Centro-pueblo-Comunidad-San-Pablo

Titular noticias

Sábado 7 Diciembre 2024


Uno de los «lemas» del Adviento, una de las frases que captura el sentido de este tiempo que iniciamos el pasado domingo, es «Ven, Señor Jesús», sacada del final del libro del Apocalipsis (Ap 22, 20). Es, podríamos decir, una de las oraciones más propias del Adviento.
 
Y, sin embargo, es importante asegurarnos de que entendemos correctamente estas palabras. Porque no son un ruego, ni un reclamo que nosotros le hacemos a Jesús para que venga, como si él, por algún motivo, se resistiera y nosotros tuviésemos que convencerlo de que quisiera venir.
 
«Ven, Señor Jesús» es, en realidad, un ruego dirigido a nosotros mismos: una oración en la que pedimos que de verdad nosotros queramos abrirle las puertas de nuestras vidas y quitar todos los obstáculos que a veces ponemos en medio el camino, barrándole el paso. Obstáculos que ponemos porque, en realidad, nos asusta su venida.
 
¿Y por qué, deberíamos preguntarnos entonces, nos asusta que Jesús realmente llegue? ¿Por qué ponemos resistencias a la venida de Jesús (por mucho que de palabra vayamos repitiendo «Ven, ven…»)?
 
Una posible respuesta es que sabemos, o intuimos, que de un modo u otro Jesús siempre viene a desinstalarnos. Llega a darnos un empujoncito, a instarnos a ir más allá en nuestra generosidad, a salir de las rutinas que nos adormecen la conciencia, a realizar un éxodo, fuera de los territorios que ya conocemos y de nuestras comodidades, hacia la vida más arriesgada del Evangelio. Por eso en el fondo, tal vez inconscientemente, tememos la venida de Jesús.
 
Sería bueno identificar las actitudes que tienden a instalarnos. Revisarlas, comprender que nos empobrecen y rechazarlas. Para, entonces, poder decir a pleno pulmón y con toda sinceridad, en este Adviento y siempre: «¡VEN, SEÑOR JESÚS!»



 

Miércoles 16 Octubre 2024
 


Este breve escrito es una reflexión personal sobre la persona de María, buscando en el evangelio una respuesta a la pregunta ¿cómo era María?, ¿qué me dice realmente el Evangelio? Extrayendo de los evangelios todas las citas que hablan de María he aprendido mucho de ella, hasta podría sacar un “perfil”, saber sus características personales. Pero, al igual que le pasó a María y que voy a explicar a continuación, buscando la respuesta a esta pregunta, he encontrado algo que no buscaba. Me he dado cuenta de que María no es un personaje estático, inmutable, sino que evoluciona y cambia como madre y como mujer.

La clave la he encontrado en las ocasiones en qué María busca a su hijo cada vez que lo pierde. En esta pérdida-búsqueda está el cambio de María. Cada vez que esto ocurre (en tres ocasiones), María se lleva un buen batacazo que la hace reflexionar, meditar, y cambiar, de tal forma que al final es capaz de encontrar a Jesús. Veámoslo.

Primer “pierde - busca - encuentra" de María
Lc 2,41-46: Jesús adolescente, decide quedarse en el Templo a escuchar y hablar con los doctores de la ley, en vez de regresar con sus padres. Éstos, que ya estaban de camino a su casa, se dan cuenta de que lo han perdido, y regresan al templo. Cuando lo encuentran, María, como buena madre, reprende a Jesús que ya apuntaba maneras.
Pierde a Jesús como niño y, por tanto, dependiente de sus padres, y encuentra a un adolescente con aires de independencia. Deja de ser una madre protectora, y pasa a ser una madre que debe ejercer su autoridad (Lc. 2,50-51b) para que el adolescente no se les vuelva a perder.

Segundo “pierde - busca - encuentra" de María
Mc 3,31-32 (Mt 12,46-50; Lc 8,19-21): María y los hermanos y las hermanas de Jesús lo están buscando y lo encuentran predicando a la multitud. ¿Y qué se encuentran? A un Jesús que los quiere más por ser sus ovejas que por ser familia. De nuevo, María buscaba a su hijo, y se encuentra a un pastor. Pasa de ser madre a ser discípula. Pierde a Jesús hijo, y encuentra a Jesús maestro. A partir de este momento los evangelistas ya no se refieren a ella como su madre.

Tercer “pierde - busca - encuentra" de María
Jn 19,25-27: “Jesús, entonces, viendo a la madre y, al lado de ella, a su discípulo predilecto, dijo a la madre: “Mujer, mira a tu hijo.” Luego dijo al discípulo: “Mira a tu madre.” María pierde al pastor, y se encuentra ella misma siendo semilla del Reino de Dios. Jesús les encarga a ambos (al discípulo y a la mujer) que deben continuar con el anuncio del Reino, acogiéndose uno al otro. El amor fraterno que se ha creado entre los seguidores de Jesús no entiende de parentescos ni de sangre. El Reino de Dios se construye con el amor que nos ha dado Jesús, que es el de cuidarnos y servirnos unos a otros.

A María se le aparece el ángel Gabriel para decirle que concebirá un hijo por el poder del Espíritu Santo. En la cruz, este ángel es el mismo Jesús, que le dice que tiene que seguir adelante en la construcción del Reino de Dios.

Estos tres casos de María “pérdida-búsqueda-encuentro” reflejan no sólo un proceso de autocomprensión de María y de su hijo, sino también un proceso que podemos encontrar en nuestras propias vidas, un proceso de descubrimiento y redescubrimiento sobre quién somos, cuál es nuestra misión y cómo nuestras relaciones y nuestra comprensión de los demás siguen cambiando nuestras vidas.


 

Jueves 29 Agosto 2024
 

 

Hoy, 29 de agosto, la Iglesia recuerda el martirio de Juan el Bautista. Siempre he pensado que la historia que nos cuenta Marcos en el capítulo sexto de su evangelio (Mc 6, 17-29) funciona como un paréntesis, dentro del relato general, para describir los peores aspectos del mundo en el que Jesús quiere anunciar su buena noticia. En la escena, llena de detalles, hay traición, odio, violencia, manipulación, vanidad, cobardía. Es decir, todo lo que se opone al mensaje esperanzado del profeta de Nazaret. La terrible muerte del Bautista es como una advertencia: ¡Ojo! Nos viene a decir el evangelista: este es el panorama con el que se enfrenta Jesús… y todos nosotros.

El personaje más inquietante del relato es la joven bailarina, la niña que, sin pretenderlo, se encuentra en el centro de la acción. Marcos no la nombra (simplemente la presenta como «la hija de Herodías»). Es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías, que nos informa de que la pequeña se llamaba Salomé (libro XVIII, capítulo 5,4).

Salomé es inquietante porque es inocente y, sin embargo, se convierte en el instrumento necesario para la muerte de Juan.

Herodías, su madre, aparece como alguien sin escrúpulos, rebosante de odio y malas intenciones, que desde el principio desea eliminar al Bautista. Es, por así decirlo, «la mala de la película», un personaje sin matices, casi caricaturesco. Su hija, en cambio, es una joven sin malas intenciones que simplemente obedece lo que le ordenan: que baile frente al rey. Y, una vez ha bailado y Herodes, obnubilado, le ha prometido que le dará lo que le pida («así sea la mitad de mi reino», jura, el muy insensato), ella corre a preguntarle a Herodías qué debe pedir. Cuando su madre le dice que solicite la cabeza de Juan, la niña, sin pensárselo dos veces, en vez de negarse a participar en la tragedia, regresa ante el rey y le pide la vida del profeta.

Nadie somos Herodías, pero todos podemos llegar a ser Salomé. He ahí la razón de la inquietud que nos debería causar este joven personaje. No somos perversos como la madre, pero todos, a veces, podemos ser ingenuos y frívolos como la hija. Entonces nos dejaremos manipular por fuerzas oscuras que nos sobrepasan y podemos terminar siendo instrumentos que favorezcan la causa del mal.

Salomé es una advertencia: nos avisa del peligro de caer en la superficialidad, de pecar de ingenuos.

No se trata, por supuesto, de cultivar una desconfianza malsana y de vivir sospechando de todo el mundo. Sí se trata de no pecar de inocentes. Cuando ignoramos la fuerza del odio que habita en algunas personas, entonces es posible que este odio termine aprovechándose de nuestra ceguera.

Es evidente que debemos evitar ser como Herodías, pero eso no es difícil. Lo verdaderamente arduo en no ser nunca, tampoco, como Salomé.


 

Martes 14 Mayo 2024
 
Ruinas de la antigua ciudad de Filipos

Durante todo el tiempo de Pascua, que concluiremos este próximo domingo con la gran fiesta de Pentecostés, hemos estado leyendo en las Eucaristías el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cada año, al hacer este ejercicio de lectura continuada del segundo volumen de la obra de Lucas, uno se asombra ante la profundidad, la riqueza narrativa y la sabiduría de este relato. Hoy simplemente quisiera fijarme en una escena que encontramos en el capítulo 16: la conversión del carcelero de Filipos.
 
Recordemos el episodio: Pablo y Silas se encuentran en el norte de Grecia, en la ciudad de Filipos, «la principal colonia romana del distrito de Macedonia» (16,12). Allí Pablo libera de un espíritu maligno a una esclava que, con sus dotes de adivinación, hasta ese momento procuraba grandes ganancias a sus señores. Estos, «al ver que se les iba toda esperanza de ganar dinero» (16,19) acusan a Pablo y a Silas de ser unos alborotadores. En consecuencia, los magistrados ordenan que los dos hebreos sean apaleados. Les quitan la ropa y los muelen a palos. Después los meten en la cárcel, ordenando al carcelero que los vigile bien.
 
Por la noche, un terremoto sacude los cimientos de la prisión, cuyas puertas se abren de par en par. El carcelero lo ve, asume que los presos han aprovechado la ocasión para huir y ya está a punto de suicidarse cuando Pablo, desde su celda, le avisa de que nadie ha escapado. El hombre, estupefacto, se echa a los pies de Pablo y de Silas y les pregunta qué debe hacer para salvarse. Ellos le exponen el Evangelio. Acto seguido (y ahí es donde queríamos llegar), el carcelero se los lleva consigo, les lava las heridas y se hace bautizar junto con su familia (16,33). Antes de bautizarse, lava las heridas de Pablo y de Silas. Son las mismas heridas, fruto de la paliza que ellos recibieron antes de entrar en la cárcel, que el carcelero ignoró cuando horas antes los encerró sin contemplaciones. Aquellas heridas a las que entonces no dio la menor importancia, ahora le conmueven. Es más: ahora son una urgencia. Lo primero es lavar las heridas; después, bautizarse.
 
La mirada del carcelero hacia las heridas de Pablo y Silas no es un asunto menor. Lo que antes de su cambio de corazón era invisible (las magulladuras, los moratones, la carne abierta, la sangre), después se convierte en algo prioritario. Tal vez este buen hombre (dedicado a una profesión tan dura y deshumanizante como la de encerrar y vigilar a malhechores), dibuje con su proceso vital un itinerario en el que todos podemos vernos reflejados. También es un itinerario que establece un criterio infalible para evaluar nuestro grado de comprensión del Evangelio. Porque seguramente todos podemos reconocernos en el carcelero, cuando pensamos en aquellas veces en que las heridas de otras personas nos dejaron (o nos dejan) indiferentes. Todos podemos pensar en momentos en que Dios se nos manifestó precisamente a través de personas heridas. Y quizá podamos recordar con alegría aquellos momentos en que las heridas de los demás nos conmovieron, y quisimos hacer algo para contribuir a cerrarlas.
 
Y en el proceso del carcelero descubrimos el criterio fundamental que distingue a una persona alejada del Evangelio de la persona que quiere vivirlo: la primera es indiferente ante las heridas de los demás. La segunda, en cambio, se lanza a la tarea de aliviar el dolor del otro. El carcelero ya convertido, deseoso de seguir a Jesús, no cae de rodillas, arrebatado de piedad, y alaba a Dios con los ojos entrecerrados, ni corre al templo o ofrecer un sacrificio, ni se pierde en discursos altisonantes acerca de la fe: se arremanga y limpia las heridas de sus hermanos.
 
La medida en que las heridas de los demás nos conmuevan o nos dejen indiferentes siempre indicará, con sorprendente precisión, la calidad de nuestra fe.


 

Jueves 9 Mayo 2024

Este próximo domingo se celebra en muchos países el Día de la Madre. En este contexto, ofrecemos la siguiente reflexión.

 

No soy madre, pero sé cuánta presión ejercemos sobre las madres, cuando las solemos señalar por los éxitos y, sobre todo, los fracasos de sus hijos e hijas. El amor de una madre es instintivo, lo que no significa necesariamente que provenga del corazón, sino todo lo contrario, está arraigado y en cierto modo impuesto por sus genes. El amor de una madre, incluidas, por supuesto, las que adoptan, difícilmente se elige. Es la certeza de sentirse plenamente responsables por sus hijos, independientemente de sus acciones. Las madres no siempre son modelos de bondad y ternura, pero a menos que se lo impidan alguna condición física o mental, las madres aceptan las alegrías, el sufrimiento y los dolores de sus hijos como si fueran propios.

En las guerras y conflictos que vivimos hoy en día, pensar en las madres me ayuda a tener una perspectiva más allá de las opiniones ideológicas o políticas.

Pienso en el sufrimiento de las madres ucranianas al ver a sus hijos e hijas ser enviados a la guerra para defender su tierra, y (enfático "y" aquí), pienso en las madres de los soldados rusos que también son enviados a matar o a morir en una guerra que tal vez no entiendan del todo.

Y pienso en las madres de los asesinados o retenidos como rehenes por Hamas solo porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, y me aflijo igualmente por las madres de todos los palestinos asesinados en la ola de violencia (muchos de los cuales eran madres).

Me niego a dar sentido a explicaciones sobre cálculos políticos, motivaciones nacionalistas, legitimidades históricas, y me niego a racionalizar sobre males menores o respuestas proporcionadas. Elijo detenerme a pensar en el sufrimiento de todas las madres (y de los padres, y de las hermanas, hermanos, abuelos...).

Es más complejo que tomar partido, pero más humano, menos analgésico, pero más empático. Siento por igual el dolor de todas las madres, rusas, ucranianas, israelíes y palestinas. Por supuesto, tengo una opinión sobre algunos de estos conflictos. Pero mis razones, mi visión ideológica, mi posición política (que sin duda tengo) no me harán sentir que la muerte de un ser humano, la muerte de la madre o el padre de alguien, es políticamente necesaria o moralmente merecida o justificada.

No importa de qué lado estés, no importa cuál sea tu persuasión ideológica y qué razones tengas para ello; Si no logramos sentir el sufrimiento de una madre en Ucrania, en Rusia, en Israel, en Palestina, o de cualquier madre y padre que pierden a sus hijos, si no logramos empatizar con ellas, si, de hecho, no logramos empatizar con cualquier dolor y sufrimiento, nuestra humanidad se habrá rendido y sucumbido al mundo de las ideas y la política. Así, habremos convertido nuestros corazones en corazones en piedras.


 

Feed RSS de noticias

Archivos del blog









Contacto

1505 Howard Street
Racine, WI 53404, EE.UU.
racine@comsp.org
Tel.: +1-262-634-2666

Ciudad de México, MÉXICO
mexico@comsp.org
Tel.: +52-555-335-0602

Azua, REPÚBLICA DOMINICANA
azua@comsp.org
Tel. 1: +1-809-521-2902
Tel. 2: +1-809-521-1019

Cochabamba, BOLIVIA
cochabamba@comsp.org
Tel.: +591-4-4352253

Bogotá, COLOMBIA
bogota@comsp.org
Tel.: +57-1-6349172

Meki, ETIOPÍA
meki@comsp.org
Tel.: +251-932508188