La celebración de hoy, Domingo de Ramos, tiene un carácter paradójico. Para dar inicio a la Semana Santa nos reunimos en un espacio abierto, fuera de la iglesia, y bendecimos palmas y ramos recordando la muchedumbre que recibió a Jesús cuando él decidió entrar en Jerusalén montado en un burrito. Es un momento festivo. Y, sin embargo, hay algo turbio y oscuro en estas palmas, en estos ramos: identifican a la multitud que, si bien aquel día acogió al profeta de Nazaret con entusiasmo, pocos días después contribuyó a su perdición, al dejarse manipular por las autoridades para que pidiera a gritos la condena de Jesús (como nos recuerda hoy mismo, durante la Eucaristía, la lectura de la Pasión).
El Domingo de Ramos pone sobre la mesa, por lo tanto, una cuestión muy seria: que la adhesión al proyecto y a la persona de Jesús siempre serán, al final, opciones profundamente personales. No se puede ser cristiano por ósmosis, porque lo es la persona que tengo al lado, o porque nací en una sociedad donde lo habitual era serlo. Formar parte de una muchedumbre que aclama al Señor no garantiza en absoluto que yo haya asimilado, realmente, lo que significa el evangelio. Cantar cantos de alabanza a Jesús en un estadio repleto de gente donde se está celebrando una misa multitudinaria tampoco. Pueden ser experiencias estimulantes y hermosas, pero no pueden reemplazar, jamás, una vivencia mucho más personal y comprometida de la fe.
De hecho, algo que subraya precisamente la fiesta del Domingo de Ramos es el peligro que implican las muchedumbres, que es el peligro de dejar de pensar por uno mismo y de dejarse arrastrar por el sentir de una mayoría enfervorecida, ya sea a favor o en contra de algo, o de alguien. Aldous Huxley, el famoso autor de Un mundo feliz, meditó a lo largo de toda su obra sobre estos asuntos. En Los demonios de Loudun (un libro suyo menos conocido, pero no menos extraordinario) afirma: «Formar parte de una multitud es el mejor antídoto que existe en contra del pensamiento independiente».
Hoy bendecimos palmas y las agitamos al aire aclamando a Jesús. Pero es bueno recordar que en ellas no todo es fiesta y jolgorio. En ellas también hay preguntas. De haber estado yo en Jerusalén aquellos días, ¿qué hubiese hecho cuando, después de aclamar al Mesías, lo viera preso en manos de las autoridades? ¿Hubiese sumado mi voz a los que pedían su muerte? ¿O hubiese intercedido por él, como la mujer de Pilato, o le habría ayudado a llevar la cruz, como Simón de Cirene? ¿Sigo a Jesús como parte de una muchedumbre (volátil, de opinión cambiante) o como resultado de un convencimiento propio, madurado y meditado en mi interior?