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Viernes 31 Enero 2025
 


En lugar del 4º domingo en el Tiempo Ordinario, este fin de semana estaremos celebrando la Fiesta de la Presentación del Señor—también conocida como la Fiesta de la Candelaria. Este hecho hace que nos perdamos lo que hubiésemos leído en el domingo ordinario, la respuesta de la sinagoga al discurso programático de Jesús. Después de leer la cita de Isaías, después de omitir un verso de la cita donde se anunciaba el día de la venganza de Dios contra los enemigos de Israel y después de un diálogo con la asamblea en la que Jesús dice que no le sorprende no ser profeta en su tierra, Jesús sufrirá el primer conato de violencia contra él: “Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo” (Lucas 4:29-29.)
 
El evangelio de la Presentación del Señor rebobina la historia y nos vuelve a situar en la infancia temprana de Jesús. Suena como una historia de las que leemos en Navidad. No en vano, tradicionalmente esta fiesta solía marcar el final de la Navidad. María y José, observantes de la Ley, llevan a Jesús como primer hijo para ser presentado en el Templo. Afloran muchos de los temas de los evangelios navideños: Jesús es llevado al Templo, la institución que lo terminará ejecutando; observamos la reacción de aquellos que encuentran a Jesús—durante la Navidad vimos la reacción de los pastores, de Herodes, de los Magos de Oriente—ahora vemos la reacción de los ancianos Simeón y Ana. Es muy posible que el encuentro de estos ancianos cumpla la misma función que el episodio de la Epifanía cumple en el evangelio de Mateo.
 
Es curioso que esta Ana carga con el mismo nombre que la madre de Samuel. Sin duda, Lucas quiere que sus lectores hagan esta conexión, que los judíos del primer siglo, los primeros que recibieron este evangelio, hubiesen hecho casi automáticamente. Las dos mujeres, ven cómo Dios colma sus esperanzas: recibir un hijo—Samuel—y el Hijo: Jesús.
 
En las palabras de Simeón detectamos una conexión con la reacción de la gente de la sinagoga de Nazaret. Simeón proclama que este niño será “gloria de Israel” pero también “luz para todas las naciones.” La universalidad de Jesús y su mensaje siempre será un problema para los fanáticos nacionalistas—tanto en Nazareth como en lugares que nos caen más cerca. Y a María le dice, “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma.” En la sinagoga Jesús ha empezado a ser “signo de contradicción.”
 
Entender a Jesús como piedra de tropiezo, como signo de contradicción, puede ser un tema fructífero. Y es fácil caer en la tentación de solo entender a Jesús como signo de contradicción contra el “mundo” o “la cultura” de la sociedad. Pero, ¿qué nos diría Jesús a nosotros que nos provocaría una reacción de profundo rechazo? ¿Qué cosas que creemos de forma absoluta pondría en duda Jesús? ¿Qué tipo de retos nos presentaría si se presentara en medio de nuestra asamblea cualquier domingo cómo hizo en el Sabbath en la sinagoga de la tierra que lo vio crecer?
 
En el espíritu de esta fiesta en la que se bendicen velas le pedimos al Señor que siga iluminando nuestras vidas, nuestras contradicciones, y que siga dando luz a todas nuestras oscuridades.


 

Sábado 7 Diciembre 2024


Uno de los «lemas» del Adviento, una de las frases que captura el sentido de este tiempo que iniciamos el pasado domingo, es «Ven, Señor Jesús», sacada del final del libro del Apocalipsis (Ap 22, 20). Es, podríamos decir, una de las oraciones más propias del Adviento.
 
Y, sin embargo, es importante asegurarnos de que entendemos correctamente estas palabras. Porque no son un ruego, ni un reclamo que nosotros le hacemos a Jesús para que venga, como si él, por algún motivo, se resistiera y nosotros tuviésemos que convencerlo de que quisiera venir.
 
«Ven, Señor Jesús» es, en realidad, un ruego dirigido a nosotros mismos: una oración en la que pedimos que de verdad nosotros queramos abrirle las puertas de nuestras vidas y quitar todos los obstáculos que a veces ponemos en medio el camino, barrándole el paso. Obstáculos que ponemos porque, en realidad, nos asusta su venida.
 
¿Y por qué, deberíamos preguntarnos entonces, nos asusta que Jesús realmente llegue? ¿Por qué ponemos resistencias a la venida de Jesús (por mucho que de palabra vayamos repitiendo «Ven, ven…»)?
 
Una posible respuesta es que sabemos, o intuimos, que de un modo u otro Jesús siempre viene a desinstalarnos. Llega a darnos un empujoncito, a instarnos a ir más allá en nuestra generosidad, a salir de las rutinas que nos adormecen la conciencia, a realizar un éxodo, fuera de los territorios que ya conocemos y de nuestras comodidades, hacia la vida más arriesgada del Evangelio. Por eso en el fondo, tal vez inconscientemente, tememos la venida de Jesús.
 
Sería bueno identificar las actitudes que tienden a instalarnos. Revisarlas, comprender que nos empobrecen y rechazarlas. Para, entonces, poder decir a pleno pulmón y con toda sinceridad, en este Adviento y siempre: «¡VEN, SEÑOR JESÚS!»



 

Miércoles 16 Octubre 2024
 


Este breve escrito es una reflexión personal sobre la persona de María, buscando en el evangelio una respuesta a la pregunta ¿cómo era María?, ¿qué me dice realmente el Evangelio? Extrayendo de los evangelios todas las citas que hablan de María he aprendido mucho de ella, hasta podría sacar un “perfil”, saber sus características personales. Pero, al igual que le pasó a María y que voy a explicar a continuación, buscando la respuesta a esta pregunta, he encontrado algo que no buscaba. Me he dado cuenta de que María no es un personaje estático, inmutable, sino que evoluciona y cambia como madre y como mujer.

La clave la he encontrado en las ocasiones en qué María busca a su hijo cada vez que lo pierde. En esta pérdida-búsqueda está el cambio de María. Cada vez que esto ocurre (en tres ocasiones), María se lleva un buen batacazo que la hace reflexionar, meditar, y cambiar, de tal forma que al final es capaz de encontrar a Jesús. Veámoslo.

Primer “pierde - busca - encuentra" de María
Lc 2,41-46: Jesús adolescente, decide quedarse en el Templo a escuchar y hablar con los doctores de la ley, en vez de regresar con sus padres. Éstos, que ya estaban de camino a su casa, se dan cuenta de que lo han perdido, y regresan al templo. Cuando lo encuentran, María, como buena madre, reprende a Jesús que ya apuntaba maneras.
Pierde a Jesús como niño y, por tanto, dependiente de sus padres, y encuentra a un adolescente con aires de independencia. Deja de ser una madre protectora, y pasa a ser una madre que debe ejercer su autoridad (Lc. 2,50-51b) para que el adolescente no se les vuelva a perder.

Segundo “pierde - busca - encuentra" de María
Mc 3,31-32 (Mt 12,46-50; Lc 8,19-21): María y los hermanos y las hermanas de Jesús lo están buscando y lo encuentran predicando a la multitud. ¿Y qué se encuentran? A un Jesús que los quiere más por ser sus ovejas que por ser familia. De nuevo, María buscaba a su hijo, y se encuentra a un pastor. Pasa de ser madre a ser discípula. Pierde a Jesús hijo, y encuentra a Jesús maestro. A partir de este momento los evangelistas ya no se refieren a ella como su madre.

Tercer “pierde - busca - encuentra" de María
Jn 19,25-27: “Jesús, entonces, viendo a la madre y, al lado de ella, a su discípulo predilecto, dijo a la madre: “Mujer, mira a tu hijo.” Luego dijo al discípulo: “Mira a tu madre.” María pierde al pastor, y se encuentra ella misma siendo semilla del Reino de Dios. Jesús les encarga a ambos (al discípulo y a la mujer) que deben continuar con el anuncio del Reino, acogiéndose uno al otro. El amor fraterno que se ha creado entre los seguidores de Jesús no entiende de parentescos ni de sangre. El Reino de Dios se construye con el amor que nos ha dado Jesús, que es el de cuidarnos y servirnos unos a otros.

A María se le aparece el ángel Gabriel para decirle que concebirá un hijo por el poder del Espíritu Santo. En la cruz, este ángel es el mismo Jesús, que le dice que tiene que seguir adelante en la construcción del Reino de Dios.

Estos tres casos de María “pérdida-búsqueda-encuentro” reflejan no sólo un proceso de autocomprensión de María y de su hijo, sino también un proceso que podemos encontrar en nuestras propias vidas, un proceso de descubrimiento y redescubrimiento sobre quién somos, cuál es nuestra misión y cómo nuestras relaciones y nuestra comprensión de los demás siguen cambiando nuestras vidas.


 

Jueves 29 Agosto 2024
 

 

Hoy, 29 de agosto, la Iglesia recuerda el martirio de Juan el Bautista. Siempre he pensado que la historia que nos cuenta Marcos en el capítulo sexto de su evangelio (Mc 6, 17-29) funciona como un paréntesis, dentro del relato general, para describir los peores aspectos del mundo en el que Jesús quiere anunciar su buena noticia. En la escena, llena de detalles, hay traición, odio, violencia, manipulación, vanidad, cobardía. Es decir, todo lo que se opone al mensaje esperanzado del profeta de Nazaret. La terrible muerte del Bautista es como una advertencia: ¡Ojo! Nos viene a decir el evangelista: este es el panorama con el que se enfrenta Jesús… y todos nosotros.

El personaje más inquietante del relato es la joven bailarina, la niña que, sin pretenderlo, se encuentra en el centro de la acción. Marcos no la nombra (simplemente la presenta como «la hija de Herodías»). Es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías, que nos informa de que la pequeña se llamaba Salomé (libro XVIII, capítulo 5,4).

Salomé es inquietante porque es inocente y, sin embargo, se convierte en el instrumento necesario para la muerte de Juan.

Herodías, su madre, aparece como alguien sin escrúpulos, rebosante de odio y malas intenciones, que desde el principio desea eliminar al Bautista. Es, por así decirlo, «la mala de la película», un personaje sin matices, casi caricaturesco. Su hija, en cambio, es una joven sin malas intenciones que simplemente obedece lo que le ordenan: que baile frente al rey. Y, una vez ha bailado y Herodes, obnubilado, le ha prometido que le dará lo que le pida («así sea la mitad de mi reino», jura, el muy insensato), ella corre a preguntarle a Herodías qué debe pedir. Cuando su madre le dice que solicite la cabeza de Juan, la niña, sin pensárselo dos veces, en vez de negarse a participar en la tragedia, regresa ante el rey y le pide la vida del profeta.

Nadie somos Herodías, pero todos podemos llegar a ser Salomé. He ahí la razón de la inquietud que nos debería causar este joven personaje. No somos perversos como la madre, pero todos, a veces, podemos ser ingenuos y frívolos como la hija. Entonces nos dejaremos manipular por fuerzas oscuras que nos sobrepasan y podemos terminar siendo instrumentos que favorezcan la causa del mal.

Salomé es una advertencia: nos avisa del peligro de caer en la superficialidad, de pecar de ingenuos.

No se trata, por supuesto, de cultivar una desconfianza malsana y de vivir sospechando de todo el mundo. Sí se trata de no pecar de inocentes. Cuando ignoramos la fuerza del odio que habita en algunas personas, entonces es posible que este odio termine aprovechándose de nuestra ceguera.

Es evidente que debemos evitar ser como Herodías, pero eso no es difícil. Lo verdaderamente arduo en no ser nunca, tampoco, como Salomé.


 

Martes 14 Mayo 2024
 
Ruinas de la antigua ciudad de Filipos

Durante todo el tiempo de Pascua, que concluiremos este próximo domingo con la gran fiesta de Pentecostés, hemos estado leyendo en las Eucaristías el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cada año, al hacer este ejercicio de lectura continuada del segundo volumen de la obra de Lucas, uno se asombra ante la profundidad, la riqueza narrativa y la sabiduría de este relato. Hoy simplemente quisiera fijarme en una escena que encontramos en el capítulo 16: la conversión del carcelero de Filipos.
 
Recordemos el episodio: Pablo y Silas se encuentran en el norte de Grecia, en la ciudad de Filipos, «la principal colonia romana del distrito de Macedonia» (16,12). Allí Pablo libera de un espíritu maligno a una esclava que, con sus dotes de adivinación, hasta ese momento procuraba grandes ganancias a sus señores. Estos, «al ver que se les iba toda esperanza de ganar dinero» (16,19) acusan a Pablo y a Silas de ser unos alborotadores. En consecuencia, los magistrados ordenan que los dos hebreos sean apaleados. Les quitan la ropa y los muelen a palos. Después los meten en la cárcel, ordenando al carcelero que los vigile bien.
 
Por la noche, un terremoto sacude los cimientos de la prisión, cuyas puertas se abren de par en par. El carcelero lo ve, asume que los presos han aprovechado la ocasión para huir y ya está a punto de suicidarse cuando Pablo, desde su celda, le avisa de que nadie ha escapado. El hombre, estupefacto, se echa a los pies de Pablo y de Silas y les pregunta qué debe hacer para salvarse. Ellos le exponen el Evangelio. Acto seguido (y ahí es donde queríamos llegar), el carcelero se los lleva consigo, les lava las heridas y se hace bautizar junto con su familia (16,33). Antes de bautizarse, lava las heridas de Pablo y de Silas. Son las mismas heridas, fruto de la paliza que ellos recibieron antes de entrar en la cárcel, que el carcelero ignoró cuando horas antes los encerró sin contemplaciones. Aquellas heridas a las que entonces no dio la menor importancia, ahora le conmueven. Es más: ahora son una urgencia. Lo primero es lavar las heridas; después, bautizarse.
 
La mirada del carcelero hacia las heridas de Pablo y Silas no es un asunto menor. Lo que antes de su cambio de corazón era invisible (las magulladuras, los moratones, la carne abierta, la sangre), después se convierte en algo prioritario. Tal vez este buen hombre (dedicado a una profesión tan dura y deshumanizante como la de encerrar y vigilar a malhechores), dibuje con su proceso vital un itinerario en el que todos podemos vernos reflejados. También es un itinerario que establece un criterio infalible para evaluar nuestro grado de comprensión del Evangelio. Porque seguramente todos podemos reconocernos en el carcelero, cuando pensamos en aquellas veces en que las heridas de otras personas nos dejaron (o nos dejan) indiferentes. Todos podemos pensar en momentos en que Dios se nos manifestó precisamente a través de personas heridas. Y quizá podamos recordar con alegría aquellos momentos en que las heridas de los demás nos conmovieron, y quisimos hacer algo para contribuir a cerrarlas.
 
Y en el proceso del carcelero descubrimos el criterio fundamental que distingue a una persona alejada del Evangelio de la persona que quiere vivirlo: la primera es indiferente ante las heridas de los demás. La segunda, en cambio, se lanza a la tarea de aliviar el dolor del otro. El carcelero ya convertido, deseoso de seguir a Jesús, no cae de rodillas, arrebatado de piedad, y alaba a Dios con los ojos entrecerrados, ni corre al templo o ofrecer un sacrificio, ni se pierde en discursos altisonantes acerca de la fe: se arremanga y limpia las heridas de sus hermanos.
 
La medida en que las heridas de los demás nos conmuevan o nos dejen indiferentes siempre indicará, con sorprendente precisión, la calidad de nuestra fe.


 

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