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Martes 22 Agosto 2017

Hace poco he leído El dios falsificado, de Thomas Ruster, un libro que se publicó originalmente en alemán el año 2001 (Herder). En 2011, Ediciones Sígueme nos ofreció su traducción española, que lleva por sugerente subtítulo Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión[1]. A pesar de que hayan transcurrido ya más de quince años desde su aparición, me parece que la obra conserva una enorme vigencia.
 
El estudio del profesor Ruster, a ratos denso, tiene muchos méritos. Aquí solo quisiera hacerme eco de uno de sus argumentos, uno que sin lugar a dudas tiene implicaciones para la vida cotidiana: me refiero a la descripción que Ruster hace del capitalismo como religión; y como religión que, en esencia, se opone a la doctrina bíblica.
 
De hecho, más allá de la denominación misma del capitalismo como religión (con la que unos estarían de acuerdo y otros tal vez no), que probablemente no sea lo más importante del razonamiento de Ruster, lo que más me ha cautivado es su disección de la mentalidad que subyace en el capitalismo[2]: este nace de la preocupación por un futuro incierto. El anhelo por acumular riqueza para el mañana se fundamenta en el convencimiento de que los bienes disponibles son limitados (eso es lo que Ruster llama “el dogma de la escasez”), y que por lo tanto, el deber natural de cualquier persona sensata es asegurarse hoy, lo mejor que pueda, el siempre incierto sustento futuro. Nada puede realizar esta función tan bien como el dinero, y ningún mecanismo asegura mejor la existencia de futuras rentas como el de los intereses. En palabras de John Maynard Keynes, que Ruster cita, «la importancia del dinero proviene fundamentalmente de que representa un eslabón entre el presente y el futuro»[3]. Y remacha Ruster: «La preferencia por la liquidez tiene motivos psicológicos, y nace de la inquietud por el propio futuro»[4]. Dicho con otras palabras: el dinero está al servicio de la previsión, y el capitalismo «es religioso al velar por el futuro mediante el dinero»[5]. La mentalidad típicamente capitalista, en definitiva, nacería de una fuerte conciencia de escasez; su resultado sería el mandamiento de ser previsores mediante la acumulación de unos bienes que hoy no nos hacen falta, pero que podremos necesitar más adelante.
 
Pues bien: esta mentalidad choca frontalmente con la doctrina bíblica. La instrucción de Jesús, en el sermón de la montaña, será tajante: «No amontonéis tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer o a beber» (Mt 6,25); «estas son las cosas por las que se preocupan los paganos» (Mt 6,32). Y lo fundamental: los creyentes deben pedir solamente «el pan de cada día» (Mt 6,11). Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel aprendió la lección del maná: lo que se recoge para más de un día se pudre (Ex 16).
 
No es que la fe bíblica sea un canto a la irresponsabilidad o una llamada a vivir despreocupadamente. Es, eso sí, una invitación a vivir confiando en Dios, y no en el dinero. Y es que hay algo más profundo en juego, a lo que queríamos llegar con esta breve reflexión: comprender que, como el mismo Keynes observó, hay una conexión entre la conducta supuestamente previsora (que nace de la fe capitalista en la escasez) y la injusticia. Una conexión directa: la conducta previsora es causa de la injusticia. En este sentido, la renuncia a la previsión, lejos de ser irresponsable, nace, como afirma Ruster, «de la fe en la plenitud de la bendición divina, y está al servicio del reino de Dios y su justicia»[6]. La conocida prohibición bíblica del cobro de intereses (Ex 22,24; Lv 25,35-37; Dt 23,20-21) debe ser entendida como una advertencia a favor de la justicia social: no debe buscarse el enriquecimiento en el futuro a costa de la indigencia de los pobres en el presente. Porque en resumidas cuentas «hay suficiente para todos si no hay algunos que aseguran su porvenir a costa de otros»[7].
 
Se hace difícil leer la obra de Ruster, observar a continuación las sociedades en las que vivimos y no ver la formidable relevancia de su argumento: porque la desigualdad entre naciones y dentro de las naciones es, hoy, uno de los problemas más acuciantes de la humanidad. Lo afirma Jared Diamond en la conclusión de su reciente librito Sociedades Comparadas[8], y lo puede ver cualquiera que abra un periódico o salga a la calle. Los espeluznantes datos son, por desgracia, bien conocidos: 62 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (tres mil setecientos millones de personas). El 1% más rico del planeta ya tiene tanto como el otro 99%. Te asomas a la realidad de cualquier ciudad latinoamericana (o, para el caso, europea, estadounidense o de donde sea) y las desigualdades abismales saltan a la vista: las diferencias de vivienda, sueldos, educación o servicios de salud entre sus habitantes más pudientes y los más pobres (que son la mayoría) son escandalosas.
 
¿Cómo no ver que tamaña desigualdad hace inviable la convivencia? ¿Cómo no advertir, sea cual sea la fe religiosa que nos mueve, y también si no tenemos ninguna, que hay en esta desigualdad una profunda inmoralidad? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
 
¿Cómo? A base de adherirnos al credo capitalista, al pernicioso dogma de la escasez. Y a base de desoír la doctrina bíblica, que nos invitaba a pedir solo el pan de cada día.
 
Los temas aquí planteados son complejos, y no los quisiéramos reducir a una caricatura. Sin embargo, resulta bastante evidente que una mayor fidelidad histórica a la doctrina bíblica de la abundancia de Dios y a la invitación de buscar solo el pan de cada día nos habría impedido llegar a la aberrante situación de desigualdad en la que hoy nos encontramos. Parecería que Keynes llevaba razón cuando exigía una política estatal activa que limitase la codicia personal del individuo. Dicha política estaría en plena sintonía con el evangelio de Jesús.
 
[1] T. Ruster, El dios falsificado (Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011).
[2] Para dicha “disección” el teólogo alemán se apoya en pensadores como Walter Benjamin y, sobre todo, John Maynard Keynes.
[3] T. Ruster, op. cit., 168.
[4] Ibid., 169.
[5] Ibid., 174.
[6] Ibid., 176.
[7] Ibid., 177.
[8] J. Diamond, Sociedades comparadas (P. Random House, Barcelona, 2016).


 

Martes 15 Agosto 2017

En la Comunidad de San Pablo creemos firmemente que el acceso a la educación de calidad, desde la primera infancia hasta los estudios superiores, es la clave indispensable para el desarrollo auténtico y a largo plazo de personas y colectividades. Sin una buena formación, será muy difícil que los sectores más vulnerables de la sociedad salgan de su situación de pobreza. Solo ella proporcionará a estos mismos sectores las herramientas que necesitan para orientar positivamente su propio desarrollo. Es por eso por lo que, desde hace ya mucho tiempo, en la mayoría de lugares donde trabajamos, nos planteamos qué podemos hacer para garantizar el acceso de personas de bajos recursos a una educación académica de calidad.
 
En esta línea, recientemente hemos iniciado un programa de becas para universitarios en Bogotá. Como ya hemos informado en repetidas ocasiones en este blog, desde enero de 2016 miembros de la CSP estamos trabajando en los barrios La Resurrección, Granjas de San Pablo y El Pesebre, del sur de la capital colombiana. Desde entonces, nos hemos ido encontrando con muchos jóvenes de estos barrios que, una vez terminado el bachillerato, quieren ir a la universidad, pero por falta de recursos no pueden realizar su anhelo. Para responder a esta necesidad hemos establecido un programa de becas, mediante el cual en el semestre que está iniciando (que va de agosto a diciembre de 2017) ya estamos colaborando con una docena de jóvenes, facilitando, con pequeñas becas de apoyo, que vayan a la universidad. La mayoría se han inscrito en alguna de las universidades públicas colombianas con sede en Bogotá, cuyos costes son, naturalmente, menores que en las universidades privadas. La beca de la CSP consiste una costear su matrícula semestral y gastos mensuales para transporte y materiales.
 
De momento se trata de una iniciativa muy modesta que podrá ir creciendo con el paso del tiempo. Nos alegra la ilusión con la que cada uno de los estudiantes que se nos ha acercado ha asumido el reto de ir a la universidad, muy conscientes de que este el mejor camino para su desarrollo personal, y el de su comunidad.


 

Martes 1 Agosto 2017

 
En una sociedad tan exigente como la nuestra es imprescindible obtener una base educativa sólida que impulse el aprendizaje y el sano desarrollo de los niños, trabajo que día a día realizamos en el Centro Comunitario de Desarrollo Infantil San José, en la Ciudad de México.
 
En el ciclo escolar 2016-2017, que acaba de finalizar, 36 niños y niñas concluyeron satisfactoriamente la etapa preescolar con nosotros. Para celebrar este logro, los niños estuvieron rodeados de familiares y personas cercanas en una fiesta de fin de curso alegre y agradecida, que celebramos el pasado día 14 de este mes de julio: una historia con final feliz, que se repite cada año en el asentamiento irregular de Jardines de San Juan.
 
El trabajo continuará con los 72 niños y niñas restantes, que avanzan de nivel, junto con casi 40 más que se integrarán en el nuevo ciclo que está por comenzar (a finales de agosto). Las plazas ya están ocupadas, pues los padres han querido inscribir a sus niños cuanto antes, para poderles brindar esta oportunidad de crecimiento, desarrollo y aprendizaje.
 
Desde el primer día del curso, ya lejano, juntos fuimos vivenciando juegos y actividades, aprendiendo de día en día. Los niños fueron creciendo en una sana convivencia a lo largo del curso escolar, aprendiendo a quererse, a veces perdonarse tras una pelea, a jugar, compartir, reír y llorar, y también a aceptarse. Esta convivencia, apoyada por una nutrición adecuada y el trabajo incansable de las educadoras comunitarias con los niños, ha llegado a un final feliz con la clausura del curso escolar 2016 -2017, despidiendo a los 36 niños y niñas que concluyen Preescolar 3 y que ya cumplen 6 años, listos para integrarse a la escuela primaria.
 
En un momento tan importante como éste, los papás y familiares quisieron estar cerca de sus niños, orgullosos de los logros alcanzados, y comprometidos con el camino que todavía les queda por recorrer. Fue un día de muchas emociones, y al reconocer cómo han crecido y aprendido tanto, compartimos juntos la alegría ¡de un nuevo final feliz!
 


 
 

Martes 25 Julio 2017

Hace unos días reparé, por casualidad, en una minúscula pintada, hecha con lápiz, en un ladrillo del muro exterior de una escuela en el barrio El Pesebre de Bogotá: la frase estaba escrita con letra menuda, claramente infantil, pero se leía sin dificultad: «Mi vida a nadie le importa». Y debajo de las letras, ocupando toda la altura del ladrillo, más o menos debajo de la palabra nadie, el dibujo sencillo de unos ojos vertiendo lágrimas por encima de una boca triste, en forma de U invertida. Saqué una foto del pequeño grafiti.
 
Jamás sabré quien fue el autor o autora de la pintada, que con el paso del tiempo, o después de las primeras lluvias que caigan sobre la ciudad, quedará borrada. Pero no es difícil imaginar la escena: el niño o la niña, pongámosle ocho o nueve años, sale con ojos afligidos de su clase, al terminar el día escolar. Los compañeros se marchan, cada uno a su casa. Ella (imaginemos que es niña) queda sola en la calle; la pena la domina, quién sabe qué tristezas y zozobras empañan su alegría. Y entonces, antes de seguir con paso lento y ensimismado hacia su hogar (donde tal vez viven las razones de su congoja), se detiene. Ha tenido una ocurrencia. Mira arriba y abajo: nadie. Saca con decisión un lápiz de su mochila escolar y escribe su lacónico mensaje en la pared: mi vida a nadie le importa. Completa la frase con el garabato de una cara que llora. Quizá al terminar contempla durante unos segundos su obra –su grito, luego guarda el lápiz y se marcha. Tal vez un poco aliviada.

Me impresionan el gesto y el mensaje.
 
En primer lugar, el gesto: dejar escrita la rabia en un muro obedece sin duda a que a la autora del grafiti sintió, por lo menos en aquel momento, que la pared era su única interlocutora: es decir, que no tenía a nadie de carne y hueso con quien compartir sus penas. A la vez, dejar constancia de su frustración en una pared del barrio era una forma de hacer oír su voz: alguien me leerá, debió pensar la niña. Que la pintada no lleve firma y que nadie sepa que fui yo quien la escribió es lo de menos: alguien me leerá y sabrá que aquí hay alguien cuya vida a nadie importa.
 
Y me impresiona el mensaje, que resume en seis palabras un drama que es, por supuesto, el drama de mucha gente: el peso de la propia irrelevancia; sentir que no importas a nadie. Ni a los padres (¿ausentes?), ni a otros familiares, ni a los amigos, ni a los maestros…
 
¿Es cierto que la vida de esta niña no importa a nadie? No lo sé. Sí sé que así lo siente ella. Y sí es cierto que su pintada, que es lamento, grito y queja a la vez, condensa a la perfección la expresión de un anhelo humano fundamental, que haríamos muy bien de no olvidar ni perder nunca de vista: el anhelo legítimo de relevancia, de importar a alguien, de no ser tratados por los demás como un cero a la izquierda.
 
La protesta anónima de esta niña ayuda a comprender que pocas cosas son tan significativas, en nuestra relación con los demás, como comunicar a los otros lo mucho que nos importan. No se trata de ofrecer, artificialmente, declaraciones forzadas de amor; pero entre esto y no decirnos nunca que nos queremos, mejor pecar por exceso que por defecto. Reconozcamos, con humildad, nuestra necesidad de ser queridos. No seamos avaros en nuestras manifestaciones de cariño. No cuestan nada, y sin embargo, pueden transformar vidas.


 

Martes 18 Julio 2017

Las dificultades en la educación superior de las mujeres rurales en Bolivia

 
 
La escena se repite una y otra vez: el padre diciéndole a la muchacha, su hija, que por qué seguir estudiando si ya sabe leer y escribir. Que eso basta para ser una buena esposa. Así fue con tu madre y ahí la ves, orgullosa de sus cinco hijos.

La hija se da cuenta de que no hay comunicación. ¿Cómo puede transmitir ese fervor en su corazón, esa pasión por continuar sus estudios? Si, al fin y al cabo la amiga que terminó secundaria con ella ya se casó y está esperando un hijo. Además ¿estudiar agronomía? ¿Una mujer? Te llenaron la cabeza de pájaros…

Y así se repite la historia. En Bolivia la Comunidad de San Pablo promueve el desarrollo de la mujer rural, tratando de romper algunos de los mismos tabús de siempre. En Totora Pampa, donde la Comunidad lleva a cabo varios proyectos de desarrollo, poco a poco varias jóvenes van terminando la secundaria y alguna se anima, valiente, a realizar estudios universitarios.

No hay que culpar a los padres, que buscan manos que ayuden a la familia y les cuesta visualizar un futuro distinto al que tuvieron ellos, que no pudieron estudiar. La aventura de ir a la universidad casi no se ha visto en sus comunidades, y menos tratándose de mujeres. «De vez en cuando algún varón sale adelante, pero no tú, mi hija», diría el padre, desconfiando de su capacidad o temiendo por las dificultades y riesgos que pueda encontrar en el camino para ser profesional.

Así iba a ocurrir con Martha, una mujer entre muchas, que sin embargo consiguió dar un vuelco a su futuro. Estudia la carrera técnica de agropecuaria, en un internado, lejos de su casa. Martha lo tiene claro y se ha planteado que, una vez termine la carrera a nivel técnico superior, quiere continuar con los estudios y completar el nivel de ingeniería. Son procesos lentos y costosos; el entorno no ayuda. Desde la Comunidad de San Pablo apoyamos a mujeres como Martha y tenemos la esperanza de que muchas como ella consigan la superación profesional que buscan, para que no se repita siempre, indefinidamente, la misma película de resignación y falta de estudios para las mujeres de estas comunidades bolivianas.


 

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