Hace poco he leído El dios falsificado, de Thomas Ruster, un libro que se publicó originalmente en alemán el año 2001 (Herder). En 2011, Ediciones Sígueme nos ofreció su traducción española, que lleva por sugerente subtítulo Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión[1]. A pesar de que hayan transcurrido ya más de quince años desde su aparición, me parece que la obra conserva una enorme vigencia.
El estudio del profesor Ruster, a ratos denso, tiene muchos méritos. Aquí solo quisiera hacerme eco de uno de sus argumentos, uno que sin lugar a dudas tiene implicaciones para la vida cotidiana: me refiero a la descripción que Ruster hace del capitalismo como religión; y como religión que, en esencia, se opone a la doctrina bíblica.
De hecho, más allá de la denominación misma del capitalismo como religión (con la que unos estarían de acuerdo y otros tal vez no), que probablemente no sea lo más importante del razonamiento de Ruster, lo que más me ha cautivado es su disección de la mentalidad que subyace en el capitalismo[2]: este nace de la preocupación por un futuro incierto. El anhelo por acumular riqueza para el mañana se fundamenta en el convencimiento de que los bienes disponibles son limitados (eso es lo que Ruster llama “el dogma de la escasez”), y que por lo tanto, el deber natural de cualquier persona sensata es asegurarse hoy, lo mejor que pueda, el siempre incierto sustento futuro. Nada puede realizar esta función tan bien como el dinero, y ningún mecanismo asegura mejor la existencia de futuras rentas como el de los intereses. En palabras de John Maynard Keynes, que Ruster cita, «la importancia del dinero proviene fundamentalmente de que representa un eslabón entre el presente y el futuro»[3]. Y remacha Ruster: «La preferencia por la liquidez tiene motivos psicológicos, y nace de la inquietud por el propio futuro»[4]. Dicho con otras palabras: el dinero está al servicio de la previsión, y el capitalismo «es religioso al velar por el futuro mediante el dinero»[5]. La mentalidad típicamente capitalista, en definitiva, nacería de una fuerte conciencia de escasez; su resultado sería el mandamiento de ser previsores mediante la acumulación de unos bienes que hoy no nos hacen falta, pero que podremos necesitar más adelante.
Pues bien: esta mentalidad choca frontalmente con la doctrina bíblica. La instrucción de Jesús, en el sermón de la montaña, será tajante: «No amontonéis tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer o a beber» (Mt 6,25); «estas son las cosas por las que se preocupan los paganos» (Mt 6,32). Y lo fundamental: los creyentes deben pedir solamente «el pan de cada día» (Mt 6,11). Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel aprendió la lección del maná: lo que se recoge para más de un día se pudre (Ex 16).
No es que la fe bíblica sea un canto a la irresponsabilidad o una llamada a vivir despreocupadamente. Es, eso sí, una invitación a vivir confiando en Dios, y no en el dinero. Y es que hay algo más profundo en juego, a lo que queríamos llegar con esta breve reflexión: comprender que, como el mismo Keynes observó, hay una conexión entre la conducta supuestamente previsora (que nace de la fe capitalista en la escasez) y la injusticia. Una conexión directa: la conducta previsora es causa de la injusticia. En este sentido, la renuncia a la previsión, lejos de ser irresponsable, nace, como afirma Ruster, «de la fe en la plenitud de la bendición divina, y está al servicio del reino de Dios y su justicia»[6]. La conocida prohibición bíblica del cobro de intereses (Ex 22,24; Lv 25,35-37; Dt 23,20-21) debe ser entendida como una advertencia a favor de la justicia social: no debe buscarse el enriquecimiento en el futuro a costa de la indigencia de los pobres en el presente. Porque en resumidas cuentas «hay suficiente para todos si no hay algunos que aseguran su porvenir a costa de otros»[7].
Se hace difícil leer la obra de Ruster, observar a continuación las sociedades en las que vivimos y no ver la formidable relevancia de su argumento: porque la desigualdad entre naciones y dentro de las naciones es, hoy, uno de los problemas más acuciantes de la humanidad. Lo afirma Jared Diamond en la conclusión de su reciente librito Sociedades Comparadas[8], y lo puede ver cualquiera que abra un periódico o salga a la calle. Los espeluznantes datos son, por desgracia, bien conocidos: 62 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (tres mil setecientos millones de personas). El 1% más rico del planeta ya tiene tanto como el otro 99%. Te asomas a la realidad de cualquier ciudad latinoamericana (o, para el caso, europea, estadounidense o de donde sea) y las desigualdades abismales saltan a la vista: las diferencias de vivienda, sueldos, educación o servicios de salud entre sus habitantes más pudientes y los más pobres (que son la mayoría) son escandalosas.
¿Cómo no ver que tamaña desigualdad hace inviable la convivencia? ¿Cómo no advertir, sea cual sea la fe religiosa que nos mueve, y también si no tenemos ninguna, que hay en esta desigualdad una profunda inmoralidad? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
¿Cómo? A base de adherirnos al credo capitalista, al pernicioso dogma de la escasez. Y a base de desoír la doctrina bíblica, que nos invitaba a pedir solo el pan de cada día.
Los temas aquí planteados son complejos, y no los quisiéramos reducir a una caricatura. Sin embargo, resulta bastante evidente que una mayor fidelidad histórica a la doctrina bíblica de la abundancia de Dios y a la invitación de buscar solo el pan de cada día nos habría impedido llegar a la aberrante situación de desigualdad en la que hoy nos encontramos. Parecería que Keynes llevaba razón cuando exigía una política estatal activa que limitase la codicia personal del individuo. Dicha política estaría en plena sintonía con el evangelio de Jesús.
[1] T. Ruster, El dios falsificado (Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011).
[2] Para dicha “disección” el teólogo alemán se apoya en pensadores como Walter Benjamin y, sobre todo, John Maynard Keynes.
[3] T. Ruster, op. cit., 168.
[4] Ibid., 169.
[5] Ibid., 174.
[6] Ibid., 176.
[7] Ibid., 177.
[8] J. Diamond, Sociedades comparadas (P. Random House, Barcelona, 2016).