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Domingo 20 Mayo 2018

En el relato de Pentecostés que nos ofrece Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11) llama la atención la absoluta liberalidad con que el Espíritu Santo se desparrama sobre los discípulos. Sobre todos los discípulos. El Espíritu es, en efecto, abundante y espléndido. El texto afirma que las lenguas de fuego «se repartían posándose encima de cada uno» (es decir, sin evitar ni esquivar a nadie), y acto seguido insiste: «Todos se llenaron del Espíritu Santo».
 
El Espíritu no es tacaño, no es selectivo, no es elitista. El Espíritu desconoce las jerarquías, enseñándonos, de paso, que estas siempre son una construcción humana.
 
Imaginemos, por un momento, un texto alternativo:
 
«El día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que empezaron a revolotear por encima de los discípulos buscando a los más capaces, a los que llevaban la batuta del grupo, a los más listos, a los mejores, y se posaron sobre ellos. Los tres o cuatro agraciados se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, mientras los demás les felicitaban, un poco contrariados y secretamente envidiosos, porque a ellos no les había tocado lengua de fuego».
 
Este texto ficticio, que Lucas no escribió, nos hablaría de un Espíritu que reconfirmaría las jerarquías humanas, que solo se donaría, con mucha cautela, a unos pocos; tal vez a los que habrían dado muestras de que sabrían aprovechar el don recibido.
 
Pero no, no es este el texto que nos dejó Lucas. En el suyo, el auténtico, las lenguas se posan sobre todos y cada uno de los presentes y el Espíritu los inspira a todos sin excepción. Podemos suponer que habría en aquella sala discípulos valientes y discípulos temerosos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, discípulos avispados y otros menos brillantes, habladores y taciturnos, audaces y dubitativos, vigorosos y cansados… como en cualquier grupo humano. Y a todos se acercó el Espíritu, y todos se llenaron de él.
 
Nuestras categorías humanas (aquellas con las que nos miramos unos a otros, valorando los aciertos de algunos y subrayando los errores de los demás, aplaudiendo éxitos y señalando fracasos, buscando aptitudes y marginando a quienes sospechamos plagados de defectos) nunca deberían opacar el hecho de que, en Pentecostés, el Espíritu no se dejó engañar por ningún elitismo de este tipo, ni por jerarquización alguna, y se dio, con confianza y libertad, a todos los que estaban reunidos.
 
Es asombroso, en verdad, que una Iglesia que nació de esta manera terminase tan preocupada, en su historia posterior, por consolidar un modelo fuertemente jerárquico, imitando así a la inmensa mayoría de las instituciones humanas. Es este un hecho que habla más de nuestras resistencias al soplo del Espíritu que de nuestra dócil adhesión a su impulso. Parecería que, a veces, la Iglesia se ha esforzado más por reflejar algo parecido al texto ficticio que hemos imaginado que por vivir la realidad del texto auténtico.
 
La comunidad querida por el Espíritu, en definitiva, no es aquella en la que unos pocos se otorgan el derecho de hablar en nombre de Dios, y en la que a los demás les toca callar, escuchar y asentir. La Iglesia que nace en Pentecostés es la que celebra que el Espíritu de Dios se ha posado encima de cada uno de sus miembros, sin discriminar a nadie, inspirándolos a todos. Es la comunidad en la que «todos empezaron a hablar, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería». Es la Iglesia que celebra con alegría la audaz generosidad de Dios.


 

Martes 8 Mayo 2018
Cada año, al llegar el tiempo pascual nos encontramos en los pasajes bíblicos que se nos presentan con personajes que prácticamente pasan desapercibidos durante el resto del año litúrgico. Uno de ellos es Tomás.
 
Poco sabemos de este discípulo que en los Sinópticos únicamente aparece mencionado en las listas de los Doce, sin información adicional alguna. Es Juan quien nos proporciona datos valiosos: aparece en cuatro escenas -Jn 11,7-16; 14,1-31; 20,24-29; 21,1-14-, y en todas ellas se nos recuerda que se le llamaba “Dídimo” (Mellizo)[1]. Aparece pues como un discípulo sin nombre propio aparente: el vocablo “tomás” –que no parece ser un nombre de persona al uso ni en griego ni hebreo ni latín- sonaría en la lengua helena como “mellizo” en arameo. Sin duda debe encerrar algún significado, al que pensamos dedicar un próximo comentario; contentémonos hoy con empezar por aquello que ha pasado a nuestra memoria colectiva: este apóstol es considerado alguien sin fe, que duda (doubting Thomas, le llaman en inglés). ¿Es eso todo lo que podemos saber de él?
 
Veamos qué podemos sacar en claro acudiendo hoy únicamente al pasaje del II Domingo de Pascua (Jn 20,19-31). En primer lugar, Tomás no es tan distinto de los demás apóstoles que se hallaban reunidos, que sólo se han alegrado al “ver” las manos y el costado de Jesús (v. 20). ¿Qué es lo que objetivamente le diferencia? Dos cosas: que Tomás no está reunido con los demás, y que quiere tocar el cuerpo del Resucitado.
 
Del primer aspecto podemos inducir que se trataba de un personaje valiente y abierto: recordemos que en Jn 11,16 es Tomás quien ha movilizado al grupo para subir a Jerusalén “a morir con” Jesús (si bien, con la cortedad de miras de ver en ese sacrificio el final de todo). Y en el momento que nos ocupa, los otros diez están encerrados por miedo a los judíos. Están “encerrados” en sus miedos, y paralizados para la acción –no ofrecen precisamente un ideal a imitar. En cambio, el valeroso Tomás se halla fuera. Es más, en la segunda ocasión, cuando ya está reunido con los demás (v. 26), éstos siguen con la puerta cerrada, pero el evangelista omite que ello fuera “por miedo a los judíos”. Con Tomás el miedo desaparece del grupo.
 
Su falta de miedo se materializa asimismo en tratarse de un personaje que no se corta a la hora de expresar sus opiniones, aunque sean contrarias al sentir del grupo, ¡o del propio Jesús! Tomás tiene opiniones propias (equivocadas e imprudentes o no).
 
El profesor norteamericano Dennis Sylva –de quien hemos tomado alguna de las consideraciones previas-[2] nos lo presenta como un hombre-frontera u hombre-umbral, es decir, alguien que no se sitúa fuera de la comunidad, pero tampoco en su centro; vive justo en el margen (umbral, linde). Eso es lo que precisamente lo convierte en alguien más abierto con el exterior, que contribuye a que el grupo no caiga en tentaciones sectarias (recordemos la gran tentación del gnosticismo[3] en las primeras generaciones cristianas), para lo cual es necesario poner en práctica, sin duda, una crítica saludable, incluso del punto de vista del líder.
 
Es más, como última nota, el camino para reconocer la Resurrección pasa por tocar a Jesús (el segundo rasgo “tomasino” que hemos señalado hoy): Tomás necesita tener la experiencia del Resucitado, no le basta con el testimonio de los demás (Jesús, por cierto, no le desautoriza por ello, sólo señala otro posible camino mejor; v. 29). En esto Tomás se manifiesta como un personaje muy moderno: en el momento histórico que nos ha tocado vivir, ¿quién de nosotros no quiere pruebas científicas de todo? Tomás representa una determinada tendencia dentro de los discípulos, que, nos atrevemos a decir, nos representa a todos nosotros hoy, y nos da esperanza –especialmente a los necesitados de “pruebas”-, nos indica el camino para conocer a Jesús: la experiencia del Resucitado pasa por la experiencia de su humanidad, y de su humanidad sufriente, hace falta tocar las llagas (de importante significado también en los inicios del cristianismo ante el peligro del docetismo[4]). Se revela en ese momento la gran importancia que el evangelista concede a este discípulo: hecha la experiencia, Tomás es el único que proclama a Jesús “mi Señor y mi Dios” (v. 28).
 
Tomás nos muestra el camino para llegar a tener la experiencia del Resucitado: expresando con valentía las propias convicciones, desde una crítica saludable, al tiempo que necesitando el contacto físico con la humanidad sufriente. Ambas cosas -personalidad crítica y valiente, y contacto profundo con el sufrimiento de la humanidad, la injusticia del mundo- van de la mano, y son una buena receta de madurez cristiana… y humana.
 
Tomás no es, pues, un personaje “plano” (flat) en el evangelio de Juan, sino que tiene mucho relieve. Espero que estas breves pinceladas enciendan en el lector las ganas de hurgar más en este -a veces minusvalorado o poco comprendido- discípulo de Jesús. En próximas ocasiones esperamos poder analizar otras dimensiones del personaje, que sin duda las tiene.


 
[1] Las cuatro veces únicamente en el Códice Beza; en los demás manuscritos, en tres.
[2] SYLVA, Dennis, Thomas – Love as strong as death. Faith and commitment in the Fourth Gospel. Bloomsbury T&T Clark, Library of New Testament Studies 434, London/New York, 2013.
[3] Los gnósticos, en breve, y para lo que nos interesa aquí, debido a creerse poseedores de revelaciones especiales, acababan encerrándose en grupos que se creían superiores (tentación sectaria que no empieza con el cristianismo: siempre ha existido).
[4] Fundamentalmente, se trata de poner énfasis en la divinidad de Jesús, que, en realidad, sólo habría sufrido en la cruz “en apariencia” (podemos imaginar la deriva espiritualista que ello genera).


 

Domingo 1 Abril 2018
En todo hay una grieta, así es como entra la luz.
Leonard Cohen (Anthem)

 
Desde siempre nuestra fe como creyentes y cristianos, especialmente dentro de la tradición católica, se define y entiende como un acontecimiento colectivo. La Iglesia, la comunidad, los sacramentos son indicadores de la importancia del carácter colectivo de nuestra fe. En realidad, por muy ermitaño que sea uno, los “Robinson Crusoe de la fe” no existen.     
 
Pero sucede que normalmente por estas fechas, cuando hablamos de la resurrección, solemos despojar a la fe de su contenido social y tendemos a replegarnos a una dimensión más íntima; la resurrección parece circunscribirse a una dimensión personal, un acontecimiento individual inaugurado por Jesus. Más allá de consideraciones teológicas lo que sigue es una reflexión sobre el significado de la resurrección desde la óptica histórica y colectiva. El objetivo es sumamente humilde: ver cómo a nivel sociológico hay una asociación entre muerte y resurrección y qué significado social puede tener esta última.
 
La pasión de Jesús no solo fue la tortura de un hombre, no solo fue el dolor físico y psicológico indescriptible de la muerte en la cruz; el tormento de la cruz también fue un acontecimiento colectivo dramático. El velo del templo partido en dos apunta a que el evento de la cruz fue una premonición también de la destrucción del templo. El Jesús crucificado no fue una mera experiencia personal, fue una tragedia con un profundo alcance social. Y es precisamente a partir de esta debacle colectiva para los discípulos que la naciente, atemorizada y débil comunidad cristiana empieza a vivir la experiencia de la resurrección, a tomar conciencia, valor, fuerza, convicción; es ahí donde la cruz se convierte también en un acto de vida un movimiento reivindicativo. La pasión como fenómeno social es en cierta manera necesaria también para la resurrección de un pueblo o de una comunidad.
 
De la misma manera que en Jesús se dio este paso de la muerte a la vida, analógicamente podemos observar como a menudo actos reprobables e injustificables de dolor y de muerte, de injusticia social, llevan de una manera y otra a dar vida.
 
No tenemos que ir muy lejos para ver algún ejemplo: El día 14 de febrero de este año hubo una matanza (una más) en una escuela en EE. UU., que se sumó a la desgarradora estadística de muertes por armas de fuego en el país. Tamaña tragedia desencadenó un movimiento popular estudiantil para exigir cambios en la regulación de la adquisición y posesión de armas.   
 
También recientemente el papa Francisco anunció la posible canonización del obispo Óscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Eucaristía. Su muerte significó la expansión del movimiento de liberación contra las tiranías políticas y militares especialmente en Suramérica, pero también en otros lugares pobres del mundo.
 
Si hacemos un salto para atrás en el tiempo, en 1955 era asesinado en el estado de Mississippi, de forma cruel y macabra, el joven Emmeret Till, de 14 años. A partir de este crimen motivado por el racismo, el colectivo afroamericano se empezó a movilizar en lucha por sus derechos civiles en EE. UU.
 
Solo cinco años después, en la República Dominicana las hermanas Mirabal, tres mujeres especialmente críticas con el gobierno de Trujillo, eran asesinadas por orden del dictador: era el 25 de noviembre de 1960. En honor a ellas se escogió esa fecha para celebra el día internacional de la no violencia contra la mujer y se empezó a fraguar a nivel social una toma de conciencia sobre el maltrato machista que hoy, décadas más tarde, es una reivindicación básica de las mujeres.
 
Podríamos añadir más nombres de personas que han propiciado una resurrección colectiva a través de su propia pasión y sacrificio, como Mahatma Gandhi, o como Harvey Milk (asesinado en 1978 por su activismo político a favor de los derechos de los homosexuales en San Francisco). Y estos son solo algunos de los casos conocidos. Hay muchas pasiones anónimas, solo experimentadas a nivel local, a nivel grupal, o incluso familiar, pero que en todo caso llevan a la movilización de ese grupo en particular.
 
La pasión, al nivel que sea, hace tomar conciencia a una población o una comunidad. Es una sacudida que despierta (resucita) conciencias dormidas y que amenaza a la apatía, que nos saca de nuestra zona de confort, y nos impulsa a la acción ya sea política o social. No es necesariamente una revolución. El ser colectivo se mueve despacio, casi por generaciones, pero la mecha, el acicate, el estímulo inicial es casi siempre traumático (una pasión).
 
Todas las pasiones, como la del propio Jesús, revelan de forma dramática las grietas de una estructura social que a menudo es fuerte con los débiles pero acomodada con los fuertes. A través de estas pasiones nace la posibilidad de despertar a una nueva resurrección, un movimiento de luz, de esperanza y de cambio. La resurrección de Jesús es una invitación permanente a todos, a transformar, la injusticia social y la intolerancia en esperanza vida e integración social.




 

Jueves 29 Marzo 2018

Dentro de la Semana Santa, esta noche empieza el Triduo Pascual, que se abre con la celebración del Jueves Santo, la conmemoración de la Santa Cena del Señor. Hay muchas formas de acercase a la Semana Santa y al Triduo. Una de ellas es considerar los distintos escenarios en los que sucede la Pasión de Cristo, texto que durante estos días leemos en dos ocasiones: en el Domingo de Ramos la versión de los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) siguiendo los ciclos anuales del leccionario (este año corresponde Marcos) y la versión de Juan, que cada año proclamamos durante el Viernes Santo.   
 
Los escenarios de la Pasión nos llevan desde la entrada a Jerusalén, hasta la tumba de Jesús, pasando antes por la casa de Simón el leproso, el Cenáculo, la finca de Getsemaní, la residencia del Sumo Sacerdote, el palacio de Pilato, y el Gólgota. Aunque todos estos lugares son importantes, Getsemaní sigue siendo el lugar que más me conmueve, el lugar que, para mí, más sentido le da a la experiencia de la Pasión.
 
Siguiendo la versión de Marcos, tras la cena pascual, Jesús y sus discípulos se dirigen a Getsemaní. Ya en el camino, Jesús le dice a sus discípulos que lo van a abandonar, anuncia una vez más su Resurrección y predice la negación de Pedro. Llegando a la finca de Getsemaní, Jesús muestra su humanidad. Getsemaní es donde presenciamos que Jesús, a pesar de ser Hijo de Dios, sufre como hombre. Y nos atrevemos a pensar que Jesús no sufre tanto en anticipación del intenso dolor físico que le espera, sino por el pesar de abandonar a los suyos, a los que amaba. No podemos despojar a Jesús de su humanidad, no le podemos quitar a la Pasión el paso por Getsemaní. La absoluta entrega de Jesús al plan de Dios sólo tiene sentido si vemos cómo Jesús supera, una vez más, la tentación de no ser el Hijo amado de Dios.    
 
Para entender esta última tentación de Cristo, recordamos que después de la celebración del Miércoles de Ceniza, empezamos cada año los domingos de Cuaresma con el texto de las Tentaciones. Este año leemos básicamente a Marcos, evangelio en el cual el texto de las tentaciones apenas ocupa dos versos (Mc 1, 12-13.) Es Lucas el que más claramente indica que “acabadas todas sus tentaciones, el diablo se alejó de él por un tiempo” (Lc 4, 13) velada amenaza de que el diablo volverá a la carga en otro momento más propicio para él. Y ese momento es Getsemaní.
 
En Getsemaní, antes de ser prendido, Jesús manifiesta que se muere de tristeza. En el huerto de Getsemaní, Jesús le pide a sus discípulos que recen, precisamente para no caer en la tentación. En el jardín de Getsemaní, se repite la escena de la Transfiguración (como también sucede en Mateo). Jesús se lleva aparte a los mismos discípulos que se llevó en la Transfiguración—Pedro, Santiago y Juan. Jesús entonces reza en voz alta al Padre cercano, a quien se dirige como “Abba”, suplicando la posibilidad de apartar el trago del sufrimiento, sometiéndose acto seguido a la voluntad del Padre. Y como en la Transfiguración, los discípulos se han dormido, y Jesús le increpa a Pedro—que ha vuelto a ser Simón, ha perdido su identidad—y le ordena que pida no caer en la tentación.
 
¿Qué tentación ha experimentado Jesús? Si vemos el paralelo con la Transfiguración—que siempre leemos en el segundo domingo de Cuaresma, precisamente después de las tentaciones—si nos damos cuenta de que esta escena en Getsemaní es un paralelo con la escena en lo alto del Monte Tabor, sabemos que la tentación es que Jesús—en su profunda libertad—optara por no actuar como el Hijo de Dios que es, y decidiera no someterse al escarnio de la Cruz. En la Transfiguración, la voz de Dios indica a sus discípulos, “Este es mi Hijo, el amado”. Es un anuncio de la identidad de Jesús, que además lo conecta con su bautismo, pues la misma voz proclama el mismo mensaje, en un bautismo que no es de limpieza ritual—pues Jesús no tiene pecado—sino de identidad. Esto es Getsemaní: una nueva, una última tentación de identidad. El Hijo del Hombre supera en un instante la tentación de no querer ser quien es no sometiéndose a la Cruz.
 
El Jueves Santo recoge y recrea esta experiencia en la adoración que sigue a la celebración de la Eucaristía. Desde el final de la Misa hasta, como mínimo la medianoche, nos postramos ante la presencia real del Jesús que se ha debatido unos segundos en humana ansiedad entre el amor a la vida y el amor al Padre y su voluntad. El Jesús que por un instante le suplica al Padre que le despoje de su identidad. Y es la tentación superada lo que llena de significado y profundo amor la decisión firme de dejarse clavar en una cruz. Es Getsemaní que nos acerca al Dios humano como nosotros, tentado pero firme, que sufre, pero que ama como nosotros estamos llamados a amar. Es Getsemaní que nos muestra lo que somos capaces de hacer cuando nos sentimos hijos profundamente amados por el Padre. Es con Getsemaní en el corazón que nos acercamos y entendemos la Cruz, entrega absoluta al amor del Padre y al amor del prójimo. Con Getsemaní en el corazón entenderemos la belleza de la Resurrección que nos espera al otro lado de la Pascua.
 
¡Feliz Semana Santa!

 

Martes 20 Marzo 2018
El matiz no está de moda. De hecho, a mucha gente matizar más bien le resulta molesto. El esfuerzo por valorar y examinar con paciencia la gradación de tonos que existe en la realidad puede ser un fastidio, una pérdida de tiempo y hasta un peligro para los que quieren entender (y explicar) el mundo en términos simples, en blanco y negro. Los simplistas, por supuesto, no nacieron ayer: siempre los ha habido y siempre los habrá: lo que ocurre es que, en la actualidad, el ritmo acelerado de nuestra vida digitalizada fomenta y facilita, acaso más que nunca, el simplismo, amenazando con convertir el matiz en una especie de reliquia del pasado. En un mundo donde cualquier opinión sobre cualquier tema se debe poder resumir en los 140 caracteres de un tweet, el matiz tiene pocas posibilidades de prosperar. No debería extrañarnos que no esté de moda.
 
Reconozcámoslo: simplificar la realidad puede ser muy tentador. El relato del simplista es fácil de entender; sus protagonistas son planos (o muy buenos o muy malos); sus motivaciones burdas; sus respuestas previsibles; sus argumentos superficiales. En consecuencia, en un mundo simplificado es muy sencillo escoger bandos y distinguir entre amigos y adversarios, entre verdad y error, entre el bien y el mal.
 
Matizar, por otro lado, nos exige tiempo (¿y quién dispone de tiempo, en nuestro mundo del ajetreo?); implica escuchar al que no piensa como nosotros para entender el origen y los entresijos de sus razones (¡qué horror!, dirá el simplista); requiere que nos detengamos a examinar la historia de los procesos sobre los que queremos formarnos una opinión (¡qué pereza!, añadirá); y, sobre todo, cuando empezamos a matizar podemos encontrarnos con sorpresas desagradables: descubrir, por ejemplo, que “los nuestros” no siempre han sido perfectos y que “los otros” no siempre se equivocaban… y así, por culpa del matiz, el relato en blanco y negro puede quedar muy tocado, y eso nos asusta. El matiz, y esa es su esencia, nos revela una realidad llena de ambigüedades y ambivalencias.
 
La cuestión, por supuesto, es que un mundo simplificado, por muy agradable que sea, siempre será una mera caricatura del mundo real. La visión de quien nunca matiza puede ofrecer una semblanza de comodidad, pero es una visión miope; y a la postre, ignorar los matices de las cosas siempre será un intento, inevitablemente traicionero, de reducir fenómenos complejos a nuestra conveniencia. Nos guste o no, la vida es compleja, y el matiz, por lo tanto, imprescindible.
 
Sin él, tenemos muchas posibilidades de caer en la ignorancia: el matiz nos vacuna contra el fanatismo. Además, una sociedad que deja de matizar y se enferma de superficialidad pronto descubrirá que carece de las herramientas necesarias para enfrentar sus retos, porque ningún problema serio se resolverá jamás a base de negar su complejidad.
 
Matizar, por lo tanto, no es una opción: es una obligación. Y lo es, en especial, para quienes ocupan cargos de responsabilidad en la dirección de la sociedad. Tener una clase política simplista es de lo peor que le puede pasar a un país, y el triste espectáculo de presidentes que juegan a gobernar a golpe de tweet es un escarnio para sus ciudadanos. Hoy, por desgracia, la lista de países guiados por clases políticas que desprecian el matiz parece aumentar, en vez de disminuir.
 
En este contexto, nos parece de vital importancia reivindicar el matiz. Necesitamos un apasionado elogio del arte de matizar: sí, un elogio encendido de este arte fastidioso, pasado de moda, aburrido, cansino, incómodo… e imprescindible, sin el que volveríamos a la edad de piedra, o a la Inquisición. El deseo de matizar nunca distinguió a nuestros antepasados de las cavernas, ni tampoco a los fanatizados y miopes defensores de la ortodoxia. 



 

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