Uno de los «lemas» del Adviento, una de las frases que captura el sentido de este tiempo que iniciamos el pasado domingo, es «Ven, Señor Jesús», sacada del final del libro del Apocalipsis (Ap 22, 20). Es, podríamos decir, una de las oraciones más propias del Adviento.
Y, sin embargo, es importante asegurarnos de que entendemos correctamente estas palabras. Porque no son un ruego, ni un reclamo que nosotros le hacemos a Jesús para que venga, como si él, por algún motivo, se resistiera y nosotros tuviésemos que convencerlo de que quisiera venir.
«Ven, Señor Jesús» es, en realidad, un ruego dirigido a nosotros mismos: una oración en la que pedimos que de verdad nosotros queramos abrirle las puertas de nuestras vidas y quitar todos los obstáculos que a veces ponemos en medio el camino, barrándole el paso. Obstáculos que ponemos porque, en realidad, nos asusta su venida.
¿Y por qué, deberíamos preguntarnos entonces, nos asusta que Jesús realmente llegue? ¿Por qué ponemos resistencias a la venida de Jesús (por mucho que de palabra vayamos repitiendo «Ven, ven…»)?
Una posible respuesta es que sabemos, o intuimos, que de un modo u otro Jesús siempre viene a desinstalarnos. Llega a darnos un empujoncito, a instarnos a ir más allá en nuestra generosidad, a salir de las rutinas que nos adormecen la conciencia, a realizar un éxodo, fuera de los territorios que ya conocemos y de nuestras comodidades, hacia la vida más arriesgada del Evangelio. Por eso en el fondo, tal vez inconscientemente, tememos la venida de Jesús.
Sería bueno identificar las actitudes que tienden a instalarnos. Revisarlas, comprender que nos empobrecen y rechazarlas. Para, entonces, poder decir a pleno pulmón y con toda sinceridad, en este Adviento y siempre: «¡VEN, SEÑOR JESÚS!»
Isaías es, en cierto modo, el profeta del Adviento. Sus textos (que, a pesar de haber sido escritos hace veintiocho siglos, tienen la capacidad de conmovernos como si hubiesen sido redactados ayer) están especialmente presentes en las eucaristías de este tiempo de preparación para la Navidad. Es lógico: mientras nos disponemos a celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz en el pesebre de Belén, leemos al poeta de Israel que con más ahínco soñó con la paz. Algunas de sus páginas e imágenes más inmortales y conocidas son, en efecto, bellísimos cantos en contra de la guerra y a favor de la no-violencia: «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4) (1). O este pasaje, justamente famoso, que no por ser tan conocido deja de asombrarnos: «El lobo convivirá con el cordero; el leopardo se acostará junto al cabrito; el novillo y el león engordarán juntos, y un chiquillo los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se tumbarán juntas; y el león comerá paja como buey. El niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la cueva de la serpiente. Nadie hará mal ni daño alguno en ninguna parte de mi santo monte, porque la tierra estará saturada del conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar» (Is 11,6-9).
En este Adviento de 2023, el sueño de paz de Isaías parece muy lejano, incluso más lejano e inalcanzable que hace unos años. El mundo, nos dicen los analistas, se está volviendo un lugar más violento, si lo comparamos con el escenario que teníamos apenas a inicios de siglo. Aparte de decenas de enfrentamientos menores (que, no por ser menores dejan de provocar innumerables víctimas), hay conflictos armados a gran escala en Burkina Faso, en Somalia, en el Sudán, en Yemen, en Myanmar, en Nigeria y en Siria… aparte, obviamente, de la guerra de Ucrania, en el corazón de Europa (que en febrero de 2024 cumplirá dos años, con cientos de miles de militares y más de 10.000 civiles fallecidos hasta la fecha) y la guerra entre Israel y Hamás, que ya acumula cerca de 20.000 víctimas mortales. La Franja de Gaza, paradójicamente, está situada a menos de cien quilómetros de Belén, el lugar del nacimiento del Príncipe de la Paz.
¿Qué hacer, ante este panorama? ¿Olvidarnos para siempre de Isaías y sus sueños? ¿Rendirnos a la convicción de que la humanidad jamás podrá erradicar la guerra? ¿Comprender que mientras haya inmensos intereses económicos pendientes de la industria armamentística, jamás se forjarán arados de las espaldas? Es una postura tentadora. Los hechos parecen respaldarla.
La alternativa es, por supuesto, reivindicar el sueño pacifista de Isaías como un camino mejor. Afirmar que, ante esta especie de regreso a la guerra que estamos experimentando, Isaías, así como el Evangelio de Jesús (quien afirmará que son dichosos los que trabajan por la paz) son más necesarios que nunca. La alternativa es trabajar desde la posición de cada uno para que estas guerras de hoy sean los últimos coletazos de una humanidad antigua, que algún día desaparecerá, para dar paso a una humanidad nueva, apegada a la paz, fiel a la visión de Isaías, y a la de Jesús.
Cada uno de nosotros, desde nuestras actitudes cotidianas, optando a diario por modos no violentos de dirimir los pequeños conflictos en que nos hallemos inmersos, apostando por el diálogo y promoviendo la justicia, podemos trabajar para que esta humanidad nueva no sea una quimera. En Adviento, en este Adviento, no estaría nada mal que pudiésemos redoblar nuestra apuesta por la paz. Al final, no lo dudemos, Isaías tendrá razón.
(1) Esta frase, como es bien sabido, está esculpida en un muro en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.
Jóvenes de la parroquia La Resurrección, de Bogotá, sembrando un árbol cerca de su iglesia
Las lecturas de los domingos de Adviento, en especial las del profeta Isaías, subrayan la importancia que tiene soñar. Nos recuerdan que la capacidad de imaginar un futuro mejor, un mañana en el que los problemas de hoy se hayan dejado atrás, es esencial. Isaías sueña, y sueña a lo grande; sueña sin límites. Sueña que, un día, de las espadas se forjarán arados y de las lanzas, podaderas, y que ya nadie se adiestrará para la guerra. Sueña un mundo sin violencia en el que los fuertes ya no destruirán a los débiles, en el que lobo y cordero, leopardo y cabrito, león y ternero habitarán juntos sin agredirse. Sueña en un desierto florecido, en que los ciegos recuperarán la vista, los sordos oirán y los cojos saltarán como ciervos. Alguien, sin duda, podría tildar a Isaías de ingenuo, de loco, de iluso, y reprocharle que vive en un mundo irreal. Él, seguramente, respondería que los verdaderos locos son los que no sueñan. Y que siempre es mejor excederse en la esperanza que encerrarse en la resignación de quien asume que los problemas del presente no tienen solución.
Los profetas sueñan. Jesús también sueña: en su caso, en un reino de fraternidad y justicia (el reino de Dios es el gran sueño de Jesús), un reino de personas libres, de hombres y mujeres nuevos, en el que hasta el más pequeño será más grande que Juan el Bautista («el más grande de los nacidos de mujer»).
El tiempo de Adviento nos recuerda que, si no nos quedan sueños, no nos queda nada.
Y es bueno recordar que todo (es decir, todo lo bueno) empieza con un sueño. Una familia, un amor, un proyecto, una comunidad… todo empieza con alguien cultivando una idea (que en el momento tal vez parezca una locura) y diciéndose que vale la pena trabajar por hacerla relaidad. «La lucha es larga. Empecemos ya», decía Camilo Torres. Y empezar es empezar a soñar. Mil y una cosas buenas que hoy damos por sentadas y consideramos muy normales, un día no lo eran. Más aún, para la mayoría se trataba de quimeras. Hoy son una realidad porque alguien se atrevió a soñarlas, se atrevió a pensar que eran posibles. Alguien, un día, imaginó un mundo sin esclavos. O un mundo sin dictadores, en el que cada cuatro años los pueblos votaran a sus gobernantes. Alguien soñó un mundo en el que las mujeres tuviesen los mismos derechos que los hombres. Un mundo donde los obreros tuviesen una jornada laboral humana y un salario digno. Un mundo en el que ya no importara el color de nuestra piel.
Todavía queda mucho camino por recorrer («la lucha es larga…»), pero que millones de personas vivan hoy en países sin esclavitud, democráticos, en los que mujeres y trabajadores pueden reclamar sus derechos y en los que se condene el racismo se debe a que alguien, un día, soñó con estos logros.
Adviento es un tiempo para que quienes dejaron de soñar vuelvan a hacerlo, y un tiempo para que nos podamos plantear qué desiertos, en nuestras vidas, deben reverdecer.
Uno de los mensajes de este tiempo de preparación para la Navidad es, sin duda, que no tengamos miedo a soñar en un futuro mejor. Y si entonces alguien nos tilda de ilusos o soñadores, en el sentido negativo que a veces damos al término, recordemos que, realmente, el único necio es quien que ha dejado de soñar.
No hay Navidad sin Adviento.
Pero puede haber Adviento sin Navidad.
El Adviento es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos la Navidad
Juan el Bautista es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos a Jesús.
María es necesaria, pero no suficiente.
Necesitamos a su hijo.
El arrepentimiento es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos esperanza.
Las oraciones son necesarias, pero no son suficientes.
Necesitamos compromiso.
El Amor de Dios es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos al prójimo.
El amor es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos obras.
La vida es necesaria pero no suficiente.
Necesitamos dignidad.
La unidad es necesaria, pero no suficiente.
Necesitamos solidaridad.
La paz es necesaria, pero no suficiente.
Necesitamos justicia.
La tolerancia es necesaria pero no suficiente.
Necesitamos la integración.
La ley es necesaria pero no suficiente.
Necesitamos misericordia.
Las palabras son necesarias, pero no suficientes.
Necesitamos acción.
El respeto es necesario, pero no suficiente.
Necesitamos delicadeza.
La familia es necesaria pero no es suficiente.
Necesitamos la comunidad.
El Adviento es necesario, pero necesitamos la Navidad.
Pablo Cirujeda, desde la Ciudad de México, nos ofrece un pequeño resumen de las lecturas de los cuatro domingos del tiempo de Adviento, que acabamos de iniciar. Profundicemos en el mensaje de los próximos domingos, para irnos preparando para celebrar el nacimiento de Jesús.
Con el primero domingo de Adviento iniciamos el tiempo propio de la Esperanza en la venida definitiva de Dios, quien tiene la última palabra en la Historia. Una virtud, la Esperanza, que no es estar o vivir “a la espera”, de quien espera a ver qué ocurre, sino de una espera vigilante y activa de quien construye el futuro deseado por Dios.
El Adviento es también un tiempo de búsqueda: la búsqueda del Dios pequeño, humano, sencillo, quien está entre nosotros, pero a quien a duras penas reconocemos. Y una búsqueda para llegar a entender el lenguaje de Dios, tan diferente del nuestro.
En el primer domingo de Adviento (ciclo B) se anuncia la razón de nuestra Esperanza: Dios es Fiel (1Cor.). La confianza en que Dios cumple su promesa y “rasga los cielos” para hacerse presente en la historia del ser humano (Isaías) es la razón de nuestra vigilancia, pues él es “nuestro padre, nosotros el barro y tú el alfarero, somos hechura de sus manos” (Isaías). Esta convicción nos mantiene alertas y esperanzados, en vigilancia permanente para descubrir al Dios-con-nosotros en nuestros hermanos y en nuestro entorno, seguros de que va a cumplir sus promesas.
En el segundo domingo de Adviento se desarrolla el contenido de la Esperanza: los cristianos esperan en modo activo, con “santidad y entrega” (2ª Carta de Pedro), preparando el camino del Señor, construyéndole una calzada (Isaías) para salvar los obstáculos que nos separan de su presencia (valles y colinas). El reto es saber esperar sin descanso, creando las condiciones necesarias para el encuentro que está por suceder. La convicción de que Dios llegará a su debido tiempo obliga a una vida de compromiso y de trabajo apostólico, poniendo las bases ahora para el reinado de Dios que está por cumplirse.
Pasando al tercer domingo de Adviento, el foco se centra ahora en el fruto de la Esperanza: la Alegría. No se trata de una emoción primaria, ni de un sentimiento, sino de una Virtud de vida cristiana. “Vivan siempre alegres, den gracias en toda ocasión” (Carta a los Tesalonicenses), es una llamada a practicar la alegría en medio de las adversidades de la vida, y de las circunstancias cambiantes que hay que afrontar. La alegría es contagiosa y da testimonio de la esperanza cristiana, y se adquiere solamente a base a practicarla.
Finalmente, el cuarto domingo de Adviento del ciclo B se centra en la frase “El Señor está contigo”, mencionada por el profeta Natán, y de nuevo por Gabriel a María. Dios-con-nosotros es el contenido de la Navidad, pero también de cualquier camino de vida cristiana: llegar a la realización plena de la presencia de Dios en cada ser humano (“Te buscaba fuera de mí, y estabas dentro de mí”, de San Agustín; “Quien a Dios tiene, nada le falta”, de Santa Teresa). El anuncio del ángel está dirigido a toda la comunidad creyente, y a cada bautizado: “Alégrate, el Señor está contigo”. Dios puede realizar su voluntad en cada uno de nosotros si le damos oportunidad, poniendo nuestra voluntad en un segundo lugar. “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” es la respuesta de la Iglesia creyente, a partir de la cual Dios se puede volver a encarnar, una y mil veces, a lo largo de la historia.
¡Feliz tiempo de Adviento!
Estamos empezando el tiempo de Adviento, esas semanas de preparación para la Navidad que, todos los años, constituyen una invitación a que allanemos el camino al Señor. Es decir, a que nos preguntemos qué hacemos y qué actitudes adoptamos para facilitar que el evangelio de Jesús sea una realidad viva y central en nuestras vidas. Tal fue el mensaje de Juan el Bautista, uno de los dos personajes principales (junto con María) del Adviento: la voz que, en el desierto, dijo a los que iban a escucharle (citando a Isaías): «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale» (Lucas 3, 4-5).
Hay algo singular en el hecho de que Juan predicase en el desierto. Si tenía un mensaje importante a comunicar, si lo que buscaba era que el mayor número posible de gente lo oyera, ¿por qué se fue al desierto? ¿No hubiese sido más lógico ir a la ciudad y plantarse en la explanada del templo de Jerusalén o en una de sus plazas más bulliciosas? Podríamos bromear e interrogarnos si acaso Juan no tuvo un buen asesor de imagen ni un buen director de campaña: quiso llegar a la gente… ¡y se fue al desierto, donde no había nadie!
Por supuesto que hay en todo eso algo más serio que la falta de una buena estrategia de publicidad: en el lenguaje densamente simbólico de los evangelistas, el desierto en el que Juan predica es más que un lugar geográfico. Es un símbolo, y un símbolo que hay que entender a partir de otro símbolo: la ciudad.
La ciudad representa la sociedad, con sus virtudes, pero también con sus flagrantes injusticias: la ciudad es, en efecto, (entonces, como hoy) el lugar donde las desigualdades sociales se hacen más patentes, donde los muy ricos viven a tocar de los muy pobres. En el campo, todo el mundo vive más o menos con lo mismo. Es en la ciudad donde algunos habitan en palacios y disfrutan de los lujos más sofisticados mientras que otros mendigan un mendrugo en la misma puerta de las mansiones de los ricos (recordemos a Lázaro, agonizando en el umbral de la casa de aquel potentado que cada día banqueteaba espléndidamente).
El desierto donde Juan predica simboliza, precisamente, el rechazo a la ciudad. Y, así, el lugar de la predicación se convierte en parte esencial del mensaje del Bautista: para convertirse, para preparar de verdad los caminos del Señor, lo primero que hay que hacer es abandonar la ciudad, alejarse de las dinámicas que hacen posible la desigualdad, distanciarse de la mentalidad que impera en ella. Yéndose al desierto, Juan escenifica el contenido de la conversión que propone.
Cuando llega el Adviento y contemplamos la figura de Juan el Bautista, a menudo pensamos que ir con él al desierto significa aminorar el ritmo de nuestra actividad, evitar distracciones y buscar momentos de silencio para meditar; y que, haciendo todo eso, prepararemos los caminos del Señor. Así es, sin duda. Pero no deberíamos ignorar el sentido complementario que también tiene el hecho de salir al desierto: es rechazar la injusticia, es alejarnos de toda mentalidad que la fomenta y es buscar, en la intemperie, un espacio que no esté intoxicado por los esquemas egoístas que crean desigualdad.
Instalados en medio de la ciudad y de sus comodidades será muy difícil que preparemos los caminos del Señor: no solo porque la ciudad está llena de distracciones. También, sobre todo, porque vivir acríticamente en medio de la ciudad, sin reparar en las injusticias que la sustentan, nos impedirá tener la sensibilidad que debería caracterizar a los que queremos seguir a Jesús.
Hoy empieza, en el calendario litúrgico de la Iglesia, el Adviento: cuatro semanas que se suelen describir como un tiempo de espera, un tiempo durante el cual aguardamos y nos preparamos para la fiesta del nacimiento de Jesús.
Alguien podría preguntar: ¿Y es necesario el Adviento? Si lo importante es lo que viene después, es decir, la Navidad, ¿no nos podríamos ahorrar el preámbulo? En estas líneas quisiéramos subrayar que el Adviento, ese tiempo litúrgico “menor” (que tal vez no tiene la entidad del tiempo navideño que le sigue, de la Cuaresma o de la Pascua), esconde una invitación especialmente pertinente para hoy, que haríamos bien en atender: el Adviento señala la importancia de saber esperar, y no sería un disparate afirmar que actualmente estamos perdiendo la capacidad de hacer tal cosa, de hacerlo bien, y con ello estamos desaprovechando los beneficios que conlleva la espera.
No sabemos esperar: lo queremos todo para ahora mismo; vivimos en un mundo que ha hecho de la inmediatez un valor indiscutible, y de la espera, por lo tanto, una molestia a eliminar. Hacemos la compra desde nuestra casa, por internet, para no tener que esperar que nos atiendan en el mostrador de un comercio; vemos películas bajadas de una plataforma digital, en nuestra sala de estar, para no tener que hacer colas en un cine, esperar que todo el mundo esté sentado, que llegue la hora en punto y que terminen los tráileres; leemos las noticias en nuestros teléfonos porque nos irrita esperar que los periódicos lleguen a nuestro quiosco o que sea la hora del noticiero televisivo; para no perder tiempo aguardando a que la comida se guise llamamos a un servicio a domicilio, que en el menor tiempo posible aparece en nuestra puerta con la pizza o un plato preparado, caliente y listo para ser engullido. Las llamadas “salas de espera” (del médico, del abogado, de una oficina gubernamental) son para mucha gente una reliquia del pasado, y cuando no pueden evitarse las soportamos como si fueran auténticas salas de tortura, un suplicio para nuestra fobia a lo que llamamos “los tiempos muertos”: no le hallamos ningún valor al hecho de esperar.
Y, sin embargo, hay algo poco natural en nuestra pretensión de acelerar la obtención de los resultados que anhelamos, porque muchas de las cosas esenciales de la vida siguen requiriendo, nos guste o no, que sepamos esperar: la gestación de un bebé en el vientre de su madre dura nueve meses; la maduración de un fruto en la rama del árbol demora semanas; tejer una amistad puede requerir años; igual que estudiar una carrera, que aprender a dominar el arte de tocar un instrumento o que saberse expresar en un nuevo idioma. Saborear un buen libro puede requerir muchas horas de lenta inmersión en sus páginas; hay poetas que han pasado décadas retocando y rehaciendo una misma poesía; Miguel Ángel tardó más de cuatro años en pintar la capilla Sixtina; Tolstoi cinco en escribir Guerra y Paz; la construcción del Taj Mahal duró 22 años; hace 136 que empezó la de la Sagrada Familia, y aún está inacabada.
Es muy posible que el culto moderno a la inmediatez nos esté convirtiendo en personas más eficientes (hacemos más cosas en menos tiempo) pero más toscas, porque hacer las cosas bien requiere paciencia, esmero, descubrir los ritmos pausados de la naturaleza… y sí, saber esperar, y aún más, saborear la espera como aquello que nos hará disfrutar y valorar la obtención de lo que con paciencia hayamos esperado. En efecto: el gran peligro de obtenerlo todo (¡o casi todo!) en un segundo, oprimiendo una tecla de nuestro teléfono u ordenador, es que podemos perder la capacidad de distinguir entre el arte y la basura, la verdad y la mentira, lo profundo y lo superficial, un amor auténtico y una amistad pasajera. La basura, la mentira, lo superficial y las amistades pasajeras se pueden producir en un instante, sin esfuerzo; en cambio, el arte, la verdad, lo profundo y el amor auténtico cuestan, necesitan tiempo para irse gestando, como el cuerpo de un niño en la entraña de su madre, como un árbol que tarda décadas en crecer, como una obra maestra, como la confianza, como la sinceridad.
El Adviento, en definitiva, nos lanza una advertencia: «No desprecies el arte de esperar». Es una advertencia imprescindible, y por eso necesitamos (¡y mucho!) este tiempo que hoy empezamos.
Un año más, emprendemos de nuevo el camino del Adviento, un camino de esperanza, pero sobre todo de alegría contenida por la fiesta que está por llegar. A diferencia de la Cuaresma, el Adviento no es un tiempo de penitencia, sino de preparación para el primer gran evento que celebra la Iglesia en su calendario anual de celebraciones: la fiesta de la cercanía de Dios, quien se abaja para abrazar la condición humana en la historia, ofrecerle su solidaridad, y elevarla a su misma dignidad.
Como haríamos ante cualquier otro gran acontecimiento en nuestras vidas, no podemos sentarnos y simplemente esperar, cruzados de brazos, a ver qué va a ocurrir. El Adviento es un tiempo de preparación activa, que exige nuestro compromiso y requiere de nosotros despejar cualquier obstáculo para que la fiesta pueda celebrarse en las mejores condiciones posibles. Escucharemos estos días a los profetas hablar de la necesidad de “rellenar los valles y abajar las colinas” y así preparar los caminos al Señor.
“El que espera, desespera” es la lógica del mundo, de quien se limita a recibir, resignado, lo que la vida le pueda ofrecer, pero sin implicarse en los acontecimientos que suceden a su alrededor. En cambio, la esperanza cristiana se traduce en salir a transformar el mundo para que el advenimiento de Dios nos encuentre preparados y despiertos, anhelantes de un mundo mejor.
La Comunidad de San Pablo, aun siendo pequeña, se suma a la labor que realiza la Iglesia en todo el mundo, transformando como la levadura en la masa el entorno social e incluso económico, incidiendo en los campos del desarrollo, la educación, la salud, los derechos humanos y la dignidad de las personas, especialmente de los que sufren pobreza y exclusión, para ir despejando, uno a uno, los obstáculos que nos separan del proyecto de Dios para la humanidad.
Con la alegría y la fuerza renovados de quienes sabemos que un futuro mejor está por llegar, nos proponemos seguir trabajando para derribar muros, construir puentes y sanar heridas en un mundo todavía lleno de divisiones, y a invitar a todos nuestros lectores y amigos a sumarse a este proyecto de Adviento, en el que no nos resignarnos a aceptar, sin más, los “valles y las colinas” de la historia que nos rodean.
Martí Colom
Ya estamos en Adviento: hoy, en efecto, celebramos el primer domingo de los cuatro que nos llevarán a las puertas de Navidad. Y empezamos con una lectura del evangelio de Mateo que constituye todo un programa para estas próximas semanas (y en verdad también para el resto del año): «Manteneos despiertos, pues no sabéis qué día va a llegar vuestro Señor», nos dice Jesús. E insiste: «Estad preparados, que cuando menos lo penséis llegará el Hijo del hombre» (Mt 24,42 y 44).
Es un consejo pertinente: sorprende, si nos paramos a pensar en ello, la cantidad de veces que no estamos despiertos sino dormidos, perdidos en nuestros mundos interiores, a ratos preocupados por pequeñeces, a ratos distraídos con asuntos intrascendentes. Y asombra caer en la cuenta de las muchas ocasiones en que no estamos preparados para descubrir la presencia de Dios entre nosotros. No estamos preparados, por ejemplo, para ver el rostro amable de Jesús en personas que nos desagradan; no estamos preparados para oír su voz en la voz de nuestros adversarios; no estamos preparados para captar su mirada en la mirada de un enfermo que necesita nuestra compañía; no estamos preparados para escucharle en las quejas de los más vulnerables de nuestro entorno; no estamos preparados para tocar sus heridas en las heridas de tanta gente a la que la injusticia social o el desprecio de los más fuertes arrincona; no estamos preparados para presentir su sombra en la fragilidad de aquellos que sólo piden la oportunidad de crecer sin violencia; no estamos preparados para atender su llamada a actuar, a defender la paz, a defender la ternura, a defender la necesidad de dialogar, que nos llega a diario a través de los acontecimientos —tantas veces preocupantes— que sacuden el mundo. No estamos preparados para entender que cada conflicto es una oportunidad para dar testimonio de nuestra esperanza, de nuestra fe en los demás y en el evangelio. No siempre estamos preparados para comprender que cuanto más resurjan en nuestras sociedades los demonios del racismo, de la exclusión a los que opinan de otra manera, o piensan de otra manera, o aman de otra manera, o rezan de otra manera, más crece la necesidad de una palabra evangélica valiente, incluyente, comprensiva, audaz en su ternura. No, con demasiada frecuencia no estamos preparados, y es por eso que necesitamos oír con toda su fuerza el anuncio de hoy: «Manteneos despiertos; estad preparados».
Adviento es una sacudida, una invitación a levantar los ojos, a permanecer atentos a esta presencia de Dios en el mundo. Presencia que es, a la vez, consuelo y llamada: nos transmite paz y al mismo tiempo nos invita a comprometernos con la realidad que nos rodea, con los problemas de los demás y con la tarea impostergable de preparar un mundo más justo y vivible para todos los niños que siguen naciendo, indefensos y frágiles, en los establos olvidados de la tierra.
Martí Colom
Hoy iniciamos el Adviento, y una mirada a las lecturas de este primer domingo nos puede ayudar a enfocar y a vivir de manera fructífera el tiempo de preparación para la Navidad que ahora empezamos.
Tenemos, por un lado, la voz optimista y confiada de Jeremías: «Mirad que llegan los días en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel… en aquellos días suscitaré a David un vástago que hará justicia… en aquellos días se salvará Judá y en Jerusalén vivirán tranquilos». Por otro lado Jesús también asegura, en consonancia con el profeta, que «se acerca vuestra liberación», pero su mensaje es más matizado, pues antepone a esta promesa final una advertencia inquietante, de resonancias apocalípticas: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes… los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo». Jesús, más realista y sobrio que Jeremías, quiere ser quizá más honrado con aquellos que le escuchamos, y nos dice: “sí llegará la paz, y es cierto que los que buscan la justicia no quedarán defraudados… pero ¡ojo!, primero habrá pruebas, conflictos, angustia y sufrimiento”. El Adviento no es, en otras palabras, un tiempo de baja intensidad, huérfano de preocupaciones, durante el cual lo único que se nos pide es que decoremos nuestros hogares con pesebres, árboles y ornamentos navideños mientras esperamos la noche del 24 de diciembre al son de villancicos, pretendiendo que vivimos en un mundo sin dolor. El nacimiento ya próximo del Príncipe de la Paz no significa la desaparición mágica de toda violencia. El niño, de hecho, nace cada año en un mundo herido por ella.
Quizá en este 2015 la verdad que encierran las palabras de Jesús sea para muchos especialmente obvia. Más de uno habrá escuchado la descripción de “la angustia de las gentes”, de los “hombres sin aliento por el miedo y la ansiedad” y se habrá dicho: está hablando de nosotros. El terrorismo brutal en París, Beirut y Egipto de las últimas semanas, las guerras que en vez de cesar se multiplican por doquier, las imágenes espeluznantes de colas interminables de refugiados cruzando los caminos de Europa, las frágiles embarcaciones que alcanzan a diario las costas griegas, italianas o españolas cargadas de inmigrantes, la intolerancia creciente con la que algunos responden al dolor de los que llegan… todo ello parece confirmar, con creces, el dramatismo del Evangelio de este domingo. Y sin embargo no podemos olvidar que al final Jesús coincide con Jeremías y anuncia sin ambigüedades la victoria de la paz y una aurora de libertad.
Lo que queríamos subrayar con estas líneas, por lo tanto, es que la vivencia profunda del Adviento requiere que escuchemos el mensaje completoque hoy Lucas pone en boca del Señor: y que en consecuencia huyamos tanto de la ilusión estéril de pensar que habitamos en un jardín sin conflictos como de la desesperanza (igualmente infecunda, y errada) de creer que las calamidades tendrán la última palabra.
Tan importante es que los que podrían entender este tiempo como una invitación a inhibirse y a pretender que el mundo es un paraíso escuchen con atención la advertencia de Jesús, y abran los ojos al dolor ajeno, como que los que podrían prestar oídos solamente al anuncio de tragedias oigan también la conclusión del pasaje: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación», y trabajen por un mañana mejor, con confianza y optimismo.
Nuestro tiempo no es muy distinto de las épocas que nos precedieron: como sucede ahora, toda edad tuvo aquellos que creyeron que su mundo era la culminación de la historia humana, que habían alcanzado la cima y habían logrado la sociedad perfecta. Y se engañaban, pues sólo podían mantener dicha ficción a base de ignorar el dolor de sus hermanos. También hubo siempre aquellos para quienes, en cambio, sus tragedias superaban las de cualquier momento anterior, los que aseguraban que su horror era nuevo, más cruel o insalvable que el de sus abuelos, señal irrefutable de que la victoria definitiva del mal ya era un hecho. También ellos se engañaban: primero, porque su dolor no era más feroz que el de sus ancestros (la violencia siempre es desgarradora, suceda hoy o hace mil años, y ocurra en las calles de Francia o en las de Mosul); y segundo, y sobre todo, porque al final Jeremías y Jesús tendrán razón, y el Adviento es espera de aquel que, en efecto, un día traerá la paz.
¿Cómo vivir este Adviento? Rechazando tanto la ceguera del ingenuo como la del pesimista. Esta es la tarea de quien quiera escuchar, sin miedo y con confianza, las palabras de Jesús.