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Miércoles 29 Junio 2022
 


El pasado domingo día 19 celebramos la fiesta de Corpus, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y para ilustrar la solemnidad en misa leímos el relato que nos ofrece Lucas de la multiplicación de los panes y los peces (Lc 9, 11-17). En este pasaje se adivinan, enseguida, dos modos distintos de enfrentar los desafíos que nos plantea la vida.

Por un lado, ante el problema acuciante de la falta de comida para toda la multitud que tienen enfrente, está la «solución» (llamémosla así) que plantean los discípulos: que cada cual se busque lo que necesite. Que la gente se disperse y que cada uno busque su pan. Es el sálvese quien pueda, la ley de la selva.

Y, por otro lado, está la opción de Jesús: quedémonos todos aquí, juntos, y, unidos, miremos qué podemos hacer y qué salida encontramos ante el problema que nos apremia. Este, podríamos decir, es el modo eucarístico (o sea, comunitario) de vivir la vida.

En la forma de enfrentar las cosas de los discípulos nadie asume la responsabilidad por el bienestar del hermano. Jesús, en cambio, sintetiza su propuesta precisamente con la invitación, o el mandato, de que sean los discípulos quienes se pongan a trabajar para resolver la necesidad de la muchedumbre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Y esta se convierte, entonces, en la frase clave del relato. «Dadles vosotros de comer» es una orden de Jesús que resuena a través de la Historia, que llega como una llamada inescapable a los oídos y a la conciencia de todos aquellos quienes, a veces, quisiéramos inhibirnos, encogernos de hombros, decir que la necesidad del hermano no es nuestro problema y optar, con los discípulos, por el sálvese quien pueda.

En cada celebración de la Eucaristía recordamos y subrayamos que nos acercamos a comulgar en tanto que miembros de una comunidad. Es decir, que comulgamos el cuerpo de Cristo (presente en la hostia consagrada), para seguir siendo cuerpo de Cristo (en tanto que Iglesia, pueblo, familia), como dijo San Pablo: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo» (1ª Cor 12, 27).

En este sentido, es obvio que no habría mayor contradicción que una vivencia intimista, privatizada e individualista de la Eucaristía. Es hermoso que experimentemos la recepción de la forma consagrada como un momento de profunda cercanía con Jesús: pero ello nunca debería constituir una excusa para, entonces, alejarnos y desentendernos de los demás, con el pretexto de que «ya estoy bien con el Señor, los demás ni me interesan ni me hacen falta». Comulgamos, y en el hecho de comulgar sentimos la cercanía del Señor, sí: pero el fruto lógico de esta cercanía con quien dijo «dadles vosotros de comer» debería ser, una y otra vez, que entonces quienes hemos comulgado queramos acercarnos y comprometernos más los unos con los otros, y en especial con quienes pasan hambre. Porque (insistamos) comulgamos el cuerpo de Cristo en tanto que miembros del Cuerpo de Cristo.

¿Y qué nos hace ser Cuerpo de Cristo, o Iglesia, o pueblo o familia? ¿Una partida de bautismo? ¿Un pasaporte, una bandera? ¿Un apellido, unos genes? No, sino justamente lo que pone de manifiesto el texto de Lucas: la capacidad por asumir la responsabilidad por el hermano.

Un grupo de personas donde unos asumen la responsabilidad por el bienestar de los demás es una comunidad. Uno en el que cada cual va a la suya (independientemente de que compartan nacionalidad, o apellido, o afiliación a una misma iglesia) nunca lo será.

Escuchemos, con oídos renovados, las clarísimas palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer». En la capacidad que demostremos por responder a esta invitación nos jugamos nuestra misma identidad de miembros de la Iglesia, de personas hermanadas, unas con las otros, formando el cuerpo de Cristo.


 

Jueves 19 Mayo 2022
 
Miembros de un grupo juvenil de la parroquia La Resurrección, en Bogotá (Colombia),
después de ayudar a pintar la casa de una familia vulnerable del barrio durante la Semana Santa de 2022.


Las Bienaventuranzas son una de las páginas más hermosas del Evangelio. Decía el Hermano Roger Schutz, fundador de la comunidad de Taizé, que, junto con el Padrenuestro, deberíamos considerarlas como el pasaje fundamental para la vida de los cristianos. Lo cierto es que tenemos dos versiones de las Bienaventuranzas: las de Mateo (Mt 5,1-12), que tal vez sean más conocidas (las primeras que nos vienen a la cabeza), y las de Lucas (Lc 6, 20-26). Queríamos centrarnos en estas últimas, y en las diferencias con las Bienaventuranzas de Mateo, y en el mensaje que se esconde en estas diferencias.
 
Para empezar, en Lucas Jesús no anuncia las Bienaventuranzas desde un monte, como sucede en Mateo, sino en un llano. Esta ubicación geográfica ya indica algo importante: mientras que Mateo quiere subrayar que el Maestro habla desde las alturas (el lugar apartado adonde uno llega para encontrarse con Dios), en Lucas Jesús pronuncia las Bienaventuranzas en la llanura, el espacio del encuentro con la gente.
 
En Mateo, la primera bienaventuranza dice así: «Dichosos los pobres en el 
espíritu». En cambio, en Lucas será «dichosos los pobres»: los pobres a secas, los pobres materiales. Unos versículos más abajo, Mateo dirá que son dichosos «los que pasan hambre y sed de justicia». La segunda bienaventuranza de Lucas será, sencillamente, «dichosos los que pasan hambre». No hambre de justicia, sino hambre física, de pan.  
 
De alguna manera, mientras que allá se enfatizaba la invitación de Jesús a ser personas que han optado por ser sencillas y austeras, que se han hecho pobres a resultas de una decisión íntima… y que tienen un hondo deseo interior de que en el mundo se haga justicia… aquí el mensaje es más social, menos espiritual: bienaventurados los pobres, y los hambrientos, porque Dios está de su parte.
 
Ambas versiones de las Bienaventuranzas son importantes. La de Mateo, enfatizando la interioridad, nuestras opciones últimas, las que cultivamos cuando buscamos espacios de soledad y de encuentro con Dios, en los montes de la paz… y la de versión de Lucas, enfatizando nuestro compromiso social, el que asumimos en la llanura del mundo, confrontados con la realidad de la pobreza material que sufre tanta gente (pobreza escandalosa, en un mundo donde todos podríamos vivir con holgura si la riqueza no estuviese tan mal repartida).
 
En Lucas el mensaje es, con toda claridad y fuerza, que Dios se pone del lado de las víctimas de este mundo: felices serán los pobres, los hambrientos, los que lloran… porque son los preferidos de Dios.
 
Y esto último implica, por supuesto, una pregunta: ¿Y nosotros? ¿Nos ponemos siempre del lado de las víctimas, del oprimido y del humillado, o, tal vez, para no buscarnos problemas somos de los que callamos ante la injusticia, o incluso nos sumamos al grupo de los que solo buscan su propio bien?
 
En esta misma línea más social, las Bienaventuranzas de Lucas tienen algo que no tienen las de Mateo: van acompañadas por unas advertencias. “Ay de vosotros!” ¿Quiénes? Los ricos, lo que están saciados, los que ríen, aquellos de quienes todo el mundo habla bien.
 
¿Y qué tiene de malo reír, o estar saciado, o que hablen bien de uno? Son actitudes que describen a las personas complacientes con su entorno, a quienes ya les va bien todo tal y cómo está, y que por lo tanto viven despreocupadas. ¡Ay de aquellos, en definitiva, que se acomodan demasiado a su ambiente! Y esa es una advertencia muy seria: en este mundo nuestro, tan traspasado por la injusticia, sentirse demasiado a gusto (tal vez porque a mí las cosas ya me van bien) es un acto de egoísmo evidente.
 
Uno mira a su alrededor… y ve tanta injusticia, tanta opresión, tantas personas trabajando tanto por tan poco, y otras trabajando tan poco por tanto… y tanto abuso, tanta violencia, tanta crueldad, tanta indiferencia… que es lógico concluir que nadie debería decir «¡Ya todo está bien!». Un cristiano es una persona consciente de que el mundo no está bien y que, por lo tanto, no se acomoda acríticamente en él: al contrario, protesta y trabaja para construir una sociedad más justa.
 
Hagamos nuestras las Bienaventuranzas: las de Mateo, más espirituales, que nos invitan a examinar nuestras opciones últimas, íntimas, acerca de la clase de persona que queremos ser. Y las de Lucas, más sociales, que nos alientan a desarrollar un mayor compromiso social con los pobres y los que sufren.


 

Viernes 13 Mayo 2022
 


El tiempo de Pascua es el más largo de todos los tiempos de la Iglesia, cincuenta días dedicados a contemplar y a meditar acerca de la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, hombres y mujeres que lo siguieron y que creyeron en su predicación, al descubrir al mismo Jesús resucitado después de su muerte en la cruz. Durante este tiempo lo fueron conociendo y reconociendo en diferentes formas, siempre con la duda inicial acerca de su identidad, pues se trataba del mismo Jesús con el que habían caminado y comido, a la vez que de un Jesús nuevo y diferente.

Los cristianos profesamos que Jesús venció a la muerte, y alcanzó la vida definitiva de Dios en la que permanece eternamente. Vivo, se manifestó a sus discípulos, y vivo lo fueron experimentando en los distintos encuentros que nos relatan los Evangelios. Vivo, pero diferente… pues la vida cambia, siempre, y cambia todavía más en aquel que ha experimentado la muerte. La naturaleza nos muestra con claridad que todos los seres vivos estamos sujetos a un cambio permanente a lo largo de nuestro ciclo vital, y que podemos observar y reconocer en la transformación que se produce en el mundo natural en nuestro entorno, que tantas veces mencionó el mismo Jesús en sus parábolas, como las del sembrador, de la viña, o de la higuera y sus frutos.

También San Pablo habla de la transformación que supone el tránsito entre la vida y la muerte usando una imagen de la naturaleza: “Lo que tú siembras no tendrá vida si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta tal como va a ser, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla.” (1 Corintios, 15 36,37). La vida, por lo tanto, se caracteriza por el cambio; es lo que no cambia y permanece igual lo que está muerto. En la vida diaria, cotidiana, los cambios quizás son menos llamativos, pero siempre están presentes, pues en las relaciones humanas, por ejemplo, como son las amistades, aprendemos que todo cambia con el paso del tiempo: unas relaciones se fortalecen y desarrollan, mientras que otras disminuyen o desaparecen.

El amor, que es la vida en su máxima expresión, viene a confirmar esta dinámica de la transformación: el amor que está vivo está en permanente cambio. Dice muy bien el Papa Francisco en su carta sobre la alegría del amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos” (Amoris Laetitia, 134). El amor crece, o disminuye, pero como toda realidad viva, está sujeto al cambio constante, no permanece igual por sí mismo, y necesita ser alimentado para poderse seguir desarrollando.

La resurrección, por lo tanto, es la manifestación de una vida que va a seguir creciendo sin límites, y que irá adoptando múltiples formas, pues en su desarrollo jamás dejará de cambiar. El encuentro con Jesús resucitado reviste tantas formas como personas que lo hayan experimentado, y siempre será nuevo y diferente, pues Él está vivo. Para los seguidores de Jesús, asumir su resurrección es vivir abrazando el cambio permanente en nuestras propias vidas, desechando lo antiguo, abiertos a la permanente novedad de Dios. “Revístanse, pues, del hombre nuevo” (Efesios 4, 24), exhorta varias veces San Pablo a sus seguidores.

Una comunidad cristiana resucitada, y un o una creyente resucitados, tienen que distinguirse por estar vivos, es decir, estarse renovando y cambiando constantemente, respondiendo así a las necesidades de la vida propia y de la del mundo que los rodea. Decía con gran acierto el ya santo John Henry Newman: “En un mundo superior puede ser de otra manera; pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser perfecto equivale a haber cambiado muchas veces.” Vivir es cambiar…y cambiando, manifestamos la vida que late dentro de cada uno de nosotros. El miedo y la resistencia al cambio que manifiestan con tanta vehemencia personas, instituciones y sociedades es, en definitiva, un miedo a la vida misma, a estar vivos. Jesús venció ese miedo para siempre, y con su resurrección enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a vivir cambiando, muchas veces.


 

Domingo 17 Abril 2022

 


¡Feliz Pascua de Resurrección! ¡Jesús ha resucitado!
 
Esta gran fiesta, centro del año litúrgico y de toda nuestra fe cristiana, nos invita a buscar a Jesús entre los vivos. ¡Dejemos de buscarlo entre los muertos, en lo que destruye y oprime, allí donde no puede haber brotes verdes de esperanza!
 
Jesús, vivo entre los vivos, no está en la violencia, que solo genera más violencia, y ceguera, y muerte, desánimo y tristeza.
 
Jesús, vivo entre los vivos, no está en el desprecio, ahí donde unos miran con desdén a los demás por razón de su raza, de su estatus social, de su género, de su orientación, de su pasado…
 
Jesús, vivo entre los vivos, no se hace presente en aquellos contextos de privilegio y la desigualdad donde unos pocos disfrutan de los bienes que pertenecen a todos.
 
Jesús, vivo entre los vivos, no está en la indiferencia que mata, esa indiferencia a causa de la cual el dolor de quienes habitan en los márgenes de la sociedad se torna invisible, como si no existiera… ¡como si ellos no existieran!
 
Hay que buscar a Jesús, vivo entre nosotros, en los gestos de paz y de reconciliación de quienes han comprendido que la fuerza bruta, el insulto y la calumnia jamás son el camino.
 
Hay que buscar a Jesús, vivo entre nosotros, en aquellos que acogen con los brazos abiertos a todo el mundo, sea quien sea, sea como sea, viva donde viva, ame como ame…
 
Hay que buscar a Jesús, vivo entre nosotros, en los esfuerzos de tanta gente por construir grupos y comunidades del evangelio, donde la fraternidad no sea una palabra hueca, donde la sinodalidad y el caminar todos juntos sea la fórmula para aprender a escucharnos y a valorar la riqueza que hay en la pluralidad.
 
Hay que buscar a Jesús, vivo entre nosotros, en los corazones sensibles que se conmueven, una y otra vez, con el dolor de los más pobres, los predilectos del Padre.
 
Los seguidores de Jesús, en definitiva, son personas que se esfuerzan, siempre, y a veces con una terquedad rayana a la obstinación, por buscar signos de nueva vida en el mundo, conscientes de que la fuerza del Resucitado siempre termina por hacerse presente allí donde hay seres humanos abiertos al Espíritu vivificador, liberador y renovador de Dios, que levantó a Jesús del sepulcro.
 
Celebremos la Pascua encontrando a Jesús… ¡vivo entre nosotros!


 

Jueves 14 Abril 2022
 


El martes pasado dirigí una reflexión sobre el papel de Judas, María Magdalena y Pedro en la narrativa de la pasión para la Comunidad Católica en Racine Central. Hablamos del significado del lavatorio de pies que hemos ritualizado para la liturgia del Jueves Santo. Utilizando Lectio Divina y con la ayuda de algunos datos de antropología bíblica, reflexionamos primero sobre la persona de Judas. Empezamos la discusión preguntándonos, ¿has pensado alguna vez en Jesús lavando los pies de Judas? Cada Jueves Santo leemos el relato del lavatorio de pies del evangelio de Juan 13:1-15. Al comienzo de la narración, leemos que Judas está presente, decidido a entregar a Jesús a las autoridades religiosas. Es después del lavatorio de los pies y después de recibir el pan de Jesús que Judas sale de la habitación (Juan 13:30). Esto significa que Jesús lavó los pies de Judas y compartió pan con él. Según el evangelio de Juan, Jesús sabía que Judas lo traicionaría. Esto hace que la imagen de Jesús lavando los pies de Judas sea aún más llamativa.
 
Para muchos de nosotros, Judas es solo el traidor. Si nos quedamos con la narrativa de la pasión, especialmente del evangelio de Juan, Judas es un ladrón (Juan 12:6) y alguien inducido por el diablo e incluso poseído por Satanás (Juan 13:2; 13:27). Igualmente famosos son el beso de Judas que se encuentra en los tres evangelios sinópticos (Marcos 14:45; Mateo 26:49; Lucas 22:47), y las treinta monedas de plata que aceptó para traicionar a Jesús (Mateo 26:15). Mateo y Lucas difieren en cómo murió, pero la versión de Mateo (27:5) de Judas quitándose la vida es la más popular. Les sugiero que lea también la versión de Lucas (Hechos 1:18).
 
Solo podemos imaginar cómo se sintió Jesús lavando los pies de alguien que lo traicionaría. Pero Judas ciertamente fue más que eso. Sus pies no eran sólo los pies de un traidor, sino los pies de alguien que traía buenas noticias. Judas fue comisionado por Jesús con los demás discípulos para proclamar el evangelio (Mc 6, 7-11; Cf Mt 10, 1; Lc 9, 1-5). ¡Judas incluso recibió poder para curar enfermedades y él con los otros discípulos informaron cuán exitosos fueron! (Marcos 6:12-13, 30-31). Para algunas personas él no era el traidor, sino Judas el Sanador, o Judas el Apóstol, Judas el instrumento de la gracia y el amor de Dios. Sus pies no solo recorrieron el camino de la traición sino el camino de la misión exitosa de cuidar a los pobres y enfermos. Los pies de Judas trajeron buenas noticias y salud a la vida de otros, y creo que eso es algo que Jesús no olvidó mientras los lavaba. Soy consciente de que esta es un área de especulación, pero vale la pena orar y pensar en la imagen de Jesús lavando los pies de sus discípulos.
 
Bruce Malina en su Social-Science Commentary on the Gospel of John (1998, 223) dice que la antropología mediterránea tradicional entiende la experiencia humana dentro de tres zonas de interacción: ojos-corazón, boca-oídos, manos-pies. El último par representa nuestras acciones, desempeño y quehacer. Malina dice que cuando Jesús lava los pies de los discípulos, está limpiando, es decir, perdonando, sus malas acciones, incluso las futuras. Esta idea tiene sentido, ya que el comienzo de la escena del lavatorio de los pies en Juan comienza afirmando que Jesús amó a los suyos hasta el extremo, hasta el fin (Juan 13:1). Me gusta pensar que los pies de Judas le recuerdan a Jesús cómo llevaron buenas noticias y caminaron por caminos polvorientos para traer esperanza a la vida de los demás. Me gustaría terminar con una cita del libro de Isaías mientras pensamos en los pies de Judas: “qué hermosos sobre los montes son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia salvación” (Isaías 52:7).


 

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