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Martes 30 Julio 2019
 


Para nadie es un secreto que en los últimos tiempos la polarización se ha ido erigiendo como un rasgo típico de nuestra sociedad, por lo menos en Occidente. Los extremos ideológicos y políticos han ido cobrando fuerza, tanto en Europa como en los EE.UU. y en diversos países latinoamericanos, en detrimento de posiciones más centristas (y, tal vez, más centradas). Seguramente nos encontramos ante un proceso que se alimenta a sí mismo: el surgimiento de movimientos de extrema derecha asusta a la izquierda, que reacciona movilizándose y radicalizándose, y lo mismo ocurre en el sentido inverso. Entramos, así, en una dinámica donde, por expresarlo de un modo conciso, tu radicalidad alimenta la mía. En los EE.UU. Trump alienta el surgimiento de una Alexandria Ocasio-Cortez, y a la vez el discurso de Ocasio-Cortez convence a los partidarios de Trump de que su líder es más necesario que nunca. O en términos españoles: el independentismo catalán da alas a la extrema derecha españolista de VOX, y a su vez la aparición y despegue de VOX ayuda, seguramente, a que crezca el número de independentistas en Catalunya. O en términos colombianos: la presencia de los antiguos guerrilleros de las FARC en el congreso de la República alienta el uribismo más intransigente, y la fuerza del uribismo sirve de argumento para que los miembros del partido FARC se reafirmen en sus posturas. La lista de ejemplos podría seguir. Tu radicalidad alimenta la mía.
 
Aquí no se trata de dirimir si las propuestas de un extremo son mejores que las de su contrario (cada uno de los casos mencionados es distinto, y cada uno tiene su propia complejidad, que no debería simplificarse). Lo que quisiéramos examinar es la polarización en sí, y los problemas que ella comporta. ¿Qué amenazas implica el crecimiento de los extremos en detrimento del centro?
 
En primer lugar, una evidencia: cuando la mayoría de la gente gravita hacia los extremos, adelgazando el centro, se hace más difícil lograr acuerdos, pactos y alianzas, y ello tiende a llevarnos a la parálisis, al estancamiento, a la ausencia de soluciones para los conflictos que nos aquejan.
 
En segundo lugar, nos parece que el atrincheramiento de unos y otros en sus respectivas posturas comporta, muchas veces, un empobrecimiento del paisaje intelectual de la sociedad que experimenta esta polarización: rodeado por los que piensan igual que yo y situado a años luz de la posición opuesta, ya no me tengo que esforzar por razonar ni matizar mis puntos de vista. Secundado por los que comparten mi espacio ideológico, y sin apenas contacto con quienes podrían cuestionarme y exigirme más precisión en mis propuestas, es muy probable que estas vayan siendo cada vez más simplonas y menos resistentes al examen cuidadoso. A la vez, la distancia permite y fomenta que mis adversarios hagan una caricatura de mis ideas, y yo de las suyas. Estamos tan lejos los unos de los otros que ya solo vemos una silueta difusa del contrario: es imposible percibir los detalles y los contornos precisos de sus planteamientos.
 
Usemos una imagen para describir lo que está sucediendo, o lo que podría terminar por suceder si la tendencia actual a la polarización sigue avanzando: la imagen de dos villas amuralladas, dos grandes fortalezas dentro de cuyos muros se ha ido refugiando toda la ciudadanía. Ya nadie vive fuera de estos castillos. Desde las almenas de una fortaleza apenas se divisa, borrosa y lejana, la fortaleza contraria. Entre las dos queda un gran descampado. Vacío. Deshabitado.
 
Esta imagen puede ayudarnos a ponderar la cuestión más importante: ¿Qué impulsos hay detrás de la polarización? Nos atrevemos a identificar uno (hay muchos más, pero este es fundamental): el miedo a la intemperie ideológica. Las personas, por lo general, queremos estar bien seguras de quién somos, y para lograrlo debemos estar bien seguras de lo que creemos y de lo que negamos. La indefinición nos asusta. Necesitamos saber quién son los nuestros. Por eso resultan atractivos los extremos, que son espacios donde ya no hay ambigüedad. El descampado central, en cambio, nos irrita por su ambivalencia.
 
El problema con eso es que, nos guste o no, la realidad es compleja, colmada de matices y de contradicciones. Por lo tanto, posiblemente el extremo no sea el mejor lugar desde donde mirar y comprender el mundo. Ya lo dijimos en un artículo anterior: desde el descampado se ve mejor el cielo que desde la plaza mayor. Si queremos ver las estrellas, tendremos que salir de la ciudad.
 
Lo dicho en estas líneas no pretende juzgar negativamente toda radicalidad, que es legítima (faltaría más), y muchas veces necesaria. La pasión con la que cada uno puede defender su modelo de sociedad, sus valores y sus principios es válida. No estamos abogando por la tibieza ni la indefinición. Creemos, eso sí, que es imprescindible practicar una radicalidad inteligente: adoptar posturas que, por radicales que sean, no se dejen arrastrar hacia el simplismo, no renuncien al esfuerzo por entender la complejidad del siglo, no caricaturicen burdamente al otro y no le tengan miedo a ese territorio, incómodo pero fecundo, que es la intemperie ideológica. El problema no es la radicalidad sino la intolerancia, que, eso sí, a menudo nace y fermenta en los extremos.
 
Si más personas nos atreviéramos a ocupar el espacio deshabitado que estamos dejando entre nuestras ciudades amuralladas descubriríamos que en él, y solo en él, pueden fructificar los acuerdos y el buen debate político e ideológico: el de quienes escuchan y respetan la opinión contraria, el de quienes están dispuestos, por el bien común, a buscar soluciones imaginativas y novedosas para ir consiguiendo una sociedad más justa, más tolerante, más diversa, donde todos quepan. Este debate será imposible si vivimos encerrados en nuestros castillos. Desde sus murallas solo podremos, a lo sumo, gritar algún insulto cuyo eco apenas llegará, si el viento es favorable, a las murallas enemigas. Si lo que queremos es conversar, tendremos que dejar las fortalezas y acercarnos al otro, para podernos oír.


 

Miércoles 17 Julio 2019
 


La parroquia de San Juan Pablo II, situada en la zona sur de la ciudad de Milwaukee (EE. UU.), es el producto de tres parroquias tradicionalmente de origen polaco. Hoy en día, a la comunidad de origen polaco se le añade una creciente comunidad hispana, y es una bonita experiencia ver como ambas comunidades, separadas por lenguas y culturas distintas, intentan, sin embargo, sentirse una sola parroquia. No es un reto fácil, pero los prejuicios se van rompiendo de un lado y de otro cada vez que se establece una relación personal y de amistad, cada vez que un angloparlante disfruta con un taco al pastor o reza a la Virgen de Guadalupe (y no tiene reparo en intentar pronunciar su nombre); cuando los nacidos en el país conocen a familias de inmigrantes, y van a sus casas, celebran juntos, y aprecian y se emocionan cuando escuchan las situaciones por las que han pasado muchas familias y se admiran de la capacidad y  la ética de trabajo que ha llevado a estos recién llegados a no desfallecer.
 
También experimentamos la realidad de la integración cuando un mexicano celebra la fiesta del 4 de julio y pone, orgulloso, la bandera de los EE. UU. en su casa, porque a pesar de penurias y dificultades sabe reconocer que aquí ha tenido una nueva oportunidad. O cuando se entusiasma por ser miembro de un nuevo grupo parroquial porque se siente cómodo y sabe que será escuchado.  Son pequeños signos, pasos que apuntan a la integración y a la solidaridad mutua, que no aparecerá ni en estadísticas, ni en leyes, ni en políticas migratorias. Pero lo cierto es que, no solo en Milwaukee sino en todos los Estados Unidos, las parroquias se convierten, por su propia naturaleza y misión, en un espacio privilegiado para la integración.
 
Ojalá que esta oportunidad, esta realidad que aquí vivimos a escala comunitaria y parroquial, sea vivida en otras iglesias, en otros centros e instituciones y que sepan transcender el mundo de los prejuicios y de los mitos, para abrazar el mundo real de las personas.


 

Martes 9 Julio 2019

La Comunidad de San Pablo sigue con su proyecto de letrinización en Independencia, Bolivia
 

 


Hace diez meses empezamos un nuevo reto en la zona rural de Independencia (Cochabamba, Bolivia): construcción de baños sencillos pero dignos para las familias de las comunidades campesinas.
 
La población campesina vive en casas construidas de forma tradicional con adobe, madera y piedra con los techos de paja. Los vecinos de estas comunidades no tienen baños ni letrinas, van al campo a hacer sus necesidades y tienen problemas de salud, entre otros, por la contaminación de las fuentes de agua potable.
 
Los baños que estamos empezando a construir son de 2m x 1,5m, constan de una taza, una ducha y con un grifo afuera del baño para coger el agua y echar en la taza y para lavarse las manos. Son básicos, pero permiten que las familias no deban ir al aire libre a hacer sus necesidades. También vimos la importancia de la ducha, ya que después de hacer entrevistas a las familias casa por casa nos dimos cuenta de que no tienen un espacio privado donde lavarse y la mayoría de ellos se bañan solo ¡una vez al mes! Hay que tener en cuenta, eso sí, que estamos a 3.500 msnm, en una región de frío intenso.
 
Actualmente 24 viviendas de la comunidad campesina de Totorani y 15 de Chulpani ya cuentan con un baño digno para poder ducharse con agua caliente y hacer sus necesidades fisiológicas con privacidad y sin contaminar el medioambiente.
 
En todo el proceso de la implementación de los baños están participando activamente las familias beneficiarias, tanto en la elección de la opción tecnológica y de materiales como en las condiciones y compromisos por parte de ellos. Quedando al final la actual elección definitiva consensuada entre todos. Además, se ha desarrollado un taller de higiene y saneamiento básico con las familias para tratar temas como salud, higiene individual y doméstica, prácticas amigables con el ambiente, uso racional del agua y cuidado y uso del baño. De esta manera se hace hincapié sobre todo para lograr una mejora de los hábitos higiénicos y asegurar la sostenibilidad y uso adecuado de los baños en los hogares.
 
Las 39 familias que ya cuentan con su baño en su vivienda están muy contentas y ven con entusiasmo la posibilidad que sus hijos se enfermen menos de diarrea y estén más limpios. Son conscientes que al usar los baños su entorno mejora, además han ganado en dignidad y han demostrado que organizándose y trabajando juntos todo el mundo gana.
 
Y nosotros seguiremos con más baños a medida que podamos… pues en total hay 105 familias que desean tener un baño en su hogar y mejorar.


 

Lunes 8 Julio 2019
 
 

Si alguien preguntara si creemos que la sinceridad es una virtud, seguramente la gran mayoría de nosotros responderíamos que sí sin dudarlo ni por un momento. ¡Por supuesto! La sinceridad, la ausencia de doblez, decir lo que pensamos y no recurrir a la mentira, es justamente lo que identifica a las personas nobles. ¿La sinceridad, una virtud? Claro que sí, siempre.
 
Y, sin embargo, quizá habría que matizar esta premisa: a veces, la sinceridad, que casi siempre es encomiable, porque casi siempre es condición necesaria para un diálogo fecundo, puede convertirse, paradójicamente, en el mayor obstáculo para la comunicación.
 
Pensemos en la sinceridad de los fanáticos. A menudo, personas sumamente intransigentes e incapaces de escuchar opiniones opuestas a las suyas hacen alarde de su sinceridad.
 
—Tendré otros errores, pero yo nunca miento. Yo no engaño a nadie. En mí, lo que ves es lo que hay. Soy transparente como el agua cristalina, y no te quepa duda de que creo a pies juntillas en lo que digo.
 
Y tienen toda la razón, en ellas no hay hipocresía. Pero esta transparencia no es, como esas personas proclaman a los cuatro vientos, una virtud: porque lo único que prueba es que han logrado convencerse a sí mismas de su verdad, cerrándose por completo a la posibilidad de que estén equivocadas y de que quienes los contradicen puedan tener ni siquiera un atisbo de razón.
 
Su sinceridad, que personas así exhiben como prueba irrefutable de su bondad, solo demuestra su arrogancia.
 
El asunto de fondo es, por supuesto, que no deberíamos confundir sinceridad con acierto, como si «ser sincero» fuera sinónimo de «tener razón», cuando es evidente son dos cosas completamente distintas: por muy sinceramente que yo crea en un error, mi falta de doblez y mi transparencia no harán que mi error deje de serlo. El grado de sinceridad con que hablo no afecta ni positiva ni negativamente la naturaleza (falsa o verdadera) de lo que digo: puedo afirmar con toda sinceridad que la tierra es plana, como un día lo afirmaron sinceramente miles de personas; ello no hará que el planeta deje de ser redondo. Inversamente, puedo ser hipócrita al elogiar (digamos que para quedar bien) los talentos de un adversario en los que, de hecho, no creo: mi falta de sinceridad no hará que desaparezcan los talentos que aquella persona, en efecto, posee.
 
Es indudable que bajo la bandera de la sinceridad se han cometido a lo largo de la historia enormes atrocidades. La inmensa mayoría de los inquisidores creían sin asomo de duda que mandar herejes a la hoguera era lo más correcto, lo mejor que podían hacer; muchos traficantes de esclavos creían sin rebozo que los africanos que encadenaban en las bodegas de sus barcos pertenecían a una raza inferior; en nuestros tiempos, los terroristas que estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas creían de todo corazón en su causa. En todos estos casos, su sinceridad fue criminal: no era virtud, sino prueba de una delirante arrogancia.
 
Es muy improbable que algún lector de estas líneas trate habitualmente con inquisidores capaces de enviar a la hoguera a sus enemigos, con despiadados traficantes de esclavos o con yihadistas fanatizados; sin embargo, todos, de vez en cuando, nos topamos con alguien que ha cruzado ese particular Rubicón más allá del cual las personas ya no saben escuchar opiniones diversas a las suyas, ni reconocer sus errores, ni ver sombras o falencias en sus propias creencias. Cuando alguien así nos asegure y prometa que es sincero, para convencernos de la bondad de sus argumentos, haremos bien de levantar el dedo y objetar:
 
―Te creo, pero tu sinceridad no prueba que tengas razón. Y si no aprendes a dialogar, a escuchar a los demás y a sopesar opiniones opuestas a las tuyas, entonces tu sinceridad solo servirá para probar tu arrogancia.
 
Seamos cuidadosos, sobre todo, de no presentar nuestra sinceridad como prueba de que tenemos razón. El convencimiento con el que ofrecemos nuestros argumentos no tiene nada que ver con la verdad o falsedad de lo que defendemos.


 



 

Martes 25 Junio 2019
 
El domingo 23 de junio La Sagrada Familia, la parroquia de Sabana Yegua (República Dominicana) donde la Comunidad de San Pablo ha estado presente desde 2003, recibió al Obispo José Grullón para celebrar la despedida de Juan Manuel Camacho, que ha completado sus 7 años de servicio sacerdotal en este lugar. La Eucaristía fue presidida por el obispo, seguida de una celebración y recepción. El Obispo también aprovechó la misa para dar la bienvenida a Michael Wolfe, quien de ahora en adelante será el párroco de La Sagrada Familia, trabajando junto con el grupo de misioneros laicos de la Comunidad de San Pablo que están allí. A partir de este verano, Juan Manuel trabajará como vicario de las parroquias de St. Patrick, St. Richard y St. Edward en Racine, Wisconsin (EE. UU.).

 

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