Hace muchos años durante un funeral en las calles de Sabana Yegua (República Dominicana), la hija del difunto me confrontó en medio de mi homilía con las siguientes palabras: «Yo tengo miedo por mi papá. ¿Y usted, de verdad se cree eso?». Cabe decir que durante la homilía intentaba consolar a la familia hablando sobre la esencia de nuestra fe: la Resurrección. Les decía que por fe creemos que Jesús, después de su muerte, resucitó y, en su resurrección, destruyó la muerte y nos dio vida eterna. Todos los bautizados en Cristo disfrutamos de dicha Gracia. Ese día fue la primera vez que me enfrenté con la pregunta: ¿y por qué creer en la resurrección?
Para poder responder a esta pregunta debemos empezar por reflexionar acerca de los sentimientos que el grupo de seguidores de Jesús experimentó después de la trágica muerte de su maestro en la cruz. La crucifixión del Viernes Santo fue un evento devastador que fulminó las esperanzas de los que caminaban con Jesús, y la condena de Jesús los dispersó (Mt 26, 56). Las horas posteriores a la cruz tuvieron que ser angustiantes. Sin saber qué iba a pasar, sin saber qué se podría hacer, sin saber qué pensar. Los momentos antes de la resurrección fueron momentos de miedo y angustia. ¿Se cumpliría, la promesa de Jesús? La ansiedad y desespero estaban a flor de piel. Muchos de nosotros a veces vamos por la vida con ansiedad y angustia porque no sabemos bien qué nos deparará el futuro y dicha incertidumbre nos da miedo.
El evangelio de Mateo nos narra el momento determinante en el que Jesús es revelado como un hombre nuevo a las mujeres (Mt 28, 1-10). Estas dos mujeres, en su angustiosa espera y dolor, van al sepulcro movidas por la esperanza de confirmar la promesa del Señor. Quieren respuestas a sus dudas. Quieren comprobar que no todo está perdido. Quieren ver el sepulcro. Una vez allí, el ángel las anima a no temer. El poder de las palabras del ángel les infunde esperanza. En ese momento de dolor, de perdida, de desespero, de miedo, lo primero que oyen es un «no temáis» seguido por la noticia de que Jesús está vivo y va rumbo a Galilea. Rumbo al lugar donde todo comenzó y donde las cosas fueron más caseras, amigables, familiares y bonitas. Galilea, tierra lejana a las maquinaciones de la institución religiosa de Jerusalén. Galilea, donde todo era compartido al aire libre. Nada a las escondidas, como la última semana en Jerusalén. «No temáis» son palabras que animan.
Las mujeres reaccionan corriendo y llenas de alegría, impresionadas por lo que acaban de ver y escuchar. En ese instante confirman la promesa de Jesús: su Resurrección. No hay tiempo que perder, hay que anunciar la buena noticia. Las buenas noticias se llevan a toda prisa. Una vez ellas salen corriendo con ganas de compartir con los demás la resurrección de Jesús, se encuentran con Jesús mismo y las palabras del maestro son «no temáis». Y una vez más, el anuncio de encontrarse en Galilea. La resurrección destruye el miedo. Creer en la resurrección nos da valor para no temer y tener plena confianza en la vida. Y esa certeza nos llena de alegría y gozo.
Me hubiese gustado responder a la joven que me expresó su miedo con las palabras del Señor: «no temas». Me hubiese gustado haber transmitido la confianza que el ángel confirió a las mujeres que, entonces, corrieron a toda prisa y con gozo a anunciar al resucitado. La verdad fue que solo respondí «yo sí, me lo creo plenamente». Si la volviera a ver, añadiría: «Me lo creo plenamente porque la Resurrección me da valor para vivir la vida sin miedos y confiar plenamente en la promesa del Señor de una vida plena en alegría».
El tiempo de Pascua es el más largo de todos los tiempos de la Iglesia, cincuenta días dedicados a contemplar y a meditar acerca de la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, hombres y mujeres que lo siguieron y que creyeron en su predicación, al descubrir al mismo Jesús resucitado después de su muerte en la cruz. Durante este tiempo lo fueron conociendo y reconociendo en diferentes formas, siempre con la duda inicial acerca de su identidad, pues se trataba del mismo Jesús con el que habían caminado y comido, a la vez que de un Jesús nuevo y diferente.
Los cristianos profesamos que Jesús venció a la muerte, y alcanzó la vida definitiva de Dios en la que permanece eternamente. Vivo, se manifestó a sus discípulos, y vivo lo fueron experimentando en los distintos encuentros que nos relatan los Evangelios. Vivo, pero diferente… pues la vida cambia, siempre, y cambia todavía más en aquel que ha experimentado la muerte. La naturaleza nos muestra con claridad que todos los seres vivos estamos sujetos a un cambio permanente a lo largo de nuestro ciclo vital, y que podemos observar y reconocer en la transformación que se produce en el mundo natural en nuestro entorno, que tantas veces mencionó el mismo Jesús en sus parábolas, como las del sembrador, de la viña, o de la higuera y sus frutos.
También San Pablo habla de la transformación que supone el tránsito entre la vida y la muerte usando una imagen de la naturaleza: “Lo que tú siembras no tendrá vida si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta tal como va a ser, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla.” (1 Corintios, 15 36,37). La vida, por lo tanto, se caracteriza por el cambio; es lo que no cambia y permanece igual lo que está muerto. En la vida diaria, cotidiana, los cambios quizás son menos llamativos, pero siempre están presentes, pues en las relaciones humanas, por ejemplo, como son las amistades, aprendemos que todo cambia con el paso del tiempo: unas relaciones se fortalecen y desarrollan, mientras que otras disminuyen o desaparecen.
El amor, que es la vida en su máxima expresión, viene a confirmar esta dinámica de la transformación: el amor que está vivo está en permanente cambio. Dice muy bien el Papa Francisco en su carta sobre la alegría del amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos” (Amoris Laetitia, 134). El amor crece, o disminuye, pero como toda realidad viva, está sujeto al cambio constante, no permanece igual por sí mismo, y necesita ser alimentado para poderse seguir desarrollando.
La resurrección, por lo tanto, es la manifestación de una vida que va a seguir creciendo sin límites, y que irá adoptando múltiples formas, pues en su desarrollo jamás dejará de cambiar. El encuentro con Jesús resucitado reviste tantas formas como personas que lo hayan experimentado, y siempre será nuevo y diferente, pues Él está vivo. Para los seguidores de Jesús, asumir su resurrección es vivir abrazando el cambio permanente en nuestras propias vidas, desechando lo antiguo, abiertos a la permanente novedad de Dios. “Revístanse, pues, del hombre nuevo” (Efesios 4, 24), exhorta varias veces San Pablo a sus seguidores.
Una comunidad cristiana resucitada, y un o una creyente resucitados, tienen que distinguirse por estar vivos, es decir, estarse renovando y cambiando constantemente, respondiendo así a las necesidades de la vida propia y de la del mundo que los rodea. Decía con gran acierto el ya santo John Henry Newman: “En un mundo superior puede ser de otra manera; pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser perfecto equivale a haber cambiado muchas veces.” Vivir es cambiar…y cambiando, manifestamos la vida que late dentro de cada uno de nosotros. El miedo y la resistencia al cambio que manifiestan con tanta vehemencia personas, instituciones y sociedades es, en definitiva, un miedo a la vida misma, a estar vivos. Jesús venció ese miedo para siempre, y con su resurrección enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a vivir cambiando, muchas veces.
Deseamos un muy feliz Pascua de Resurrección a todos los lectores de este blog, amigos y amigas de la Comunidad de San Pablo.
Domingo de Pascua: La cicatriz
En la piel del tiempo hay una cicatriz.
El tiempo, gato viejo, se la mira, mas no entiende.
¿Qué ocurrió aquel domingo?
La Herida puntual que nunca
llegó tarde a su cita
en la vida de bacilos, cangrejos y lagartijas,
iguanas, tortugas, felinos, dromedarios y camellos
y ese mono que ahora piensa
y sabe amar,
la Herida vencedora de todas las batallas,
aquel domingo del sol
fue derrotada.
Dejó una cicatriz
en la piel tersa del tiempo.
Y la luz dividió en dos
la danza del universo.
El título de este escrito es una pregunta que no solo María Magdalena, que fue a ungir el cuerpo de Jesús el domingo por la mañana, se hizo a sí misma (Jn 20,1-9), sino que también muchos tenemos en mente en este momento. Cuando en las parroquias en muchas diócesis de todo el mundo se suspendió la celebración pública de la misa, muchas personas se preguntaron qué haremos ahora si no podemos recibir la comunión. Y después de celebrar la misa con una iglesia vacía, algunos de mis amigos sacerdotes explicaron cómo fue, realmente, una experiencia indescriptible. La situación actual de la Iglesia en tiempos del COVID-19 está afectando a todos en nuestras parroquias. Sin misas abiertas al público, tanto los sacerdotes como los laicos están batallando por encontrar formas alternativas para continuar alimentando la fe. Sin duda, las medidas tomadas han afectado seriamente las necesidades espirituales de numerosas personas. Pero si durante la pandemia solo te preocupa cómo lidiar con la cuarentena sin la Eucaristía y con las iglesias vacías, considérate afortunado. La cuarentena está haciendo que muchas personas se pregunten no solo cómo satisfacer sus necesidades sacramentales, sino también qué van a hacer sin pan y con el estómago vacío. Familias enteras que dependían de su trabajo diario para sobrevivir ahora viven en gran necesidad porque no pueden salir a trabajar. Mi intención no es crear una dicotomía entre las necesidades sacramentales y físicas. Ambas son esenciales para las personas de fe. Pero la situación actual y las lecturas del domingo de Pascua me han hecho reflexionar sobre cómo la ausencia del cuerpo descrito en la narración de la resurrección puede tener un significado especial, particularmente para aquellos que ahora sufren hambre debido a la pandemia.
Cuando todo comenzó, vi muchas formas creativas en las que los sacerdotes y el personal de las parroquias se comunicaban con los feligreses. Las redes sociales y los servicios “streaming” se volvieron útiles para garantizar que los feligreses se sintieran conectados con las celebraciones y que se estaba cuidando su vida espiritual. También he visto muchos esfuerzos de grupos religiosos y no religiosos para asegurar que las personas no pasen hambre durante la pandemia. Algunos feligreses y sacerdotes que yo conozco personalmente se han organizado para entregar bolsas de comida para aquellos cuyos ingresos diarios se han visto afectados por la pandemia. Pero incluso después de COVID-19 habrá personas que se hacen esta pregunta todos los días: ¿qué voy a hacer sin pan y con el estómago vacío? Creo que esta situación presente ha demostrado que podemos estar listos para actuar y ayudar a proveer. La Iglesia ha demostrado que durante la pandemia puede encontrar nuevas formas de satisfacer tanto las necesidades espirituales como físicas de los desprovistos.
Después de la crucifixión, cuando ella vio que no había cuerpo sino una tumba vacía, María Magdalena corrió hacia Pedro y el otro discípulo pensando lo peor: el cuerpo se ha ido para siempre y nunca lo encontrarán. Una deducción razonable cuando se ha visto la muerte de aquel que tanto amaba y toda la esperanza se ha ido. Se nos invita, durante este tiempo, a mantener la esperanza y seguir creyendo que después de la pandemia recibiremos otra vez el Cuerpo de Cristo. La reacción de María Magdalena es la reacción de alguien que anhela ver a Jesús nuevamente; una reacción que muchos de nosotros también podemos tener ahora, en un momento de hambre espiritual. Mientras algunos de nosotros compartimos con ella nuestra hambre por el Señor, no olvidemos mientras lo esperamos con esperanza, satisfacer el hambre de aquellos que carecen de pan ahora debido a COVID-19. No olvidemos nunca que “las alegrías y las esperanzas, las penas y las ansiedades de las personas de esta edad, especialmente aquellos que son pobres o de alguna manera afligidos, son las alegrías y las esperanzas, las penas y ansiedades de los seguidores de Cristo" (GS1).
Hoy, Domingo de Pascua, celebramos con toda la Iglesia y con inmensa alegría que el sepulcro no era el último capítulo de la historia. Resulta que el anuncio de Jesús se cumplió: “El Hijo del Hombre tiene que sufrir la muerte y, al tercer día, resucitar”. Y el Padre lo resucitó, porque es Dios de la vida y tiene para nosotros la mejor oferta de todas: una vida definitiva con Él, más allá de la muerte.
Hoy celebramos que nosotros, los discípulos de Jesús, también somos gente de vida, y que queremos vivir, aquí en este mundo, preparándonos para la vida definitiva. Pero, ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo vivir la resurrección? ¿Cómo prepararnos día a día para la vida definitiva?
Ensayemos algunas respuestas a esta cuestión:
En primer lugar, nos vamos preparando para la vida definitiva defendiendo que, aquí, todo el mundo (y no solo unos cuantos) puedan disfrutar de una vida plena. Es decir, de una vida digna, libre de opresión y de violencia; disfrutar de una existencia en la que todos puedan desarrollar su creatividad y buscar libremente la felicidad.
Prepararnos para la vida definitiva también implica tomarnos esta vida muy en serio. Vivir no es un juego. Podemos equivocarnos, tomar una senda errada, sin duda a veces lo haremos: pero ¡no pequemos por mediocres! Tomarse la vida en serio es tomar determinaciones, hacer apuestas, intentar llevar a cabo sueños: creer en algo, y creer en ello intensamente.
En tercer lugar, prepararnos para la vida definitiva es intentar vivir aquí los valores de allá: vivir en el día a día los valores del reino de Dios, no como un añadido a nuestras vidas, sino como su centro y eje: el valor de la bondad humilde, de la generosidad solidaria, del trabajo constante por la paz y la justicia, de la sensibilidad hacia los que sufren, de la acogida radical a la verdad que anida en los demás.
La Resurrección es, en definitiva, una invitación muy seria a que vayamos construyendo, aquí, espacios de reino de Dios: hacer de nuestras familias, de nuestro círculo de amigos, de nuestros corazones, una comarca del reino por el que Jesús vivió.
Es la única forma de vivir que vale realmente la pena. Es la vida que nos propuso el profeta de Nazaret, y la vida que su resurrección nos permite anhelar.
¡Feliz Pascua de Resurrección para todos!
En todo hay una grieta, así es como entra la luz.
Leonard Cohen (Anthem)
Desde siempre nuestra fe como creyentes y cristianos, especialmente dentro de la tradición católica, se define y entiende como un acontecimiento colectivo. La Iglesia, la comunidad, los sacramentos son indicadores de la importancia del carácter colectivo de nuestra fe. En realidad, por muy ermitaño que sea uno, los “Robinson Crusoe de la fe” no existen.
Pero sucede que normalmente por estas fechas, cuando hablamos de la resurrección, solemos despojar a la fe de su contenido social y tendemos a replegarnos a una dimensión más íntima; la resurrección parece circunscribirse a una dimensión personal, un acontecimiento individual inaugurado por Jesus. Más allá de consideraciones teológicas lo que sigue es una reflexión sobre el significado de la resurrección desde la óptica histórica y colectiva. El objetivo es sumamente humilde: ver cómo a nivel sociológico hay una asociación entre muerte y resurrección y qué significado social puede tener esta última.
La pasión de Jesús no solo fue la tortura de un hombre, no solo fue el dolor físico y psicológico indescriptible de la muerte en la cruz; el tormento de la cruz también fue un acontecimiento colectivo dramático. El velo del templo partido en dos apunta a que el evento de la cruz fue una premonición también de la destrucción del templo. El Jesús crucificado no fue una mera experiencia personal, fue una tragedia con un profundo alcance social. Y es precisamente a partir de esta debacle colectiva para los discípulos que la naciente, atemorizada y débil comunidad cristiana empieza a vivir la experiencia de la resurrección, a tomar conciencia, valor, fuerza, convicción; es ahí donde la cruz se convierte también en un acto de vida un movimiento reivindicativo. La pasión como fenómeno social es en cierta manera necesaria también para la resurrección de un pueblo o de una comunidad.
De la misma manera que en Jesús se dio este paso de la muerte a la vida, analógicamente podemos observar como a menudo actos reprobables e injustificables de dolor y de muerte, de injusticia social, llevan de una manera y otra a dar vida.
No tenemos que ir muy lejos para ver algún ejemplo: El día 14 de febrero de este año hubo una matanza (una más) en una escuela en EE. UU., que se sumó a la desgarradora estadística de muertes por armas de fuego en el país. Tamaña tragedia desencadenó un movimiento popular estudiantil para exigir cambios en la regulación de la adquisición y posesión de armas.
También recientemente el papa Francisco anunció la posible canonización del obispo Óscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Eucaristía. Su muerte significó la expansión del movimiento de liberación contra las tiranías políticas y militares especialmente en Suramérica, pero también en otros lugares pobres del mundo.
Si hacemos un salto para atrás en el tiempo, en 1955 era asesinado en el estado de Mississippi, de forma cruel y macabra, el joven Emmeret Till, de 14 años. A partir de este crimen motivado por el racismo, el colectivo afroamericano se empezó a movilizar en lucha por sus derechos civiles en EE. UU.
Solo cinco años después, en la República Dominicana las hermanas Mirabal, tres mujeres especialmente críticas con el gobierno de Trujillo, eran asesinadas por orden del dictador: era el 25 de noviembre de 1960. En honor a ellas se escogió esa fecha para celebra el día internacional de la no violencia contra la mujer y se empezó a fraguar a nivel social una toma de conciencia sobre el maltrato machista que hoy, décadas más tarde, es una reivindicación básica de las mujeres.
Podríamos añadir más nombres de personas que han propiciado una resurrección colectiva a través de su propia pasión y sacrificio, como Mahatma Gandhi, o como Harvey Milk (asesinado en 1978 por su activismo político a favor de los derechos de los homosexuales en San Francisco). Y estos son solo algunos de los casos conocidos. Hay muchas pasiones anónimas, solo experimentadas a nivel local, a nivel grupal, o incluso familiar, pero que en todo caso llevan a la movilización de ese grupo en particular.
La pasión, al nivel que sea, hace tomar conciencia a una población o una comunidad. Es una sacudida que despierta (resucita) conciencias dormidas y que amenaza a la apatía, que nos saca de nuestra zona de confort, y nos impulsa a la acción ya sea política o social. No es necesariamente una revolución. El ser colectivo se mueve despacio, casi por generaciones, pero la mecha, el acicate, el estímulo inicial es casi siempre traumático (una pasión).
Todas las pasiones, como la del propio Jesús, revelan de forma dramática las grietas de una estructura social que a menudo es fuerte con los débiles pero acomodada con los fuertes. A través de estas pasiones nace la posibilidad de despertar a una nueva resurrección, un movimiento de luz, de esperanza y de cambio. La resurrección de Jesús es una invitación permanente a todos, a transformar, la injusticia social y la intolerancia en esperanza vida e integración social.
Si al inicio de la Cuaresma reflexionábamos sobre la contingencia de la existencia, sobre aquel “eres polvo y al polvo volverás” y sobre los beneficios de tomar consciencia de nuestra finitud, hoy, en la gran fiesta de la Pascua, buscamos el camino de la Resurrección.
La Resurrección es vida nueva, creación nueva, renacimiento, transformación; es alegría, gozo, paz interior, felicidad profunda.
Quizá no buscamos estas metas a través de un camino derecho, lineal, sino de forma cíclica, transportados por el oleaje de la vida. Avanzamos paso a paso, no sin traspiés y retrocesos, quizás dando unos cuantos rodeos, como siguiendo una lenta espiral, pero lo hacemos abrazados a la cruz. Esa cruz personal, esas limitaciones de las que somos conscientes, esos egoísmos encubiertos, esas envidias y perezas que traicionan nuestros elevados fines; hay que cargar esas cruces, no hay remedio, como dice el evangelio; tomar la cruz y no mirar atrás, pero una clave de las cruces es la aceptación, el abrazo, la acogida de todo aquello que se nos hace difícil de esas cargas pesadas. Aceptar lo ridículos que podemos llegar a ser, aceptar los engaños en los que nos enredamos como araña en su tela, aceptar la enfermedad que nos revela más humanos y frágiles, aceptar la dependencia de los demás para tantas y tantas cosas… y aceptar y acoger la imperfección del mundo, de la humanidad libre que Dios creó, con todas sus miserias y sus vanidades, capaz de las cosas más bellas y de las mayores atrocidades.
Una vez aceptado todo esto, una vez abrazadas todas las cruces, con la fuerza de Dios, con su gracia, le echamos una mano al Padre en su trabajo, como sus hijos que somos queridos, como sus manos, sus pies y sus ojos. Allá donde podemos hacernos más cercanos a su hijo Jesús en nuestras actitudes, en nuestra ternura, en nuestra aceptación indiscriminada de los demás… allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús en su lucha contra la injusticia, contra los mercaderes del templo, contra la hipocresía de los fariseos, contra la indiferencia del levita y el sacerdote hacia el caído... allá donde podemos hacernos más cercanos a Jesús que ora en el huerto, pidiendo la voluntad de Dios y no la nuestra...
Es ahí donde descubrimos el gozo de la Resurrección, donde reemprendemos el vuelo, donde nace la esperanza, donde reina la solidaridad; es ahí donde crece la alegría profunda, donde se acaba el miedo y renace el amor ¡Es ahí donde vivimos la fiesta de la Resurrección!