El tiempo de Pascua es el más largo de todos los tiempos de la Iglesia, cincuenta días dedicados a contemplar y a meditar acerca de la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, hombres y mujeres que lo siguieron y que creyeron en su predicación, al descubrir al mismo Jesús resucitado después de su muerte en la cruz. Durante este tiempo lo fueron conociendo y reconociendo en diferentes formas, siempre con la duda inicial acerca de su identidad, pues se trataba del mismo Jesús con el que habían caminado y comido, a la vez que de un Jesús nuevo y diferente.
Los cristianos profesamos que Jesús venció a la muerte, y alcanzó la vida definitiva de Dios en la que permanece eternamente. Vivo, se manifestó a sus discípulos, y vivo lo fueron experimentando en los distintos encuentros que nos relatan los Evangelios. Vivo, pero diferente… pues la vida cambia, siempre, y cambia todavía más en aquel que ha experimentado la muerte. La naturaleza nos muestra con claridad que todos los seres vivos estamos sujetos a un cambio permanente a lo largo de nuestro ciclo vital, y que podemos observar y reconocer en la transformación que se produce en el mundo natural en nuestro entorno, que tantas veces mencionó el mismo Jesús en sus parábolas, como las del sembrador, de la viña, o de la higuera y sus frutos.
También San Pablo habla de la transformación que supone el tránsito entre la vida y la muerte usando una imagen de la naturaleza: “Lo que tú siembras no tendrá vida si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta tal como va a ser, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla.” (1 Corintios, 15 36,37). La vida, por lo tanto, se caracteriza por el cambio; es lo que no cambia y permanece igual lo que está muerto. En la vida diaria, cotidiana, los cambios quizás son menos llamativos, pero siempre están presentes, pues en las relaciones humanas, por ejemplo, como son las amistades, aprendemos que todo cambia con el paso del tiempo: unas relaciones se fortalecen y desarrollan, mientras que otras disminuyen o desaparecen.
El amor, que es la vida en su máxima expresión, viene a confirmar esta dinámica de la transformación: el amor que está vivo está en permanente cambio. Dice muy bien el Papa Francisco en su carta sobre la alegría del amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos” (Amoris Laetitia, 134). El amor crece, o disminuye, pero como toda realidad viva, está sujeto al cambio constante, no permanece igual por sí mismo, y necesita ser alimentado para poderse seguir desarrollando.
La resurrección, por lo tanto, es la manifestación de una vida que va a seguir creciendo sin límites, y que irá adoptando múltiples formas, pues en su desarrollo jamás dejará de cambiar. El encuentro con Jesús resucitado reviste tantas formas como personas que lo hayan experimentado, y siempre será nuevo y diferente, pues Él está vivo. Para los seguidores de Jesús, asumir su resurrección es vivir abrazando el cambio permanente en nuestras propias vidas, desechando lo antiguo, abiertos a la permanente novedad de Dios. “Revístanse, pues, del hombre nuevo” (Efesios 4, 24), exhorta varias veces San Pablo a sus seguidores.
Una comunidad cristiana resucitada, y un o una creyente resucitados, tienen que distinguirse por estar vivos, es decir, estarse renovando y cambiando constantemente, respondiendo así a las necesidades de la vida propia y de la del mundo que los rodea. Decía con gran acierto el ya santo John Henry Newman: “En un mundo superior puede ser de otra manera; pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser perfecto equivale a haber cambiado muchas veces.” Vivir es cambiar…y cambiando, manifestamos la vida que late dentro de cada uno de nosotros. El miedo y la resistencia al cambio que manifiestan con tanta vehemencia personas, instituciones y sociedades es, en definitiva, un miedo a la vida misma, a estar vivos. Jesús venció ese miedo para siempre, y con su resurrección enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a vivir cambiando, muchas veces.