corazón y/o el bolsillo) el ser testigos de experiencias humanas con las que podemos empatizar. El periodismo así lo entiende, y es por eso que nos vende, cada vez más, historias, especialmente historias personales de tragedias o de superación, historias de animales, de tortugas, de gatos… Hoy en día, cualquiera también puede exponer al mundo su experiencia sabiendo que tendrá muchos más “likes” y “vistos” que si compartiera fríos estudios y cálculos estadísticos.
 
El problema con todo esto es que hay un cierto riesgo en el hecho de querer entender la realidad solo en base a la experiencia, ya que, lógicamente, nuestra experiencia es parcial, sesgada y extremadamente limitada.
 
Además, quizás por algún tipo de mecanismo de defensa, nos afectan (y nos interesan) más las historias trágicas que las historias positivas, por lo que se venden más las primeras que las segundas.
 
Por eso es peligroso extrapolar las experiencias negativas propias, o de las que somos testimonios a través de otras personas o de los medios de comunicación, y pensar que el mundo va de mal en peor. Así es como poco a poco vamos creando una visión un tanto pesimista del mundo que no se corresponden con la realidad, en la que cada día, millones y millones de personas viven una vida sufrida, con sacrificios, pero razonablemente normal.
 
Nos extrañaría saber, por ejemplo, que, tal y como explica Steven Pinker en su libro The Better Angels of our Nature, el siglo XX, que fue testigo de las dos únicas guerras mundiales, también fue el siglo más pacífico en la historia. Para entenderlo, hay que ir a la estadística y pensar en las víctimas, pero en proporción al número total de habitantes.
 
Es bueno y lógico pensar siempre en la cara humana de la noticia y de la realidad, pero también tenemos que echar mano a las estadísticas para tener una visión global y algo más objetiva sobre la situación en el mundo. Por supuesto hay muchas injusticias, pero vigilemos que un exceso de estímulos emocionales nos haga creer que la sociedad está ya irremediablemente condenada y que la condición humana ha llegado al punto más bajo de su degradación moral. En el fondo, esta visión excesivamente pesimista de la sociedad es la mayor razón para dejar de luchar por un mundo mejor.


 

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